El ocaso del campo político progresista en Argentina

Las medidas gubernamentales del último año y medio, así como las alianzas reales y potenciales del Frente Amplio Unen, nos llevan a preguntarnos cuál es el espacio del progresismo hoy en la Argentina.

Sobre lo primero, hay que reconocer que, quiérase o no, en la última década el kirchnerismo apuntó a monopolizar –por momentos, con visible éxito– el espacio del progresismo. Bueno es recordar que en sus orígenes el término “progresista” remitía a la Revolución Francesa, e incluía aquellas corrientes ideológicas que abogaban por las libertades individuales y el cambio social (el “progreso”). En la actualidad, bajo la denominación genérica de “progresismo” convergen corrientes ideológicas diversas, desde la socialdemocracia hasta algunos populismos, que proponen una visión reformista –y progresiva–del cambio social, refieran o no al término “progresista”, más usado (en su valoración positiva) desde los años 90 y que en muchos casos sirvió como sucedáneo de la adscripción a la “izquierda”. Como escribió Carlos Altamirano, el kirchnerismo fue “el hecho maldito del progresismo” no peronista, el cual se dividió en diferentes posiciones frente al gobierno K.

Por otro lado, recordemos también que en la Argentina de comienzos del siglo XXI el término estaba vaciado de contenido, luego de la lamentable experiencia de la Alianza. Sin embargo, la asunción de Néstor Kirchner en 2003 coincidió con un cambio de época a nivel latinoamericano, a través de la escalada de movilizaciones antineoliberales, del cuestionamiento del Consenso de Washington y, luego, de la emergencia de diferentes gobiernos caracterizados como progresistas, populares, de izquierda o de centroizquierda, según los casos.
El kirchnerismo en tanto figura del progresismo logró ocupar el espacio de la centro-izquierda; no así el espacio de la izquierda, a diferencia de otras experiencias latinoamericanas (Chávez, Evo Morales, sobre todo), que triunfaron en alianzas que incluían a parte de las izquierdas más tradicionales, han mantenido estrechos lazos con Cuba y asumieron nuevas dinámicas de cambio social, más allá de las limitaciones que hoy muestran esos procesos.

Con los años, el progresismo kirchnerista fue mutando y estableciendo un énfasis mayor en sus componentes populistas, ligado a la exacerbación de los discursos y los esquemas binarios. En esto también hay que decir que, más allá de la especificidad nacional (el peronismo infinito), nuestro país tampoco es una excepción en la región: así, son varios los regímenes que avanzaron hacia una inflexión populista (Bolivia y Ecuador y, antes, Venezuela).

Finalmente, desde fines de 2011, luego del triunfo de Cristina Fernández de Kirchner con el 54% de los votos, se abrió una nueva etapa que fue poniendo en cuestión la imagen política del kirchnerismo asociada al progresismo o la centroizquierda. Varios elementos mayores contribuyeron a ello. El primero, la adscripción a una forma de presidencialismo extremo, festejado hasta la obsecuencia por grupos juveniles como La Cámpora, procedentes de lasclases medias, que tuvo como contrapartida su divorcio en relación con otros –amplios y movilizados– sectores de clases medias.

El segundo elemento es de índole simbólica: aunque sus partidarios pretendan hablar del “fracking seguro” o de la “deuda buena”, la profundización de las alianzas con las grandes transnacionales, que incluyen desde la firma de un convenio secreto con la multinacional Chevron hasta el reciente acuerdo de indemnización con Repsol por 5 mil millones de dólares, es difícil de justificar y evidencia además la ausencia de debates de fondo sobre estos temas. A esto hay que sumar el nombramiento de César Milani a la cabeza del Ejército, repudiado por todo el arco progresista y de izquierda, y cuestionado por varias organizaciones de derechos humanos.

El tercero, en términos de impacto económico y social, se refiere al deterioro de la situación económica: alta inflación, pérdida del poder adquisitivo, política impositiva regresiva, cepo cambiario, a lo que siguió la fuerte devaluación de enero de 2014 y el posterior ajuste de precios y tarifas de servicios. Por último, la reanudación de vínculos con el FMI y el Club de París, y el proyecto de ley antipiquetes, que plantea un control mayor de la protesta social por parte del Estado (del cual ahora el Gobierno busca despegarse apresuradamente), apuntan a vaciar al discurso oficialista de las últimas gotas de progresismo…

Así, el fin de ciclo kirchnerista nos abre a una comprensión plena del orden social dominante, en términos de revolución pasiva, categoría gramsciana que sirve para leer la tensión entre transformación y restauración en épocas de transición, que desemboca finalmente en la reconstitución de las relaciones sociales en un orden de dominación jerárquico.

