El golpe inauguró una forma atroz de desigualdad

El golpe abrió la puerta a un cambio drástico en la distribución del poder social. El “empate social” que regía desde los años 50 fue derribado con violencia. En su lugar, se sentaron las bases para el empobrecimiento de sectores medios y populares en beneficio de los grandes grupos económicos. No sólo se profundizaron las asimetrías. Se hicieron pedazos las expectativas con que habían crecido social y culturalmente los argentinos.

El golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 constituyó una cesura en la historia argentina, pues sentó las bases para el cambio en la distribución del poder social al interior de la sociedad. Una nueva época se abría, signada por el final violento del empate social, atravesado por las feroces pujas sociales, políticas y económicas entre los diferentes actores y grupos sociales, y el pasaje convulsionado y conflictivo hacia un período caracterizado por la gran asimetría entre los grandes grupos económicos y los empobrecidos sectores medios y populares.

Cierto es que dicho proceso de reconfiguración social estuvo lejos de ser lineal o de registrar una secuencia única. Así, los cambios en el orden económico arrancaron durante la década del setenta, a partir de la instalación del régimen militar; las transformaciones operadas en la estructura social comenzaron a tornarse visibles en los 80, con el retorno a la vida institucional; por último, grandes mutaciones se produjeron luego de la hiperinflación y durante la década del 90. Dicho proceso, registrado a lo largo de 30 años, desembocó entonces en una modificación de las relaciones de clase, lo cual repercutió enormemente en el modo en cómo cada grupo social se autorrepresenta, se piensa y figura su destino social dentro de la sociedad.

Recordemos que, como en otros países de América latina, la dictadura militar argentina tuvo como objetivo llevar a cabo una política de represión, al tiempo que aspiraba a refundar las bases materiales de la sociedad. En consecuencia, el corte que ésta introdujo fue doble: por un lado, a través de terrorismo de Estado, apuntó al exterminio y disciplinamiento de vastos sectores sociales movilizados; por otro lado, puso en marcha un programa de reestructuración económico-social que habría de producir hondas repercusiones en la estructura social y productiva.

En el corto plazo, las repercusiones sociales y económicas del golpe de Estado de 1976 fueron devastadoras. La dictadura impulsó una serie de reformas que cuestionaban el rol interventor del Estado y promovían al mercado como único responsable en la asignación de recursos. Este supuso también la interrupción del régimen de sustitución de importaciones, clave económica del modelo anterior. Todo ello se tradujo por una distribución regresiva del ingreso, favorecida por la eliminación de las negociaciones colectivas y la caída del salario real. Asimismo, el gobierno militar propició el endeudamiento externo del sector público y privado, reflejado en el aumento espectacular de la deuda externa, que pasó de 13 mil millones de dólares a 46 mil millones de dólares, en 1983.

Las fracturas sociales y los quiebres identitarios que produjo esa política en el mediano plazo fueron múltiples. La política represiva y la dinámica desindustrializadora abrirían paso a un proceso de descolectivización —el término pertenece al sociólogo francés Robert Castel—, esto es, a la pérdida de aquellos anclajes colectivos que configuraban la identidad de los sujetos, referidos al mundo del trabajo, la política y las instituciones estatales.

Castigar al sindicalismo

Durante la época del empate social (1955-1976) las clases populares se hallaban fuertemente estructuradas en torno del trabajo formal, los sindicatos, la identidad peronista y —no hay que olvidarlo— una importante expectativa de bienestar. Así, pese a la inestabilidad política y la proscripción del peronismo, éstas ocupaban un lugar central en tanto actor político y social. Hasta 1976, las políticas de disciplinamiento, así como las tentativas de reorientar el modelo socio-económico (como el “rodrigazo”) no habían prosperado. La dictadura militar implicó empero una gran inflexión. Así, la política represiva castigó duramente a los sindicatos, que sufrieron la desmovilización de sus bases de sustentación y en muchos casos, la desaparición de delegados y militantes más combativos. Ello iniciaría el declive del poder sindical, agravado luego por el fraccionamiento institucional y la crisis del liderazgo, así como por el afianzamiento de corrientes más colaboracionistas. En el orden económico, las reformas repercutieron negativamente en las oportunidades de vida de los sectores populares, a través del aumento de la informalidad y la precarización. La liquidación del modelo anterior tuvo entonces su expresión en términos de reorganización del espacio urbano. En efecto, a partir de 1976 el gobierno militar puso en marcha una estrategia urbana fuertemente excluyente respecto de los sectores populares más pauperizados. Así, por ejemplo, el Código de Planeamiento Urbano de la Capital Federal (sancionado en febrero de 1977) limitó severamente la utilización de terrenos aptos para la edificación, lo cual acentuó la segregación de las poblaciones de las villas de la ciudad de Buenos Aires. Se inició entonces la política de expulsión y relocalización compulsiva de las villas de emergencia asentadas en la Capital Federal hacia el Conurbano; en general hacia zonas de infraestructura y comunicaciones muy precarias.

