Consenso de los commodities y Lenguajes de Valoración en América Latina

El «Consenso de los Commodities» subraya el ingreso de América Latina en un nuevo orden económico y político-ideológico, sostenido por el boom de los precios internacionales de las materias primas y los bienes de consumo demandados cada vez más por los países centrales y las potencias emergentes. Este orden va consolidando un estilo de desarrollo neoextractivista que genera ventajas comparativas, visibles en el crecimiento económico, al tiempo que produce nuevas asimetrías y conflictos sociales, económicos, ambientales y político-culturales. Tal conflictividad marca la apertura de un nuevo ciclo de luchas, centrado en la defensa del territorio y del ambiente, así como en la discusión sobre los modelos de desarrollo y las fronteras mismas de la democracia.

Introducción

En el último decenio, América Latina realizó el pasaje del Consenso de Washington, asentado sobre la valorización financiera, al «Consenso de los Commodities», basado en la exportación de bienes primarios en gran escala. En este artículo utilizamos el concepto de commodities en un sentido amplio, como «productos indiferenciados cuyos precios se fijan internacionalmente»1, o como «productos de fabricación, disponibilidad y demanda mundial, que tienen un rango de precios internacional y no requieren tecnología avanzada para su fabricación y procesamiento»2. Ambas definiciones incluyen desde materias primas a granel hasta productos semielaborados o industriales. Para el caso de América Latina, la demanda de commodities está concentrada en productos alimentarios, como el maíz, la soja y el trigo, así como en hidrocarburos (gas y petróleo), metales y minerales (cobre, oro, plata, estaño, bauxita, zinc, entre otros)3.

Así, si bien es cierto que la explotación y exportación de materias primas no son actividades nuevas en América Latina, resulta claro que en los últimos años del siglo XX, en un contexto de cambio del modelo de acumulación, se ha intensificado notoriamente la expansión de megaproyectos tendientes al control, la extracción y la exportación de bienes naturales, sin mayor valor agregado. Por ende, lo que de modo general aquí denominamos «Consenso de los Commodities» subraya el ingreso en un nuevo orden, a la vez económico y político-ideológico, sostenido por el boom de los precios internacionales de las materias primas y los bienes de consumo cada vez más demandados por los países centrales y las potencias emergentes, lo cual genera indudables ventajas comparativas visibles en el crecimiento económico y el aumento de las reservas monetarias, al tiempo que produce nuevas asimetrías y profundas desigualdades en las sociedades latinoamericanas.

En términos de consecuencias, el «Consenso de los Commodities» es un proceso complejo y vertiginoso que debe ser leído desde una perspectiva múltiple, a la vez económica y social, política e ideológica, cultural y ambiental. En razón de ello, para ilustrar esta problemática proponemos al lector una presentación en tres partes. En primer lugar, avanzaremos en una conceptualización de lo que entendemos por «Consenso de los Commodities» y las formas que asume el actual estilo de desarrollo neoextractivista. En segundo lugar, proponemos un recorrido breve por lo que hemos denominado el «giro ecoterritorial», como expresión de los nuevos lenguajes de valoración que atraviesan las luchas socioambientales en el continente. En fin, cerraremos con una referencia a los desafíos que hoy afronta gran parte de las organizaciones sociales y del pensamiento crítico latinoamericano.

Hacia una conceptualización de la nueva fase

En primer lugar, desde el punto de vista económico y social, la demanda de commodities ha originado un importante proceso de reprimarización de las economías latinoamericanas, al acentuar la reorientación de estas hacia actividades primarias extractivas o maquilas, con escaso valor agregado4. Esta dinámica regresiva se ve agravada por el ingreso de potencias emergentes, como es el caso de China, país que de modo acelerado se va imponiendo como un socio desigual en lo que respecta al intercambio comercial con la región5. Asimismo, este proceso de reprimarización viene también acompañado por una tendencia a la pérdida de soberanía alimentaria, hecho ligado a la exportación de alimentos en gran escala cuyo destino es el consumo animal o, de modo creciente, la producción de biocombustibles, lo cual comprende desde la soja hasta los cultivos de palma o los fertilizantes.

