Fronteras de los derechos

La puesta en marcha del llamado Plan de Protección Integral de los Barrios, que comenzó en noviembre de 2003 con la ocupación de tres grandes villas del conurbano bonaerense y que pretende extenderse ahora a otras diez, merece un cuidadoso tratamiento crítico. En esta dirección, nos interesa señalar algunos puntos y plantear ciertas preguntas, sólo como un modo de dar inicio a un debate que merece darse.
Ante todo, convendría llamar la atención sobre lo inaceptable que resulta categorizar a las poblaciones pobres como “clases peligrosas”, distinguiéndolas del resto de la sociedad y señalando sus núcleos habitacionales como mera fuente del delito. La literatura sociológica ha tratado demasiado bien el problema de la estigmatización de ciertos grupos o sectores de la sociedad como para que hagamos ojos ciegos. En este sentido, inundar un barrio carenciado de fuerzas armadas implica proclamar en público que todos aquellos que se internan en dichas áreas son sujetos sospechosos de los cuales el Estado debe cuidarnos. Por otro lado, merece que reflexionemos sobre el impacto de medidas tales sobre la psicología de los habitantes de las villas, por más que algunos pretendan considerar estas preocupaciones como “lujos” de los que no tiene sentido ocuparse, y otros las descalifiquen amparándose cínicamente en el “consentimiento de las víctimas”. Frente a tales escépticos, valdría la pena que nos detengamos a pensar sobre lo que significa ser considerado oficialmente objeto de prevención y temor, alguien con quien sólo merece dialogarse con las armas en la mano. Convendría pensar, también, en el modo en que cualquiera de “nosotros” reaccionaría si se militarizase el barrio en donde vive, y en la vergüenza que sentiría cuando “los demás” lo vieran entrar en esas zonas frente a las cuales el mundo exterior se horroriza y reclama protección.
Finalmente, aparece la cuestión jurídica. El derecho se ocupa de los pobres como problema y no, tal como debiera ser, como privilegiados sujetos de derecho, es decir, como sujetos con reclamos especiales y urgentes, y derechos esencialmente frágiles. En este caso, como en tantos otros referidos al mismo sector social, el derecho avanza sus pretensiones bestialmente, sin cuidado por los derechos que va derribando en su camino. Inocentemente, entonces, cabría preguntarse cómo queda posicionada la esmerada protección que la Constitución le asigna al derecho a la privacidad, frente a las crecientes facultades que se les reconocen a las autoridades policiales. ¿O será que los pobres carecen de vida privada? Del mismo modo, cabría preguntarse sobre el significado del artículo 18 de la Constitución y su defensa de nuestro domicilio, nuestros papeles privados, nuestros efectos personales. Tendría sentido también reflexionar sobre el modo (muy negativo, según lo ha interpretado la jurisprudencia dominante) en que el mismo texto reacciona frente al posible “allanamiento y ocupación” del lugar en donde vivimos. ¿O será tal vez que los allanamientos y ocupaciones se tornan irrazonables sólo cuando afectan a viviendas ligeramente más parecidas a las “nuestras”?
En definitiva, lo novedoso de este plan no es tanto la correlación que establece entre inseguridad, delito y pobreza, y que existe desde antes de su llegada, como las nuevas fronteras políticas y jurídicas que su puesta en marcha implica. En el límite, la emergencia de estas nuevas fronteras abre las puertas a la posibilidad de que, en nombre de la conservación del orden social, se instituyan zonas despojadas de derecho, en donde la autoestima o el respeto colectivo no cuentan, y en donde vuelve a primar una pura lógica de acción policial.

Por Maristella Svampa y Roberto Gargarella

Publicado en Página/12