La violencia política estatal y sus umbrales

El kirchnerismo siempre ha dicho que no reprime la protesta social. Pero los hechos muestran que, en los últimos años, ese mandato es en realidad una construcción política mistificadora, una pieza macabra dentro del relato oficial.

¿Cuál es el umbral de violencia política estatal que la sociedad argentina está dispuesta a soportar? ¿Cuántas marcas de violencia y sufrimiento, cuántos atropellos y evidencias se requieren para dar visibilidad y colocar en la agenda pública un fenómeno que se aloja en el corazón de los llamados “nuevos modelos de desarrollo”, promovidos de modo enfático desde políticas estatales? O para dar vuelta la frase, ¿cuántos muertos más, campesinos e indígenas, que defienden sus territorios y sus formas de vida, se requieren para hablar abiertamente de violencia política estatal?

Sabemos que el umbral de violencia política capaz de tolerar una sociedad es siempre una construcción social y cultural, muy ligada a los ciclos de su historia nacional y a sus devenires traumáticos. Por caso, el límite tolerado no es el mismo en la sociedad argentina que en la chilena, aun si ambos países conocieron una dictadura militar criminal. Tampoco el nuestro puede ser comparado a los casos de Colombia, México o Brasil, país este último que hoy conoce fuertes movilizaciones sociales.

En la Argentina, el gran trauma social producido por la dictadura militar impactó sobre el modo como la sociedad procesa, comprende y tolera la violencia política ejercida desde el aparato represivo estatal. Este es uno de los grandes legados de las organizaciones defensoras de derechos humanos, resumido en la fórmula “nunca más”, que con el correr de los años apuntaló un cierto consenso respecto de los límites de la violencia política desde arriba, a saber, el rechazo a toda forma de terrorismo de Estado y de la alternativa del asesinato o exterminio político de los ciudadanos (“No matarás”).

En este contexto, la muerte violenta, el asesinato político, cuando se hace ostensiblemente visible, señala un límite, una voz de alerta que renueva el compromiso de la sociedad argentina, vía la movilización y el rechazo, con el “nunca más”. Vale la pena recordar que hace unos días se cumplió un nuevo aniversario de la grave represión del 26 de junio de 2002. Once años atrás, por primera vez en democracia, se realizó un operativo en la cual participaron el conjunto de las fuerzas represivas, desde fuerzas federales –Gendarmería, Prefectura y Policía Federal– hasta la Policía Bonaerense, bajo un mando único, para enfrentar la protesta social. Más de 2 mil efectivos fueron desplegados en diferentes accesos a la Capital Federal, ahí donde se habían anunciado bloqueos, como parte de un plan de lucha de las organizaciones de desocupados. Pero se sabe que ni bien las columnas piqueteras llegaron al Puente Pueyrredón, las fuerzas represivas iniciaron una feroz cacería que desembocó en el asesinato de dos jóvenes militantes, Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, setenta heridos y más de 200 detenidos. A diferencia de la represión generalizada llevada a cabo por el gobierno de De la Rúa el 19 y 20 de diciembre de 2001 –que le costó su destitución–, ésta fue una represión selectiva y planificada, con un blanco muy claro: los piqueteros, la “población sobrante” en el marco de una sociedad excluyente, que de modo acelerado se había convertido en el actor central de la protesta social. Asimismo, la represión del Puente Pueyrredón no podría comprenderse sino en relación con aquellas históricas jornadas de diciembre de 2001, que liberaron una enorme energía social contestataria, capaz de desafiar al poder.

La historia es conocida: el gobierno de Duhalde acusó a los piqueteros de matarse entre sí, pero sólo veinticuatro horas después las imágenes tomadas por el fotógrafo Pepe Mateos evidenciaron la culpabilidad de las fuerzas represivas. Fue entonces que la sociedad argentina reaccionó en bloque, viendo en esa represión selectiva una actualización de metodologías de aniquilamiento, propias de los años del terrorismo de Estado. Duhalde se vio obligado a llamar a elecciones y dar un paso al costado. Así, frente a este hecho criminal, la sociedad argentina mostró el potencial movilizador y solidario que posee la memoria de la gran represión, reafirmando el compromiso con el “nunca más”. Algo similar sucedió cuando se produjeron los asesinatos de otros dos militantes, Carlos Fuentealba, docente, allá en Neuquén, en 2006, y Mariano Ferreyra, militante del Partido Obrero, en 2010.