En segundo lugar, desde el punto de vista de la lógica de acumulación, el nuevo «Consenso de los Commodities» conlleva la profundización de la dinámica de desposesión6 o despojo de tierras, recursos y territorios y produce nuevas y peligrosas formas de dependencia y dominación. Entre los elementos comunes de esta dinámica podemos destacar la gran escala de los emprendimientos, la tendencia a la monoproducción o la escasa diversificación económica y una lógica de ocupación de los territorios claramente destructiva. En efecto, en función de una mirada productivista y eficientista del desarrollo, se alienta la descalificación de otras lógicas de valorización de los territorios, los cuales son considerados como socialmente vaciables, o lisa y llanamente como «áreas de sacrificio», en aras del progreso selectivo.

No es casual que una parte importante de la literatura crítica de América Latina considere que el resultado de estos procesos es la consolidación de un estilo de desarrollo neoextractivista7, que puede ser definido como aquel patrón de acumulación basado en la sobreexplotación de recursos naturales, en gran parte no renovables, así como en la expansión de las fronteras hacia territorios antes considerados como «improductivos». El neoextractivismo instala una dinámica vertical que irrumpe en los territorios y a su paso va desestructurando economías regionales, destruyendo biodiversidad y profundizando de modo peligroso el proceso de acaparamiento de tierras, al expulsar o desplazar a comunidades rurales, campesinas o indígenas, y violentando procesos de decisión ciudadana.

Así caracterizado, el neoextractivismo desarrollista contempla actividades consideradas tradicionalmente como tales (minería y explotación de hidrocarburos) y aquellas ligadas al nuevo sistema agroalimentario, como los agronegocios o la producción de biocombustibles8. Incluye también aquellos proyectos de infraestructura previstos por la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA),programa consensuado por varios gobiernos latinoamericanos en el año 2000 en materiade transporte (hidrovías, puertos, corredores bioceánicos, entre otros), energía (grandes represas hidroeléctricas) y comunicaciones, cuyo objetivo estratégico es facilitar la extracción y exportación de las materias primas hacia sus puertos de destino.

La escala de los emprendimientos nos advierte también sobre la gran envergadura de las inversiones (se trata de actividades capital-intensivas y no trabajo-intensivas), así como sobre el carácter de los actores involucrados y la concentración económica (grandes corporaciones transnacionales)9. En razón de ello y de modo similar al pasado, este tipo de emprendimientos tiende a consolidar enclaves de exportación asociados a una lógica neocolonial, que generan escasos encadenamientos productivos endógenos, operan una fuerte fragmentación social y regional y van configurando espacios socioproductivos dependientes del mercado internacional. Así, la megaminería a cielo abierto, la expansión de la frontera petrolera y energética (que incluye también la explotación de gas no convencional o shale gas, con la tan cuestionada metodología del fracking), la construcción de grandes represas hidroeléctricas, la expansión de la frontera pesquera y forestal, en fin, la generalización del modelo de agronegocios (soja y biocombustibles), constituyen las figuras emblemáticas del neoextractivismo desarrollista.

Por otro lado, la misma expresión «Consenso de los Commodities»conlleva una carga no solo económica sino también político-ideológica, pues alude a la idea de que existiría un acuerdo –tácito, aunque, con el paso de los años, cada vez más explícito– acerca del carácter irrevocable o irresistible de la actual dinámica extractivista, dada la conjunción entre la creciente demanda global de bienes primarios y las riquezas existentes, potenciada por la visión «eldoradista» de una América Latina como lugar por excelencia de abundantes recursos naturales. Esta conjunción, que en economía adopta el nombre tradicional de «ventajas comparativas»10, ha ido cimentando las bases de una ilusión desarrollista que recorre, más allá de las diferencias y los matices, el conjunto de los países latinoamericanos. De este modo, nos interesa subrayar que, más allá de las diferencias entre los regímenes políticos hoy existentes, el «consenso» sobre el carácter irresistible de la inflexión extractivista terminaría por funcionar como un umbral u horizonte histórico-comprensivo respecto de la producción de alternativas y suturaría así la posibilidad misma de un debate. La aceptación –tácita o explícita– de tal «consenso» contribuye a instalar un nuevo escepticismo o ideología de la resignación que refuerza, en el límite, la «sensatez y razonabilidad» de un capitalismo progresista, al imponer la idea de que no existirían otras alternativas al actual estilo de desarrollo extractivista. En consecuencia, todo discurso crítico u oposición radical terminaría por instalarse en el campo de la antimodernidad o la negación del progreso, o simplemente en el de la irracionalidad y el fundamentalismo ecologista.