Asimismo, las reformas económicas aceleraron la desarticulación progresiva entre empleo y urbanización. Esto redujo la posibilidad de integración de las nuevas oleadas migratorias que llegaban desde el interior a los grandes centros urbanos. Como consecuencia de ello, desde fines de la dictadura militar y en los años posteriores fue consolidándose el fenómeno de toma de tierras (asentamientos) en el Gran Buenos Aires y otros grandes ejidos urbanos. Los asentamientos, como señala Denis Merklen, ilustrarán el proceso del empobrecimiento e inscripción territorial de las clases populares y con ello, la emergencia de una nueva configuración social. El barrio irá surgiendo como el espacio natural de acción y organización, convirtiéndose en el lugar de interacción entre los sujetos, reunidos en comedores, salas de salud, sociedades de fomento. Con los años, las sucesivas crisis y el distanciamiento en relación al trabajo formal fueron redefiniendo el contorno de las clases populares: iría asomando así un nuevo proletariado heterogéneo y plebeyo, proclive a la acción directa y a la creación de nuevas formas de resistencia y de solidaridad, ligadas a la lucha cotidiana por la sobrevivencia.

En suma, la dictadura militar marcó el inicio de un proceso de mutación y fragmentación de las clases populares caracterizado por la disminución y debilitamiento del mundo de los trabajadores formales y de sus instituciones sindicales, y el pasaje a un complejo mundo organizacional y comunitario, atravesado por la pobreza y el desempleo.

Esta gran mutación va a contribuir a la ruptura de solidaridades al interior de las clases populares, a través de la heterogeneidad socio-ocupacional, la diversidad de trayectorias y el hiato generacional. Por último, ello alimentará la desconexión entre clases populares y clases medias, al tiempo que —una vez más— actualizará en estas últimas la creencia en la existencia de una alteridad mayor, ilustrada de manera emblemática por la “frontera” entre la ciudad rica y cosmopolita de Buenos Aires y el Conurbano Bonaerense, pauperizado y desindustrializado, sede permanente de las llamadas “clases peligrosas”.

Impacto en la clase media

¿Qué repercusión tendría la política de la dictadura militar sobre las clases medias? Al igual que para las clases populares, el golpe de 1976 significaría el comienzo de una gran mutación. Transformación que, en este período, debe ser leída en términos políticos, antes que de crisis económica y caída social. Tengamos en cuenta que en nuestro país las clases medias han sido consideradas históricamente como un rasgo particular de la estructura social y un factor esencial en los sucesivos modelos de integración social. El período anterior al golpe militar muestra a unas clases medias afianzadas económicamente, muy ligadas a la expansión de los servicios (estatales y privados), y convertidas en actores centrales del proceso de modernización cultural.

Hacia fines del 60, como afirma María Cristina Tortti, dicha apertura cultural comenzaría a articularse con la exigencia del compromiso político, vislumbrando la posibilidad de una articulación con los sectores populares a través de la adhesión al peronismo revolucionario. Así, luego de décadas de desencuentros, la alianza entre sectores medios y sectores populares se tornaba posible, gracias a la peronización de la juventud y de los sectores intelectuales, en gran parte procedente de las clases medias antiperonistas. Cierto es que dicho proceso expresaba la aspiración por borrar las imágenes de un pasado no lejano, en el cual la acción de las clases medias aparecía marcada por un doble estigma: la imitación cultural, respecto de las clases dominantes; el antiperonismo, en relación a los sectores populares. Lo fundamental es, empero, que como en ningún otro período de su historia, las clases medias desarrollarían una gran confianza en su capacidad de acción histórica. ¿Suerte de clímax que anunciaba la tragedia política de los 70, completada luego por la fragmentación y decadencia socio-económica de los 80 y 90?

En todo caso, la dictadura, a través de la política de desapariciones y de la expansión del terror al conjunto de la sociedad, asestaría un duro golpe sobre la confianza de las clases medias (y sobre sus intelectuales) como actor político articulador, al tiempo que obligaría a éstas a un repliegue sobre el espacio privado. A ciencia cierta, el reflujo de la participación política —y, a partir de ello, la demanda de orden— arrancó durante el tercer gobierno peronista, poco antes de la muerte de Perón (1974), a partir del avance de la derecha (los asesinatos de la Triple A) y de la deriva militarista de las organizaciones guerrilleras, visible en su creciente desconexión de una política de masas. Pero, sin duda, el cénit lo marcó la dictadura militar, pues ésta se propuso entre sus objetivos la represión y desmovilización de la sociedad argentina en general y de las clases medias en particular, cuyo rol articulador desde los años 60 y principios de los 70, se había tornado particularmente desafiante.

