Evo Morales: inclusión y personalismo

La socióloga Maristella Svampa sostiene que Morales llevó democracia y pluralismo a un país elitista y racista pero que cedió ante el afán reeleccionista y ante un modelo de dominación más tradicional.

Resulta difícil escribir sobre Bolivia y el sorpresivo final del gobierno de Evo Morales. No solo por el inmenso dolor que produce el escenario de violencia y confusión política que se está viviendo, sino también por los crispados debates que surcan la interpretación de estos hechos, algunos apenas consumados y otros todavía en proceso. Ante ello, quisiera avanzar en un par de reflexiones.

La primera refiere a las características del gobierno de Evo Morales, que arrancó en 2006. Nacido de las entrañas de los movimientos sociales, este significó por primera vez el ascenso de un presidente campesino-indígena, en uno de los países más pobres de la región. Evo Morales tuvo muchos logros: redujo la pobreza, aumentó el consumo, fortaleció el Estado, supo captar la renta extraordinaria de sus commodities y, sobre todo, transformó a un país elitista y racista, gobernado por unas veinte familias, en un país más plural y democrático.

Como todos los populismos, fue democratizador e incluyente, pero al mismo tiempo reforzó los elementos corporativos preexistentes. Al calor del proceso de personalización del poder y la tentación creciente del cierre de los canales de pluralismo, el gobierno fue derivando en un modelo de dominación más tradicional. Con los años, aquellas promesas de defensa de la Pachamama y creación del Estado Plurinacional se fueron diluyendo, como por ejemplo el caso del conflicto en el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure –TIPNIS– área protegida de Bolivia, en 2011, por la carretera, que fue un parteaguas. Al mismo tiempo el oficialismo generó una división en el frente indigenista y campesino.

Pero el mayor punto ciego de Evo Morales fue el afán reeleccionista. Ya en 2016, al dejar de lado el resultado del referéndum que le negaba la posibilidad de volver a presentarse como candidato presidencial, Evo se disparó un tiro en el pie. En las elecciones del 20 de octubre pasado, la denuncia de irregularidades y manipulación, reportados no solo por la auditoria de la OEA, sino también por aquella contratada por el Órgano electoral y otra de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), fueron claras al respecto. Ahí, nuevamente, el gobierno reforzó el discurso negacionista y desestimó el rechazo creciente de vastos sectores sociales.

La segunda reflexión refiere a las fuerzas sociales movilizadas. Ciertamente, los sectores que salieron a la calle a recusar los resultados de las elecciones son heterogéneos, desde clases medias urbanas, que apoyan al opositor Carlos Mesa, hasta organizaciones indígenas y sectores críticos de izquierda. Aunque diversa en sus orígenes, la insurrección pasó a ser comandada cada vez más por un nuevo liderazgo de extrema derecha encarnado por Luis Fernando Camacho, presidente del Comité Cívico de Santa Cruz, en alianza con la policía. Sucedió entonces lo inesperado. Gracias a los errores y abusos del oficialismo, cuyo triunfo electoral era sospechado por justas razones, sectores abiertamente antidemocráticos y racistas, se apropiaron del discurso de “defensa de la democracia”. La salida insurreccional se fue configurando así en un golpe de Estado, una “contrarrevolución”, para decirlo en los términos de los periodistas Pablo Stefanoni y Fernando Molina, lo que dejó a Bolivia más polarizada que nunca y al borde de la guerra civil.

El derrocamiento de un gobierno democrático en Bolivia abre a una serie de interrogantes sobre el escenario político actual. La primera refiere a lo sucedido con los progresismos realmente existentes en América Latina, cuyo balance –ambivalente y desigual, según los países– todavía es objeto de grandes disputas. La crítica y autocrítica es hoy más necesaria que nunca, al calor de lo que sucede en Bolivia y otros países también (Argentina, Brasil, Chile, Ecuador, entre otros).

Segundo, lo novedoso en América Latina es la fragilidad del escenario político emergente, que viene acompañado por la amenaza de un backlash, de una reacción virulenta en contra de la expansión de derechos, capaz de desplegarse de modo muy rápido a través de peligrosas cadenas de equivalencia, que engarza tanto con las derechas tradicionalistas como con los fundamentalismos religiosos. Hay que registrar también la rapidez con la que se producen las transformaciones políticas. No sólo los tiempos políticos en el mundo se aceleraron, sino que en su vertiginosidad amenazan con mutaciones bruscas y violentas, de carácter irreversible, a imagen y semejanza de la crisis climática actual. En Brasil, esto encontró una sorpresiva traducción electoral con Jair Bolsonaro. En Bolivia, la conjunción explosiva entre un populismo democratizador, pero ciego, y un revanchismo racista, abre las puertas a una figura tenebrosa de la extrema derecha y con pretensiones fundamentalistas, como Camacho. La situación parece reeditar en clave andina un revanchismo que los argentinos conocimos muy bien en 1955, e ir todavía más allá, ante la posibilidad de que la Biblia reemplace a la Whipala (bandera cuadrangular de siete colores utilizada por algunas etnias de la cordillera de los Andes)… Ojalá no sea el caso de Bolivia y que las fuerzas plurales y democráticas con las que cuenta esa sociedad –más allá del Estado y más allá de la derecha hoy empoderada– se abran paso y puedan hacer historia nuevamente.

Revista Ñ
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