Sin embargo, la actual etapa puede leerse tanto en términos de rupturas como de continuidades en relación con el anterior periodo del Consenso de Washington. Ruptura, pues existen elementos importantes de diferenciación respecto de los años 90. Recordemos que el Consenso de Washington colocó en el centro de la agenda la valorización financiera y conllevó una política de ajustes y privatizaciones, lo cual terminó por redefinir el Estado como un agente metarregulador. Asimismo, operó una suerte de homogeneización política en la región, marcada por la identificación o fuerte cercanía con las recetas del neoliberalismo. A diferencia de ello, en la actualidad, el «Consenso de los Commodities» coloca en el centro la implementación masiva de proyectos extractivos orientados a la exportación y establece así un espacio de mayor flexibilidad en cuanto al rol del Estado. Esto permite el despliegue y la coexistencia entre gobiernos progresistas, que han cuestionado el consenso neoliberal en su versión ortodoxa, y aquellos otros gobiernos que continúan profundizando una matriz política conservadora en el marco del neoliberalismo.

Pero también hay continuidades, ya que existen claras líneas de filiación entre los 90 y la actualidad, que remiten a diferentes planos. Por un lado, una de las continuidades se vincula al mantenimiento de las bases normativas y jurídicas que permitieron la actual expansión del modelo extractivista, al garantizar «seguridad jurídica» a los capitales y una alta rentabilidad empresarial. Asimismo, aun en los casos en que el Estado adopta un rol activo (a través de las expropiaciones), durante la etapa de los commodities las nuevas normativas tienden a confirmar la asociación con los capitales transnacionales.

En un plano general, la confirmación de América Latina como una «economía adaptativa» respecto de los diferentes ciclos de acumulación y, por ende, la aceptación del lugar que la región ocupa en la división global del trabajo constituyen uno de los núcleos duros que atraviesan sin solución de continuidad el Consenso de Washington y el «Consenso de los Commodities», más allá de que los gobiernos progresistas enfaticen una retórica industrialista y emancipatoria que reivindica la autonomía económica y la soberanía nacional, y de que postulen la construcción de un espacio político latinoamericano. En nombre de las «ventajas comparativas» o de la pura subordinación al orden geopolítico mundial, según los casos, los gobiernos progresistas, así como aquellos más conservadores, tienden a aceptar como «destino» el nuevo «Consenso de los Commodities», que históricamente ha reservado a América Latina el rol de exportador de naturaleza, minimizando las enormes consecuencias ambientales, los efectos socioeconómicos (los nuevos marcos de la dependencia y la consolidación de enclaves de exportación) y su traducción política (disciplinamiento y formas de coerción sobre la población).

Por último, pese a la tendencia a querer erigirse en «discurso único», el «Consenso de los Commodities» aparece atravesado por una serie de ambivalencias, contradicciones y paradojas, ligadas de manera abierta a la enorme y creciente conflictividad socioambiental que la dinámica extractivista genera, así como también a los múltiples cruces existentes entre dinámica neoliberal, concepción del desarrollo, izquierdas y progresismo populista. En efecto, tradicionalmente, en América Latina, gran parte de las izquierdas y del progresismo populista suelen sostener una visión productivista del desarrollo, que privilegia una lectura en términos de conflicto entre capital y trabajo, y tiende a minimizar o coloca escasa atención en las nuevas luchas sociales concentradas en la defensa del territorio y los bienes comunes. En este marco político-ideológico tan cegado por la visión productivista y tan refractario a los principios del paradigma ambiental, la actual dinámica de desposesión se convierte en un punto ciego, no conceptualizable. Como consecuencia de ello, las problemáticas socioambientales son consideradas como una preocupación secundaria o lisa y llanamente sacrificable, en vistas de los graves problemas de pobreza y exclusión de las sociedades latinoamericanas.

