Reseña de Donde Están enterrados nuestros muertos, El País, Uruguay, 26/10/2012

http://www.elpais.com.uy/suplemento/cultural/la-hora-de-los-pueblos-chicos/cultural_671269_121026.html

NOVELA DE MARISTELLA SVAMPA
La hora de los pueblos chicos

Soledad Platero

EN CINCO CRUCES, un pueblo perdido en la ventosa meseta patagónica, una mujer acaba de perder a su hijo. Lo mató una camioneta a la entrada del pueblo, en ese punto en el que la intendencia nunca mandó construir una rotonda a pesar de que el lugar se fue haciendo conocido como el “kilómetro de la muerte”.

La historia de Rosana, una empleada doméstica de 45 años decidida a hacer justicia, es el hilo central de Donde están enterrados nuestros muertos, de Maristella Svampa, una “intelectual con doble registro”, como dice la solapa del libro, que se ha hecho conocida en Argentina por su actividad académica, intelectual y política en torno a diversos asuntos. Integrante del grupo Plataforma 2012, Svampa es una voz reconocida a la hora de opinar sobre políticas públicas desarrollistas, megaemprendimientos y defensa de los recursos naturales.

PULSO FIRME.

Pero en esta novela no hay una tesis, aunque la cuestión de la megaminería y sus efectos colaterales (la connivencia de las autoridades, la corrupción a diversos niveles, el silencio y la complicidad de los grandes medios) sea el suelo del relato. Lo que hay en Donde están enterrados… es una ficción llevada con buen pulso, una historia creíble con personajes y hechos verosímiles.

Los primeros cuatro capítulos introducen la tragedia de Rosana y la dibujan como personaje. Será recién en el quinto que conoceremos al protagonista de la segunda línea narrativa: Miguel Ángel, un guionista nacido en Cinco Cruces pero instalado desde joven en Buenos Aires. La vuelta de Miguel a su pueblo de origen está relacionada directamente con los festejos del centenario de la localidad. El intendente de Cinco Cruces lo convoca para que se ocupe de entrevistar a celebridades locales para un documental que deberá acompañar los festejos y reforzar la idea de que ha llegado por fin “la gran hora de los pueblos chicos”.

Será entre estas dos miradas -la del documentalista aporteñado que realiza un trabajo a pedido de la autoridad y la de la empleada doméstica que perdió a su hijo y exige que alguien se haga cargo- que surgirá una imagen de Cinco Cruces que no se diferencia demasiado de la de cualquier pueblo posible en la Patagonia profunda que, de un momento a otro, es sacudido por la irrupción de fuerzas desconocidas y difusas, apenas intuibles en la profusión de camionetas enormes con vidrios polarizados.

La estructura narrativa es clásica y eficaz: al principio de la novela predominan los capítulos protagonizados por Rosana, pero la distancia se va acortando hasta que, hacia la mitad del libro, comienzan a alternarse, uno a uno, ambos protagonistas. Ese montaje imprime ritmo a la historia e instala la sensación de que no hay drama, por íntimo que sea, que no forme parte de la trama trágica de la existencia en los pueblos chicos.

DOS MIRADAS.

Pero lo más logrado son los personajes. La pesadilla de Rosana es tratada siempre desde su propia perspectiva, con la carga de enajenación y asombro que una fatalidad semejante tiene para quien la vive. Todas las pequeñas circunstancias desatadas a partir de la muerte del hijo parecen vistas desde una distancia insalvable; desde un lugar sin retorno y sin sosiego. Así, la propuesta de “arreglar” que le ofrecen los culpables del accidente, la impunidad de las empresas mineras, la prepotencia de las camionetas que levantan adolescentes en la plaza, la complicidad de las autoridades y el silencio del pueblo, todas las manifestaciones de la corrupción que ha llegado a la zona junto con las promesas de desarrollo y progreso, quedan saludablemente contenidas, impidiendo que la novela caiga en el panfleto o el relato moralizante.