Espacios. Las limitaciones del kirchnerismo y su abandono cada vez más explícito del llamado espacio progresista no pueden ocultarnos la contracara –también oscura– del fenómeno. Nos referimos al éxito que el oficialismo ha tenido sobre el conjunto de la oposición, hasta hace poco autodenominada “progresista”, la cual efectivamente fue realizando un corrimiento ideológico, tanto o más marcado que el del propio oficialismo. Frente a la dificultad de disputar el espacio de centroizquierda, prácticamente hegemonizado por el kirchnerismo a lo largo de esta década, hemos asistido a diferentes y sorpresivas metamorfosis y alianzas: así, son varios los dirigente/as de centroizquierda que optaron por realizar un giro de índole pragmática, buscando seducir a otros electorados, supuestamente no cautivos del kirchnerismo o desencantados con él. El resultado es la derechización de las fuerzas políticas hasta hace poco pertenecientes al campo de la centroizquierda y un renacimiento relativo del radicalismo –cuyas políticas en las provincias donde gobierna no tienen nada de progresista–.

El Frente Amplio Unen, lanzado esta semana, es un claro ejemplo de esta derechización. Algunos políticos del espacio Unen confesaban off the record que el kirchnerismo sólo les deja como opción la disputa del centro político; otros, como es el caso de Elisa Carrió, van por más y no vacilan en acompañar su republicanismo denuncialista con ostentosas señales hacia la derecha dura, aun si lo suyo quizás pueda ser leído como una estrategia para atraer y seducir al electorado de Macri antes que un intento real de sellar una alianza con él. Pero son varios quienes dentro de UNEN hablan de una posible alianza con el Pro en un potencial ballottage –alianza que ya parece ser fogoneada desde algunos medios de comunicación–.

El declive del espacio progresista de centroizquierda se vio con claridad en la elección legislativa de fines de 2013, que mostró un corrimiento hacia la derecha, por la vía de Macri y Massa, pero también del exitoso Unen, al tiempo que hubo un importante avance de la izquierda trotskista y un colapso de las pocas fuerzas de centro-izquierda que mantuvieron su adscripción original. Pero el caso es que el ingreso de Unen a la liza electoral, con su nuevo armado y su dilatado espacio ideológico, que incluye un arco que va desde el centro a la derecha, muestra a las claras la ausencia de una propuesta progresista de centroizquierda. Aunque haya destacados dirigentes de centroizquierda en Unen (pensemos en Pino Solanas, Margarita Stolbizer, referentes del Partido Socialista y de Libres del Sur, entre otros), lo que no existe en la Argentina de hoy es un espacio consolidado o en construcción de un progresismo con vocación de cambios profundos.

Futuro. Paradojas del presente argentino, en un momento en el cual el kirchnerismo hace abandono del espacio de centroizquierda y no teme avanzar por una senda cada vez menos progresista (a través del ajuste), la oposición no apunta a disputar ese lugar, siendo que durante años ése fue su anhelo mayor. Visto en perspectiva, 2015 nos encontrará divididos entre una oferta electoral donde habrá posiciones –mayoritarias– de derecha dura y centroderecha (Macri, Massa, Unen, peronistas variopintos), y una importante aunque minoritaria izquierda, protagonizada por la alianza trotskista, cuyas dificultades de aglutinamiento persisten, pese a su expansión en el campo social y político.

En suma, algunos podrán decir que la crisis y el estallido del progresismo en la Argentina son parte del legado de la década kirchnerista, pues lo que estalla no es sólo el “relato oficial”, sino también y sobre todo el “relato progresista”, como proyecto político y discurso hegemónico. Pero lo más preocupante no es eso, sino la resignación y el pragmatismo con los cuales varios de los dirigentes connotadamente progresistas de UNEN aceptan esa consigna. Antes bien, son varios los que prefieren correr detrás de cualquier alianza electoral (por penosa que sea y por más grandes que sean los sapos por tragar), con la ilusión de una victoria frente al peronismo y frente a la derecha más dura. Con ello, antes que hacerse eco de la crisis del progresismo y apostar a su resignificación, lo que el Frente Amplio reunido hace no es otra cosa que impulsar su defunción, acompañando – en vez de cuestionar– el deslizamiento del electorado argentino hacia inquietantes posiciones conservadoras y de derecha

Diario Perfil
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