En la visión progresista, el «Consenso de los Commodities» aparece asociado a la acción del Estado como productor y regulador, así como a una batería de políticas sociales dirigidas a los sectores más vulnerables, cuya base misma es la renta extractivista (petróleo, gas y minería). Ciertamente, no es posible desdeñar la recuperación de ciertas herramientas y capacidades institucionales por parte del Estado, que ha vuelto a erigirse en un actor económico relevante y, en ciertos casos, en un agente de redistribución. Sin embargo, en el marco de las teorías de la gobernanza mundial, que tienen por base la consolidación de una nueva institucionalidad a partir de marcos supranacionales o metarreguladores, la tendencia no es precisamente a que el Estado nacional devenga un «megaactor», o a que su intervención garantice cambios de fondo. Al contrario, la hipótesis de máxima apunta al retorno de un Estado moderadamente regulador, capaz de instalarse en un espacio de geometría variable, esto es, en un esquema multiactoral (de complejización de la sociedad civil, ilustrada por movimientos sociales, ONG y otros actores), pero en estrecha asociación con los capitales privados multinacionales, cuyo peso en las economías nacionales es cada vez mayor. Ello coloca límites claros a la acción del Estado nacional, y un umbral inexorable a la propia demanda de democratización de las decisiones colectivas por parte de las comunidades y poblaciones afectadas por los grandes proyectos extractivos.

Tampoco hay que olvidar que el retorno del Estado en sus funciones redistributivas se afianza sobre un tejido social muy vulnerable, lo que fue acentuado por las transformaciones de los años neoliberales, y que las actuales políticas sociales se presentan en muchos casos en continuidad –abierta o solapada– con aquellas políticas compensatorias difundidas en los años 90 mediante las recetas del Banco Mundial (BM). En este contexto, y mal que le pese, el neodesarrollismo progresista comparte con el neodesarrollismo liberal tópicos y marcos comunes, aun si busca establecer notorias diferencias en cuanto a las esferas de democratización.

Los escenarios latinoamericanos más paradójicos del «Consenso de los Commodities» son los que presentan Bolivia y Ecuador. El tema no es menor, dado que ha sido en estos países donde, en el marco de fuertes procesos participativos, se han ido pergeñando nuevos conceptos-horizonte como los de descolonización, Estado plurinacional, autonomías, «buen vivir» y derechos de la naturaleza. Sin embargo, y más allá de la exaltación de la visión de los pueblos originarios en relación con la naturaleza (el «buen vivir»), inscripta en el plano constitucional, en el transcurrir del nuevo siglo y con la consolidación de estos regímenes, otras cuestiones fueron tomando centralidad, vinculadas a la profundización de un neodesarrollismo extractivista.

Sea en el lenguaje crudo de la desposesión (neodesarrollismo liberal) o en aquel que apunta al control del excedente por parte del Estado (neodesarrollismo progresista), el actual estilo de desarrollo se apoya sobre un paradigma extractivista, se nutre de la idea de «oportunidades económicas» o «ventajas comparativas» proporcionadas por el «Consenso de los Commodities», y despliega ciertos imaginarios sociales (sobre la naturaleza y el desarrollo) que desbordan las fronteras político-ideológicas que los años 90 habían erigido. Así, por encima de las diferencias que es posible establecer en términos político-ideológicos y de los matices que podamos hallar, tales posiciones reflejan la tendencia a consolidar un modelo de apropiación y explotación de los bienes comunes que avanza sobre las poblaciones con una lógica vertical (desde arriba hacia abajo), colocando en un gran tembladeral los avances producidos en el campo de la democracia participativa e inaugurando un nuevo ciclo de criminalización y violación de los derechos humanos.

