Figuras de la subalternidad

Durante 2002, los cartoneros fueron la mayor ilustración del carácter casi apocalíptico que revestía la gran crisis argentina. Figura de frontera y alegoría de la exclusión, adquirieron una súbita visibilidad en los grandes centros urbanos. Tal como ya lo habían hecho los piqueteros, los cartoneros contribuyeron a descorrer el velo de la hipocresía neoliberal, mostrando a través de imágenes perturbadoras los universos de miseria en los cuáles se había convertido el “país real”. Su presencia en las calles, hurgando bolsas y residuos, hizo estallar en mil pedazos los espejitos de colores que tantos argentinos habían sostenido detrás de la ficción del dólar barato, la metáfora del “Primer Mundo” y la expansión de modelos centrados en el consumo.
Durante décadas, los cartoneros fueron “cirujas”, un apelativo que, según el antropólogo Francisco Suárez, reenvía a la analogía médica: “cirujano de la basura”. A partir de 2002, la actividad del cartoneo se multiplicó debido al incremento de la desocupación y de los precios de los materiales reciclables, en la salida de la convertibilidad. Devino una “actividad refugio”, un nicho altamente precario, inestable y degradado de trabajo, pero actividad de supervivencia al fin. Según datos de la Encuesta Permanente de Hogares, en mayo de 2002, en la Capital Federal había 10.800, entre cartoneros y vendedores ambulantes, mientras que en el Conurbano bonaerense, ascendían a 62.000.Las clases medias de las grandes ciudades sentían una suerte de compasión extrema frente a estos “ejércitos de la noche”, como se los bautizó desde la prensa y a la vez, un rechazo, fundado en la estigmatización de la actividad. La frontera urbana y social se traducía en una suerte de frontera conceptual, que remite a aquello que se entiende por trabajo “digno”.

A lo largo de 2002, la compasión revistió la forma de la solidaridad al compás de la emergencia de nuevas formas de territorialización de la política, con las asambleas barriales. Hubo campañas de cooperación y asistencia, tales como las de la rehabilitación del Tren Blanco, la de vacunación de cartoneros impulsada bajo la consigna asambleísta “Todos somos Cartoneros”, las ollas populares, entre otras. Pero las relaciones de solidaridad estuvieron marcadas por la desigualdad (de recursos económicos, políticos y simbólicos), lo cual también suscitó escenarios de conflicto, como los enfrentamientos en los locales ocupados por asambleístas y “sostenidos” por la permanencia in situ de los cartoneros.

A diferencia de los piqueteros, la otra gran figura de la otredad, los cartoneros nunca fueron un actor político. Probablemente tampoco pretendieron serlo. Aceptaron el lugar de la subalternidad y desde diferentes procesos organizacionales, realizan un trabajo de resignificación positiva de la actividad. Se insertan los cambios en el lenguaje, el pasaje de “cartoneros” a “recicladores urbanos”, lo que no deja de ser un eufemismo. No son pocas las dificultades que en términos de legitimidad genera “un trabajo que se encuentra por fuera de la cartografía de las actividades laborales socialmente aceptadas de la modernidad”, como sostiene Sabina Di Marco.

Más allá de las ambivalencias y los incompletos –o imposbibles– procesos de resignificación identitaria que produce la actividad en sí, a diez años de su explosiva visibilidad, hoy los cartoneros constituyen una figura social institucionalizada –y aceptada– de la subalternidad.

Publicado en Revista Ñ