2008 no es 2001. Concentración del poder y nuevo populismo agrario

Es claro que 2008 poco tiene que ver con 2001, cuando la crisis fue acompañada no sólo por una grave descomposición económica y la pérdida de un sistema estable de referencias, sino también por el surgimiento de nuevas formas de solidaridad y auto-organización social. Pero no hay tiempo para las nostalgias, sino necesidad y urgencia de recolocar la mirada sobre el desarrollo de una dinámica política perversa, que alude a luchas y adversarios que, para decirlo con simple sinceridad, no nos gustan nada. No se trata solo de manifestar un desacuerdo, o de eludir las falsas oposiciones que hoy están en juego, sino de analizar posicionamientos que, a fuerza de golpes y acciones, han cobrado por ambos lados una fisonomía perturbadora y amenazante.
Resulta difícil identificarse con un gobierno que confundió el éxito de la recuperación económica, con la posibilidad de arrogarse un poder absoluto. Llama la atención la escasa versatilidad política del matrimonio presidencial y su conjunto de asesores, para entender los diferentes andariveles en los cuales se desarrolla el actual conflicto, que escaló vertiginosamente hasta llegar a alturas inimaginables. Las marcas políticas que dejó  la crisis de 2001/2002 no sólo están presentes en ciertos movimientos sociales, hoy encapsulados en sus territorios y avasallados por la maquinaria asistencialista y clientelar del peronismo a través de sus múltiples organizaciones. Esas marcas del 2001 quedaron, bajo otros registros, también en la memoria de las heterogéneas clases medias, que nunca dio por cerrada o suturada la crisis de representación política abierta en aquella época, y que hoy desliza un nuevo rechazo, tanto frente a las sucesivas tentativas de cierre por decreto del conflicto, como a las formas de confrontación abierta con las cuales el gobierno respondió y asumió la lucha callejera.
No es midiendo fuerzas en la calle o en la plaza, con patotas o sin ellas, que el gobierno puede frenar la vertiginosa pérdida de legitimidad que hoy lo atraviesa y cercena la autoridad presidencial. Podemos no sorprendernos frente al rostro entre desencajado y exultante de Moreno, execrado desde los más variados sectores. ¿Pero alguien puede justificar acaso la irracionalidad del acto llevado a cabo por el expresidente Kirchner, hace unos días, cuando él también se hizo presente en la Plaza de Mayo? ¿Cómo se hace para explicar a un gobierno, que había logrado un afianzamiento de la autoridad presidencial, al costo de una concentración altísima del poder, que en la Argentina hay muchos ciudadanos, que sin ser golpistas ni mucho menos articular discursos emancipadores, hoy están demandando una distribución más democrática del poder político?

Pero así como es imposible asistir a una Plaza convocada por el gobierno, viciada en su misma lógica de acción como en sus objetivos (afirmación de un poder concentrado); también resulta a todas luces imposible identificarse con esas esquinas donde hoy resuenan las cacerolas ni con esas rutas mil veces cortadas; como conjunto de acciones en las cuales se entreveran sectores sociales heterogéneos con los mas diversos intereses corporativos y políticos. No voy a hablar de los grandes propietarios o de los socios centrales del nuevo modelo agrario, cuyos intereses económicos y políticos son absolutamente diáfanos. Me interesa, sobre todo, hablar de la forma que está adoptando el reclamo de los pequeños productores, muchos de los cuales pertenecen a esas clases medias que durante años atravesaron el umbral de la nueva pobreza, a medida que las sucesivas políticas liquidaban las economías regionales en nombre de la eficiencia y la modernización.