En suma, fuera de toda linealidad, desde esta perspectiva múltiple, el «Consenso de los Commodities» va configurando un espacio de geometría variable en el cual es posible operar una suerte de movimiento dialéctico, que sintetiza las continuidades y rupturas en un nuevo escenario que legítimamente puede caracterizarse como posneoliberal, sin que esto signifique empero la salida del neoliberalismo11.

Territorio y lenguajes de valoración12

Una de las consecuencias de la actual inflexión extractivista ha sido la explosión de conflictos socioambientales que tienen por protagonistas a organizaciones indígenas y campesinas, así como de nuevas formas de movilización y participación ciudadana, centradas en la defensa de los bienes naturales, la biodiversidad y el ambiente.

Entendemos por conflictos socioambientales aquellos ligados al acceso y control de los bienes naturales y el territorio, que suponen, por parte de los actores enfrentados, intereses y valores divergentes en torno de ellos, en un contexto de gran asimetría de poder. Estos conflictos expresan diferentes concepciones sobre el territorio, la naturaleza y el ambiente, al tiempo que van estableciendo una disputa acerca de lo que se entiende por desarrollo y, de manera más general, por democracia. Ciertamente, en la medida en que los múltiples megaproyectos tienden a reconfigurar el territorio en su globalidad, no solo se ponen en jaque las formas económicas y sociales existentes, sino también el alcance mismo de la democracia, pues esos proyectos se imponen sin el consenso de las poblaciones y generan así fuertes divisiones en la sociedad y una espiral de criminalización y represión de las resistencias.

En este contexto, la explosión de conflictos socioambientales ha tenido como correlato aquello que Enrique Leff llamara la «ambientalización de las luchas indígenas y campesinas y la emergencia de un pensamiento ambiental latinoamericano»13. En este entramado también se insertan los nuevos movimientos socioambientales, rurales y urbanos (en pequeñas y medianas localidades), de carácter policlasista, caracterizados por un formato asambleario y una importante demanda de autonomía. Asimismo, juegan un rol no menor ciertas ONG ambientalistas –sobre todo, pequeñas organizaciones, muchas de las cuales combinan la política de lobby con una lógica de movimiento social– y diferentes colectivos culturales, en los cuales abundan intelectuales y expertos, mujeres y jóvenes, que no solo acompañan la acción de organizaciones y movimientos sociales, sino que en muchas ocasiones forman parte de ellos. Esto significa que estos actores deben ser considerados menos como «aliados externos» y mucho más como actores con peso propio en el interior del nuevo entramado organizacional.

En este contexto, lo más novedoso es la articulación entre actores diferentes (movimientos indígenas-campesinos, movimientos socioambientales, ONG ambientalistas, redes de intelectuales y expertos, colectivos culturales), que se traduce en un diálogo de saberes y disciplinas que conduce a la emergencia de un saber experto independiente de los discursos dominantes y a la valorización de saberes locales, muchos de ellos de raíz campesina-indígena. Estos lenguajes de valoración acerca de la territorialidad han ido impulsando la sanción de leyes y normativas, incluso de marcos jurídicos que apuntan a la construcción de una nueva institucionalidad ambiental, en oposición a las actuales políticas públicas de corte extractivista.

En términos generales, y por encima de las marcas específicas (que dependen, en mucho, de los escenarios locales y nacionales), la dinámica de las luchas socioambientales en América Latina da lugar a lo que hemos denominado «giro ecoterritorial», esto es, un lenguaje común que ilustra el cruce innovador entre matriz indígena-comunitaria, defensa del territorio y discurso ambientalista: bienes comunes, soberanía alimentaria, justicia ambiental y «buen vivir» son algunos de los tópicos que expresan este cruce productivo entre matrices diferentes. En este sentido, es posible hablar de la construcción de marcos comunes de la acción colectiva, que funcionan no solo como esquemas de interpretación alternativos, sino como productores de una subjetividad colectiva.

