Entrevista en diario La Capital, de Santa Fe, 18/12/2011

Por Marcos Cicchirillo / La Capital

La descomposición económica y social que terminó por estallar en el diciembre trágico de 2001 parió al mismo tiempo hijos, una generación, de esa tan aciaga Argentina. Procesos, fracturas y reflexiones que una intelectual como la socióloga y científica del Conicet Maristella Svampa ya venía describiendo en sus estudios durante los 90, cuando auscultaba los movimientos como los piqueteros y los surgimientos de los los barrios privados, dinámicas que revisita constantemente, como en el lúcido ensayo, publicado en 2005, “La sociedad excluyente”.

   A diez años del diciembre negro, en una entrevista con La Capital, Svampa repasa antecedentes, acontecimientos y comparte su análisis no sólo sobre esos días sino dónde están parados hoy los distintos sectores: movimientos sociales y clase media en un proceso posterior signado por el kirchnerismo como principal actor político.

   —Desde los movimientos sociales y sindicales ¿cuándo se empieza a gestar el 2001? ¿cuáles fueron los antecedentes?

   —La rebelión de 2001 tiene tanto de acontecimiento como de acumulación de procesos. Como acontecimiento, fue un hecho novedoso y disrruptivo, que abrió a nuevos ámbitos de la política, pensada desde abajo, desde la recomposición colectiva de los lazos sociales. Como diría Boaventura de Sousa Santos, abrió a la posibilidad de pensar la política como “demodiversidad”. En términos de acumulación, reenviaba a una serie de experiencias, muchas de ellos nacidas en las provincias, entre las cuales, desde mi punto de vista se destacan la agrupación “Hijos” y las organizaciones piqueteras, que aportaron otros lenguajes movilizaciones y nuevo protagonismo social.

   —A diez años, ¿cuál es el rol que le asigna a la denominada clase media entonces y después?

   —Las clases medias movilizadas encontraron sobre todo en las asambleas barriales y en los colectivos culturales la posibilidad de redefinirse identitariamente, desde la acción política y los lazos de solidaridad con otros sectores sociales, sobre todo los más vulnerables y excluidos (fábricas recuperadas, cartoneros, piqueteros). Sin embargo, estos puentes fueron insuficientes en el proceso de consolidación de lazos. La crisis siempre son portadoras de demandas ambivalentes, y junto a la demanda de cambio y movilización, había también una demanda de orden y normalidad. Desde 2003 en adelante triunfó la demanda de normalidad, y eso se tradujo en una nueva desmovilización de los sectores medios y un cierre progresivo de esos espacios de cruce con los sectores sociales excluidos.

   —¿Existe una militancia social y sindical “hija del 2001”?

   —Absolutamente. Yo la llamo la “generación de 2001”. Este nuevo ethos militante, anclado en el activismo asambleario y territorial, se difundió en diferentes espacios organizacionales, entre ellos, en los numerosos colectivos culturales que comenzaron a desplegarse en el campo de video-activismo, el periodismo alternativo, la educación popular, entre otros. Esto generó una dialéctica política y territorial diferente: mientras la nueva militancia —sobre todo de clase media— marchaba del centro a la periferia, para tejer lazos con los sectores excluidos; los propios excluidos (entre ellos, los piqueteros), marchaban de la periferia al centro. Esta nueva generación se expresó incluso en el sindicalismo de base, que comenzó a manifestarse a partir de 2003/2004, con el mejoramiento de los índices económicos, y en el marco de la profundización de la precariedad. Surgían así nuevas camadas de jóvenes delegados sindicales que luego de tantos años de descreimiento, revalorizaban la acción gremial como herramienta de lucha. También se hizo presente en las nuevas asambleas de vecinos contra la megaminería a cielo abierto. No olvidemos que, la primera de ellas, en Esquel (Chubut), nació en 2002, en pleno fervor asambleario. A partir de 2004, las asambleas ciudadanas se fueron multiplicando en quince provincias, amenazadas por la expansión vertiginosa de la minería trasnacional. No es exagerado afirmar que estas asambleas, de carácter policlasista, pero con un importante protagonismo de las clases medias, son las fieles herederas de ese ethos militante forjado en 2001.

   —¿El efecto “K” en las etapas 2003, 2008 y 2010?

   —Lo que podemos decir es que el arribo de Néstor Kirchner en 2003 reconfiguró el espacio político, mostrando una vez más la productividad política del peronismo. Los ejes de su acción fueron la defensa de los derechos humanos (en relación a lo ocurrido en los 70) como política de Estado y el latinoamericanismo. Hay también, desde los inicios, una modesta actualización de la tradición populista, que interpeló a una parte importante de los sectores movilizados. En 2008, el kirchnerismo opera otro giro, a partir del conflicto con las patronales agrarias, actualizando de pleno el legado nacional-popular, a través de la asunción de esquemas binarios de lectura (pueblo vs. oligarquía), que funcionarían de ahí en más como estructuras de inteligibilidad global, como “gran relato”. Se operó así una refundación del kirchnerismo, que encuentra profundización, primero, con el debate por la ley de medios audiovisuales y luego, con la muerte inesperada de Néstor Kirchner. No es casual que desde este lugar, desde el cual se construyó una nueva hegemonía social, reutilice todos los íconos del peronismo en su fase populista. Igualmente, no hay que tomar esta actualización de lo nacional-popular en sentido literal. El kirchnerismo está lejos de ser puro progresismo; su tendencia es la de consolidar una hegemonía poco abierta al disenso y cerrada a la posibilidad de abrir procesos instituyentes, como sucede en otros países (Ecuador, Bolivia y Venezuela) de la mano de reformas constitucionales, lo cual generó amplios procesos participativos. Su modelo es el tradicionalmente coronado por el peronismo: el de la participación tutelada desde el Estado.

   —Usted señala hace tiempo que el actual “modelo progresista” tiene otra cara y dice que el “Nunca más” está frente a un nuevo tembladeral. ¿Qué la lleva a reflexionar que nos encontramos en este punto en materia de derechos humanos?

   —Lo que señalo, además de las insuficiencias propias del kirchnerismo como modelo político progresista (concentración del poder, alianzas con sectores conservadores y autoritarios del peronismo), es su coexistencia con una dinámica de desposesión, ligada a la implementación de modelos de desarrollo excluyentes. Los agronegocios, la megaminería a cielo abierto, ciertos megaemprendimientos (residenciales y turísticos), conllevan un acaparamiento de tierras y una tendencia a la aniquilación de otras formas de vida en los territorios. Eso abrió a una nueva etapa de violación de los derechos humanos, visible en la criminalización y asesinatos, sobre todo de miembros de comunidades campesinas e indígenas. Aunque el gobierno nacional quiere despegarse de toda responsabilidad, señalando a los gobernadores como responsables, estos modelos de maldesarrollo son política de Estado. •