Entiendo que ese campo profundo, al que muchos intelectuales iluminados menosprecian y poco conocen, el de los pequeños propietarios, alberga un conjunto de sobrevivientes que se aferró al nuevo modelo agrario como a una tabla de salvación, sin medir ni importarle las consecuencias futuras. Entiendo que ese campo encuentre en las actuales movilizaciones la posibilidad de un inédito proceso de construcción y afianzamiento identitario. Entiendo que ese campo encuentre en De Angelis, un referente insoslayable, capaz de desarrollar una verborragia visceral, rápido conocedor de liturgias mediáticas y manejos de asamblea, que llegan (en vivo y en directo) a la sensibilidad de estos sectores. Creo que es insuficiente ver en De Angelis solo un referente coyuntural catapultado al centro de la escena por una serie de torpezas y errores políticos del gobierno. De Angelis expresa en profundidad la ideología pragmática de los pequeños y medianos productores, pues es alguien que no entiende de contradicciones: puede ser miembro activo de la asamblea ambientalista de Gualeguaychú, y al mismo tiempo, defender a rajatabla el modelo sojero, sin detenerse en la oposición flagrante que expresan ambos posicionamientos. Puede compartir espacios con un militante maoísta en la sociedad rural de su provincia, y mostrarse a la vez estratégicamente orgánico y auténticamente díscolo en relación con sus aliados poderosos del campo, sin que esto signifique poner en jaque su estilo político de liderazgo o su forma de hacer política.
Todos estos componentes están ausentes en Buzzi (así, con doble zeta, como a él le gusta), quien proviene de una historia en la cual se cruzan luchas y tradiciones políticas e ideológicas claras, y al que seguramente lo acosará el remordimiento de haber establecido una alianza  con los grandes propietarios agrarios, contribuyendo a generar la peor crisis del gobierno de los Kirchner, a quien tanto defendía hasta no hace mucho tiempo. Buzzi entiende de contradicciones pero las elude con mala fe. En cambio, De Angelis es pura fenomenología asamblearia: ahí, en la ruta, y frente al vértigo de las cámaras, él verdaderamente es él.
Probablemente estemos frente al surgimiento de un nuevo populismo agrario, donde, más allá de las alianzas del momento, no falta la oposición entre “el pequeño” y el “poderoso”, ni por sobre todo las críticas a un gobierno omnímodo y una clase política recurrentemente corrupta y autocentrada. Un nuevo populismo que exhibe su listado de verdades inmediatas, en donde la aparente transparencia y la legitimidad del reclamo asume, sin mediaciones algunas, la figura de la totalidad. Un populismo agrario que no realiza discriminaciones ideológicas, lo cual significa precisamente adoptar una ideología de desprecio hacia las ideologías, que dadas las alianzas sociales en curso, no puede sino encaminarse hacia lo que Ernesto Laclau llamaba hace décadas, si mal no recuerdo, el populismo de las clases dominadas, pero al servicio de las clases dominantes.
Boaventura de Sousa Santos afirma que en las últimas décadas asistimos a una reducción de la figura de la democracia, identificada sin más con la democracia liberal y representativa. Lo dice con una frase que siempre me gusta citar: “Hemos perdido demodiversidad”. A través de la acción colectiva, diferentes movimientos sociales latinoamericanos contestaron esta reducción, desarrollando otras formas de acción y deliberación, ligadas a la democracia directa. En el marco de esas movilizaciones cobró centralidad la forma asamblea, como nuevo paradigma de la política desde abajo. Pero la forma asamblea está lejos de ser unívoca, pues su expansión no está vinculada necesariamente con una definición “sustancial” de la democracia, o para decirlo en términos más contemporáneos, con un proyecto de corte emancipatorio. Desde esta perspectiva, lejos estamos de aquellas experiencias ligadas al ideario revolucionario (la Comuna, el consejismo obrero), cuya discusión pueblan bibliotecas enteras del pensamiento de las izquierdas. Así, la realidad que hoy afrontamos requiere el reconocimiento de que estamos frente a la generalización de una forma que apunta primordialmente a la defensa -y desarrollo de la participación, producida y alimentada desde abajo. De ahí sus potencialidades, cuando ésta aparece asociada un horizonte político radical e instituyente, pero también sus límites y posibles distorsiones, cuando ésta deviene una institución en sí misma, niega explícitamente la existencia de un discurso político-ideológico, pero de facto, puede adoptar las formas más perversas del pragmatismo.