Así, a contrapelo de la visión dominante, los bienes naturales no son comprendidos como commodities, esto es, como pura mercancía, pero tampoco exclusivamente como recursos naturales estratégicos, como apunta a circunscribir el neodesarrollismo progresista. Por encima de las diferencias, uno y otro lenguaje imponen una concepción utilitarista que implica el desconocimiento de otros atributos y valoraciones –que no pueden representarse mediante un precio de mercado, aunque algunos lo tengan–. En contraposición a esta visión, la noción de bienes comunes alude a la necesidad de mantener fuera del mercado aquellos bienes que, por su carácter de patrimonio natural, social o cultural, pertenecen al ámbito de la comunidad y poseen un valor que rebasa cualquier precio14.

Resulta imposible hacer una lista de las redes autoorganizativas, nacionales y regionales de carácter ambiental que hoy existen en América Latina. A título de ejemplo, podemos mencionar la Confederación Nacional de Comunidades Afectadas por la Minería (Conacami), nacida en 1999 en Perú; la Unión de Asambleas Ciudadanas (UAC) surgida en Argentina en 2006, que congrega organizaciones de base que cuestionan la megaminería, el modelo de agronegocios y, de manera más reciente, el fracking; la Asamblea Nacional de Afectados Ambientales (ANAA) de México, creada en 2008 contra la megaminería, las represas hidroeléctricas, la urbanización salvaje y las megagranjas industriales. Entre las redes transnacionalespodemos citar la Coordinadora Andina de Organizaciones Indígenas (CAOI), que desde 2006 agrupa organizaciones de Perú, Bolivia, Colombia y Chile y aboga por la creación de un Tribunal de Delitos Ambientales. Por último, son varios los observatorios consagrados a estos temas, entre ellos, el Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales(OLCA), creado en 1991 y con sede en Chile, y elObservatorio de Conflictos Mineros de América Latina (Ocmal), fundado en 1997 y que articula más de 40 organizaciones, entre las cuales se halla Acción Ecológica de Ecuador.

Entre todas las actividades extractivas, la más cuestionada hoy en América Latina es la minería metalífera a gran escala. En efecto, en la actualidad no hay país latinoamericano con proyectos de minería a gran escala que no tenga conflictos sociales que enfrenten a las empresas mineras y el gobierno contra las comunidades: México, varios países centroamericanos (Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Panamá), Ecuador, Perú, Colombia, Brasil, Argentina y Chile15. Según el Ocmal16, existen actualmente 184 conflictos activos, cinco de ellos transfronterizos, que involucran a 253 comunidades afectadas a lo largo de toda la región. Este contexto de conflictividad contribuye directa o indirectamente a la judicialización de las luchas socioambientales y a la violación de derechos que, en no pocos casos, como en Perú, Panamá y México, ha culminado en asesinatos de activistas17.

En suma, lo que definimos como giro ecoterritorial apunta a la expansión de las fronteras del derecho al tiempo que expresa una disputa societal en torno de lo que se entiende o debe entenderse por «verdadero desarrollo» o «desarrollo alternativo», «sustentabilidad débil o fuerte». Al mismo tiempo, coloca en debate conceptos tales como los de soberanía, democracia y derechos humanos: en efecto, sea en un lenguaje de defensa del territorio y los bienes comunes, de los derechos humanos, de los derechos colectivos de los pueblos originarios, de los derechos de la naturaleza o del «buen vivir», la demanda de las poblaciones se inscribe en el horizonte de una democracia radical, que incluye la democratización de las decisiones colectivas y, más aún, del derecho de los pueblos a decir «no» frente a proyectos que afectan fuertemente las condiciones de vida de los sectores más vulnerables y comprometen el porvenir de las futuras generaciones.