La parábola K. Desde sus inicios, el kirchnerismo buscó hacerse eco de esta representación social –el rechazo a la represión abierta y selectiva contra militantes sociales o políticos–, retomando y apropiándose del paradigma de los derechos humanos. Más aún, casi como una parábola, Néstor Kirchner nació a nivel nacional con el asesinato de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, y se fue, de modo inesperado, una semana después del asesinato de Mariano Ferreyra a manos de la burocracia sindical, socia del propio Gobierno nacional. La leyenda cuenta que el ex presidente quedó muy impresionado por este crimen político, que una vez más tenía por víctima a un joven militante. Pero, más allá de esto, hace años que el mandato “no reprimirás la protesta social” que esgrime el oficialismo, así como el supuesto umbral de tolerancia basado en el “nunca más”, resultan ser una construcción política mistificadora, más aún, una pieza macabra dentro del relato oficial y no un dato de la realidad social.

Por un lado, es cierto que la reacción social frente a los asesinatos de M. Kosteki y D. Santillán colocó un límite –temporario– a la violencia estatal, pero también señaló la búsqueda de nuevas vías para el control de la protesta social, a fin de evitar el repudio social. Además, la realidad institucional del país cambió. Ya no estamos frente a un gobierno débil, sumergido en una grave crisis económica y social, sino frente a una gestión que desde hace una década se arroga potestad y monopolio sobre el discurso mismo del “nunca más”.

Por otro lado, después de lo ocurrido en 2001 y 2002, quedaba claro que cualquier ensayo abierto de aniquilamiento selectivo debía evitar la visibilidad inmediata o la centralidad geográfica. Así, salvo excepciones, como las ya mencionadas (Fuentealba y Ferreyra) y los tres asesinatos en el Parque Indoamericano, ocurridos en diciembre de 2010, la política de supresión física se fue deslizando hacia las provincias y sus márgenes, donde fueron arrinconadas las poblaciones indígenas y campesinas, cuyas tierras hoy aparecen valorizadas por el capital. Así son los corsi e ricorsi de la historia: las nuevas formas de acumulación, a través de la acelerada expansión de la frontera sojera y minera, los emprendimientos turísticos y residenciales, el acaparamiento de tierras y la especulación inmobiliaria, pronto la explotación de hidrocarburos no convencionales, vuelven a tener como contracara la desposesión, también acelerada, de tierras, bienes naturales y territorios y, por ende, el despojo violento de derechos individuales y colectivos.

Según un informe realizado en 2012 por el Encuentro Memoria, Verdad y Justicia, la judicialización de la protesta social se extendió y hoy son más de 4 mil las causas penales, con un pico registrado entre 2009 y 2010, que cubre un arco amplio de sectores movilizados. Sindicatos y pueblos originarios –pese a que estos últimos representan un sector cuantitativamente menor – están a la cabeza, casi igualados, con más del 31% cada uno, de acuerdo con el estudio realizado sobre 2.238 casos. Asimismo, los cambios indican un creciente proceso de tercerización de la represión (policías provinciales, con grupos de choque, sicarios impulsados por propietarios sojeros y latifundistas).

Sólo en los últimos cinco años hubo doce asesinatos y muertes dudosas de indígenas y campesinos, varias de ellas catalogadas como “accidentes” por las autoridades. Esas “emanaciones de la muerte difusa”, como escribe nuestra colega Mirta Antonelli, sistemáticamente negadas desde el poder, “nos interroga sobre el horizonte mismo de los derechos humanos”. El caso más emblemático es el de los pueblos quom, de la comunidad Primavera, cuyo dirigente, Félix Díaz, ignorado por el poder político nacional, hostigado hasta el ensañamiento por el gobierno formoseño, fue recibido hace poco en Roma por el nuevo jefe de la Iglesia Católica.