Aun así —o precisamente por ello— fueron mujeres y hombres provenientes principalmente de las clases medias los que estuvieron en el origen de las diferentes organizaciones de derechos humanos, cuya acción generaría los primeros cuestionamientos internacionales a la política de la dictadura. Sin embargo, la acción propuesta por los movimientos y organizaciones de derechos humanos siempre estuvo lejos del ideal político articulador sostenido por las clases medias en épocas anteriores.

Al final de la dictadura, en los primeros años del gobierno de Raúl Alfonsín, el país —y las clases medias en particular— conocerían una breve ola de participación y euforia política. Esta declinaría a partir de 1986 y, más aún después de 1989, con la entrada a la época del “pensamiento único”. En fin, los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001 volverían a situar en el centro —al menos por un instante— la cuestión del potencial político transformador de las clases medias y su posibilidad de convergencia con los sectores populares movilizados. Por otro lado, las sucesivas crisis económicas (y sus salidas) acentuaron las fracturas observables al interior de las clases medias, así como pusieron en evidencia la pérdida de peso específico de éstas dentro de la actual sociedad.

El rol de los intelectuales

Por último, la época registra un notable cambio en el rol de los intelectuales, que se expresa por el eclipse del compromiso político, típico del período anterior, y coloca en el centro la exigencia de profesionalización, favoreciendo así la figura del experto. Respecto de la comunidad académica —y más allá de los beneficios de la profesionalización—, la renuncia a la intervención política se tradujo por la afirmación de una suerte de autorreferencialidad, manifiesta en la dificultad por interpelar o tender puentes con otras realidades. En cuanto al experto, éste aparece cada vez más ligado tanto a la gestión estatal como al asesoramiento a organismos internacionales. Frente a tales hechos, y pese a que en los últimos años se han multiplicado las expresiones de resistencia social y cultural, resulta muy difícil que ciertos sectores de las clases medias vuelvan a pensarse como un actor con capacidad de jugar un rol político articulador en la sociedad, respecto de los sectores populares.

Quisiera terminar este artículo con dos precisiones y un corolario. En primer lugar, la sociedad argentina anterior al golpe estaba lejos de ser un modelo de justicia social. No es nuestra intención entonces idealizar aquel momento o proclamar la necesidad de un retorno. Más bien, se trata de señalar que, pese a todos sus déficit políticos, aquella era una sociedad con un horizonte de integración y una lógica igualitaria inimaginable hoy en día.

Los dados están cargados

En segundo lugar, el 24 de marzo de 1976 fue un momento fundacional, en el cual un sector de la sociedad, como afirma Guillermo O”Donnell, “cargó los dados a su favor”. Tanto el terrorismo de Estado como el programa económico apuntaron a una pérdida de gravitación política y económica en relación a los sectores medios y populares. Esta redistribución del poder social se realizó en favor de los grandes grupos económicos, quienes se consolidaron como actores centrales de la sociedad argentina. Así, la política económica de la dictadura militar significó el ingreso a una primera etapa de fuerte concentración de los grupos económicos. La lógica de dominación se acentuó con la resolución política de las sucesivas crisis (la salida de la hiperinflación, en 1989, la alianza de los grupos económicos con el peronismo triunfante, y luego, la salida de la convertibilidad, en 2002), que perjudicaron nuevamente a los sectores medios y populares, y terminaron por dar una vuelta de tuerca a este proceso de ensanchamiento de las distancias sociales, multiplicando así los registros de la desigualdad.

Aun así, el camino recorrido por la Argentina en estos últimos años no señala la existencia de un sendero único o de una evolución lineal. En otros términos, la consolidación de una sociedad excluyente, caracterizada por las grandes asimetrías entre las elites cada vez más internacionalizadas del poder ecónomico y los cada vez más fragmentados y empobrecidos sectores populares y medios, no fue una suerte de destino inevitable, ya inscripto o precontenido de manera irreversible en la resolución violenta que los militares dieron al empate social. Cierto, los dados quedaron cargados…

En fin, la vida social posee un carácter recursivo que se expresa en términos de conflictos y luchas de resistencia, de fases de descomposición y de recomposición social. Y aunque los dados continúen muy cargados, no hay que olvidar que son precisamente las luchas —a la vez sociales, políticas y culturales— las que conducen a situaciones en las cuales se torna posible, más allá de los condicionamientos económicos y sociológicos, abrir el horizonte hacia nuevos escenarios políticos.

Clarín, Revista Ñ, 18 de marzo de 2006