Los desafíos para las organizaciones y el pensamiento crítico

El actual proceso de construcción de territorialidad tiene lugar en un espacio complejo, en el cual se entrecruzan lógicas de acción y racionalidades portadoras de valoraciones diferentes. De modo esquemático, puede afirmarse que existen diferentes lógicas de territorialidad, según nos refiramos a los grandes actores económicos (corporaciones, elites económicas), a los Estados (en sus diversos niveles) o a los diferentes actores sociales organizados o intervinientes en el conflicto. Las lógicas territoriales de las corporaciones y las elites económicas se enmarcan en un paradigma economicista, el de la producción de commodities, que señala la importancia de transformar los espacios donde se encuentran los bienes naturales en territorios eficientes y productivos. Por su parte, la lógica estatal, en sus diversos niveles, suele insertarse en un espacio de geometría variable, que apunta a articular una visión de los bienes naturales como commodities y, al mismo tiempo, como recursos naturales estratégicos (una visión ligada al control estatal de la renta extractivista), eludiendo toda consideración que incluya, como proponen movimientos sociales, organizaciones indígenas e intelectuales críticos, una perspectiva en términos de bienes comunes.

Dicho esto, es necesario reconocer la existencia de diferentes obstáculos, vinculados a las dificultades propias de los movimientos y espacios de resistencia, atravesados a veces por demandas contradictorias, así como por la persistencia de determinados imaginarios sociales en torno del desarrollo. Así, una de las dificultades aparece reflejada en la persistencia de una mirada «eldoradista» sobre los bienes naturales, que se encuentra extendida incluso en comunidades indígenas y determinadas organizaciones sociales18. Otro de los problemas existentes es la desconexión entre las redes y organizaciones que luchan contra el extractivismo, más ligadas al ámbito rural y a las pequeñas localidades, y los sindicatos urbanos, que representan a importantes sectores de la sociedad y que en varios países (México, Argentina, Brasil, entre otros) tienen un fuerte protagonismo social. La falta de puentes entre estos movimientos es casi total, y ello reenvía también a la presencia de un fuerte imaginario desarrollista en los trabajadores de las grandes ciudades, generalmente ajenos a las problemáticas ambientales de las pequeñas y medianas localidades. En todo caso, la lejanía respecto de los grandes nodos urbanos ha contribuido a reforzar las fronteras entre campo y ciudad, entre la sierra, la selva y la costa, como en Perú y Colombia; o entre las pequeñas localidades y las grandes ciudades, como en Argentina, en la medida en que estos megaproyectos (mineras, agronegocios, represas, fracking, entre otros) solo afectan de manera indirecta a las ciudades. Esto se ve reforzado por los procesos de fragmentación territorial, producto de la implementación de proyectos extractivistas y de la consolidación de enclaves de exportación.

En este escenario, el avance del extractivismo es muy vertiginoso, y en no pocos casos las luchas se insertan en un espacio de tendencias contradictorias, que ilustran la complementariedad entre izquierdas tradicionales, lenguaje progresista y modelo extractivista. Pese a ello, la colisión entre, por un lado, gobiernos latinoamericanos y, por el otro, movimientos y redes socioambientales contestatarios en torno a la política extractiva no ha cesado de acentuarse. Asimismo, la criminalización y la sucesión de graves hechos de represión se han incrementado notoriamente y ya recorren un amplio arco de países, desde México y Centroamérica hasta Perú, Colombia, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Chile y Argentina. En este marco de fuerte conflictividad, la disputa por el modelo de desarrollo deviene entonces en el verdadero punto de bifurcación de la época actual.

Por otro lado, no es menos cierto que el «Consenso de los Commodities» abrió una brecha, una herida profunda en el pensamiento crítico latinoamericano, que en la década de 1990 mostraba rasgos mucho más aglutinantes frente al carácter monopólico del neoliberalismo como usina ideológica. Así, el presente latinoamericano refleja diversas tendencias políticas e intelectuales, entre aquellos posicionamientos que proponen un capitalismo «sensato y razonable», capaz de aunar extractivismo y progresismo, y posicionamientos críticos que cuestionan abiertamente el modelo de desarrollo extractivista hegemónico.