La mutación. Estamos ante un nuevo ciclo de violación de derechos humanos individuales y colectivos. Las formas de la violencia política fueron mutando: incentivados y promovidos por políticas públicas nacionales, los modelos de (mal)desarrollo van segando el camino y los territorios de nuevos cuerpos sacrificables. Desde la lógica de esos modelos excluyentes, ya no son los desocupados la “población sobrante” (para ellos el poder prevé planes sociales masivos), sino otros cuerpos y comunidades, indígenas y campesinos, víctimas del racismo endémico, que hoy devienen un obstáculo, una piedra en el camino frente a la imperiosa expansión del capital.

Así, a menos que aceptemos los esquemas binarios de los voceros mediáticos del Gobierno, capaces de sobrepasar cualquier umbral ético (como el de llevar a la televisión a un representante mapuche, no reconocido por la comunidad mapuche neuquina, con tal de deslegitimar al líder quom Felix Díaz); que creamos en la materialidad instantánea de los grandes gestos simbólicos (el traslado de la estatua de Colón) o persistamos en blindar la mirada, como tantos intelectuales oficialistas que continúan entrampados en un diagnóstico serial (la “acción destituyente”), estamos obligados a alertar y reflexionar sobre el peligroso deslizamiento hacia nuevos umbrales de violencia política, sobre la responsabilidad del Gobierno nacional (y no sólo de los gobiernos provinciales), sobre sus alianzas económicas y sus políticas públicas.

Es hora de relativizar los “triunfos de la memoria”. La realidad social nos está advirtiendo que los umbrales de violencia política, siempre precarios y móviles, han transpuesto y amplían peligrosamente aquellos límites pensados desde el “nunca más”.
*Socióloga y escritora, miembro de Plataforma 2012.

 

 

El informe Anaya de la ONU

Todas las provincias del norte argentino y de la región patagónica viven una realidad de exclusión y racismo, que cae sobre los cuerpos siempre sacrificables de pueblos originarios y se extiende a las organizaciones campesinas. Basta con recorrer el informe presentado en 2012 por James Anaya, el relator especial de las Naciones Unidas, sobre los pueblos indígenas en Argentina, para advertir la gravedad de la situación: las conclusiones subrayan el impacto ambiental y cultural, la falta de cumplimiento del convenio 169 de la OIT (que exige la consulta previa, libre e informada ante cualquier proyecto extractivo en territorios indígenas); el incumplimiento de la Ley 26.160, que ordena relevar los territorios indígenas y suspende los desalojos (los cuales continúan y de modo violento); la dificultad en el acceso a la Justicia, lo cual se traduce por el fallo sistemático de los tribunales provinciales a favor de las corporaciones transnacionales y de los grandes propietarios privados; en fin, la criminalización y represión de la protesta.

Sólo contabilizar las denuncias recogidas por Anaya genera escalofríos. Por hacer una mención incompleta: hay veinte comunidades con conflictos en Neuquén, vinculados a la explotación petrolera y minera; 23 sobre 24 reclamos en Río Negro están ligados al problema de tierras, a latifundistas, al impacto ambiental y la minería; de 15 en Formosa, diez están vinculados al reclamo de tierras y a la criminalización; de 56 reclamos de pueblos originarios en Jujuy, 47 están ligados al problema de tierras, el impacto ambiental y la falta de consulta a las comunidades relacionadas con la minería (sobre todo, el litio); de cincuenta reclamos en la provincia de Salta, 42 están ligados a conflictos por la tierra, la persecución, la criminalización, el impacto ambiental, la falta de consulta…

http://www.perfil.com/elobservador/La-violencia-politica-estatal-y-sus-umbrales-20130707-0052.html

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