El contrapunto establecido por la presencia de Miguel refuerza la figura marginal y humilde de Rosana. Oriundo del pueblo, Miguel resolvió su vida en Buenos Aires. Cinco Cruces apenas representa para él el sitio en el que “están enterrados los muertos”. Muy pocas veces visita el pueblo, y lo hace siempre a las corridas, como quien quiere salir rápido de una situación incómoda. Pero en el pueblo están enterrados su padre y su hermano, y está enterrada en vida su madre, consagrada a la observancia de un luto perpetuo por el hijo perdido. Es justamente Dolores, madre de Miguel y patrona de Rosana, la que funciona como nexo entre dos mundos que no suelen tocarse (el de un hombre que trabaja en la televisión en la capital y el de una mujer que se gana la vida limpiando casas ajenas en un pueblo remoto) y la que de algún modo representa el lugar prescindente y mezquino de los que viven en el pueblo pero prefieren mantenerse al margen de todo, incluso al precio de cerrar los ojos ante cualquier infamia.

Svampa ha denunciado, en repetidas oportunidades, el silencio de los medios sobre las consecuencias devastadoras de la megaminería en su país y en el resto de América Latina. Ha hablado de la ausencia de la sociedad civil en los debates en torno a los problemas del desarrollo que la afectan directamente. Ha expuesto la relación de dependencia que se establece entre los gobiernos locales y las grandes empresas, y ha enfatizado el hecho de que el modelo productivista y neoextractivista hacia el que se orientó en los últimos tiempos la economía latinoamericana es llevado adelante por todos los gobiernos, más allá de su signo político. Pero en la novela nada de esto está sobreexplicado. Si bien la presencia de la minera es asumida por todos los personajes como el origen de los cambios en el pueblo, casi nunca se escucha un discurso profesoral sobre el asunto. El único personaje que cuestiona de modo más o menos serio la idea de desarrollo en que está embarcada la zona (el pintor Garibaldi, una de las figuras entrevistadas por Miguel) se describe a sí mismo como el último dinosaurio patagónico, con la resignación de quien sabe que ya no tiene interlocutores.

Donde están enterrados nuestros muertos es la segunda novela de Svampa. La primera (Los reinos perdidos, Sudamericana, 2005) también ocurría en la Patagonia, pero a fines de la década del cincuenta, y se detenía en los inmigrantes. Con esta segunda novela vuelve a la zona patagónica (Svampa nació en Allen, provincia de Río Negro) pero posa la mirada en los cambios operados en la vida cotidiana a partir de la promesa de la megaminería: la llegada de las iglesias pentecostales, la delicia del consumo, el entusiasmo de la clase política, la comodidad y la apatía de los trabajadores, la fantasía colectiva de que una riqueza que está en la tierra hará por fin el milagro de volverlos a todos ricos.

Donde están enterrados… se lee rápido y con interés, porque las pequeñas historias propuestas se enganchan hábilmente y crean una expectativa de resolución, una incomodidad ante el misterio que, como en cualquier ficción con suspenso, exige respuestas. Sin embargo, las respuestas definitivas no llegan. No hay una escena final en la que el astuto investigador expone para todos los protagonistas la solución del enigma. En ese sentido, el cierre de los aspectos “policiales” del relato parece resuelto con demasiada facilidad, pero es necesario tener en cuenta que esta no es una novela policial ni un thriller político de supermercado. Las preguntas que quedan abiertas forman parte de la misma inquietud que atraviesa todo el libro, y parecen recordarnos que nuestras ganas de soñar con el éxito y la grandeza son superiores a nuestra inclinación a saber la verdad.

DONDE ESTÁN ENTERRADOS NUESTROS MUERTOS, de Maristella Svampa. Edhasa, 2012. Buenos Aires, 304 págs. Distribuye Gussi.