En un contexto de retorno del concepto de desarrollo como gran relato, y en sintonía con los cuestionamientos propios de las corrientes indigenistas, el campo del pensamiento crítico ha retomado la noción de «post-desarrollo» (elaborada por Arturo Escobar19), así como elementos propios de una concepción «fuerte» de la sustentabilidad. En esta línea, la perspectiva del post-desarrollo ha venido promoviendo valoraciones de la naturaleza que provienen de otros registros y cosmovisiones (pueblos originarios, perspectiva ambientalista, ecocomunitaria, ecofeminista, decoloniales, movimientos ecoterritoriales, entre otros). Así, el pensamiento post-desarrollista se asienta hoy sobre tres ejes-desafíos fundamentales: el primero, el de pensar y establecer una agenda de transición hacia el post-extractivismo. En razón de ello, en varios países de América Latina ha comenzado a debatirse sobre las alternativas al extractivismo y la necesidad de elaborar hipótesis de transición, desde una matriz de escenarios de intervención multidimensional20. Una de las propuestas más interesantes y exhaustivas ha sido elaborada por el Centro Latinoamericano de Ecología Social (CLAES), bajo la dirección del uruguayo Eduardo Gudynas21, y plantea que la transición requiere de un conjunto de políticas públicas que permitan pensar de manera diferente la articulación entre cuestión ambiental y cuestión social.

Asimismo, Gudynas considera que un conjunto de «alternativas» dentro del desarrollo convencional sería insuficiente frente al extractivismo, con lo cual es necesario pensar y elaborar «alternativas al desarrollo». Por último, subraya que se trata de una discusión que debe ser encarada en términos regionales y en un horizonte estratégico de cambio, en el orden de aquello que los pueblos originarios han denominado «buen vivir». En un interesante ejercicio para el caso peruano, los economistas Pedro Francke y Vicente Sotelo22 demostraron la viabilidad de una transición al post-extractivismo a través de la conjunción de dos medidas: reforma tributaria (mayores impuestos a las actividades extractivas o impuestos a las sobreganancias mineras) para lograr una mayor recaudación fiscal, y una moratoria minera-petrolera-gasífera, respecto de los proyectos iniciados entre 2007 y 2011.

El segundo eje se refiere a la necesidad de indagar a escala local y regional en las experiencias exitosas de alterdesarrollo. En efecto, es sabido que, en el campo de la economía social, comunitaria y solidaria latinoamericana existe todo un abanico de posibilidades y experiencias que es necesario explorar. Pero ello implica una previa y necesaria tarea de valoración de esas otras economías, así como una planificación estratégica que apunte a potenciar las economías locales alternativas (agroecología, economía social, entre otras), que recorren de modo disperso el continente. Por último, también exige contar con mayor protagonismo popular, así como una mayor intervención del Estado (por fuera de todo objetivo o pretensión de tutela política).

El tercer gran desafío es avanzar en una idea de transformación que diseñe un «horizonte de deseabilidad», en términos de estilos y calidad de vida. Gran parte de la pregnancia de la noción de desarrollo se debe al hecho de que los patrones de consumo asociados al modelo hegemónico permean al conjunto de la población. Nos referimos a imaginarios culturales que se nutren tanto de la idea convencional de progreso como de aquello que debe ser entendido como «calidad de vida». Más claro: hoy, la definición de qué es una «vida mejor» aparece asociada a la demanda por la «democratización» del consumo, antes que a la necesidad de llevar a cabo un cambio cultural respecto del consumo y la relación con el ambiente, en función de una teoría diferente de las necesidades sociales.

En fin, son numerosos los desafíos, paradojas y ambivalencias que hoy afronta el pensamiento post-desarrollista, vinculado tanto al proceso de ambientalización de las luchas sociales como, de manera más precisa, a las vertientes más radicales del pensamiento crítico. No obstante, la discusión sobre el post-extractivismo se ha abierto, y muy probablemente este sea uno de los grandes debates no solo en el pensamiento latinoamericano del siglo XXI, sino también para el conjunto de nuestras sociedades.

Nueva Sociedad
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