“No me gusta la literatura que conlleva un discurso moralizador”

Su última novela es Dónde están enterrados nuestros muertos. En esta entrevista se refiere a la forma en que la concibió y la escribió, al cruce entre la política y la literatura y a la tradición literaria en la que se reconoce.

Inquietante, verosímil y atrapante. Esos tres rasgos bastarían para decir que nos encontramos frente a una novela que captará la atención de los lectores de principio a fin. Y esas tres características se cristalizan en la segunda novela de Maristella Svampa, titulada Donde están enterrados nuestros muertos. Eligiendo, otra vez, como escenario al sur del país, como en su iniciática Los reinos perdidos, Svampa narra con pluma certera y cristalina, los cambios que provoca la llegada de la megaminería en un pueblo del norte patagónico y como esa irrupción interfiere en la vida colectiva y en la cotidianeidad de sus anónimos pobladores. A partir de ese telón de fondo, se desarrollan distintas historias entretejidas en las que se suceden diversos personajes que sobreviven en un mundo en el que prima lo dramático, lo espurio y algún que otro pequeño acto de resistencia. En diálogo con Tiempo Argentino, esta socióloga y escritora se expresó sobre la gestación de su reciente libro, analizó algunos de sus elementos centrales y profundizó sobre su vínculo con la literatura política y social. 

–¿Por qué optaste como punto de partida de la narración por la historia trágica de Rosana y su hijo?
–Esta novela no estaba planificada. Cuando empecé a escribirla, en febrero de 2010, en realidad había logrado librarme un tiempo de obligaciones varias, para poder terminar una novela que estaba bastante avanzada y que trataba sobre el fascismo y volvía a la Patagonia y a los orígenes italianos como en mi primera novela. Pero en aquel febrero me senté a escribir y comenzó a desarrollarse esta nueva trama. Y al cabo de una semana, decidí seguirla. La novela está atravesada por varias historias y una de ellas es la de Rosana que es la primera que narro. Inicialmente, la única imagen que tenía de lo que luego se convertiría en esta novela, era la del grito desesperado de una madre que pierde a su hijo en un accidente en la ruta. Parte de una historia real que me contó mi madre. En los cruces de ruta de los pueblos suelen ocurrir esos accidentes tremendos que parten de la omnipotencia y desenfado con el que se mueven ciertos sujetos con mucho poder. 
–¿Por qué elegiste a Cinco Cruces como escenario de la novela y qué representa el personaje de Miguel Ángel en la historia?
–Cinco Cruces es un pueblo imaginario en el que trascurren historias que podrían suceder, tranquilamente, en cualquier pueblo de la cordillera patagónica. Miguel Ángel es un descomprometido total, es un desapegado que sin buscarlo se ve envuelto en una trama que es cada vez más compleja. El abogado ambientalista si es alguien que tiene un compromiso y que se puede concebir a sí mismo como un activista a la vez que un intelectual. De manera deliberada quise construir un personaje principal como Miguel Ángel que pudiera mantener distancia con los hechos, que tuviera una mirada exterior y lo más matizada posible. Eso me permitió no involucrarme como narradora a través de un juicio de valores que se me impusiera por sobre lo que pretendía el relato. 
–¿Cómo fue el proceso de escritura?
–Fue una escritura muy fluida y espontánea. En cuatro meses escribí la novela completa si bien después estuve más de un año dedicada a su rescritura y corrección. Siempre bromeaba con la imagen de (Luigi) Pirandello en Seis personajes en busca de un autor, porque los personajes habían nacido y querían seguir viviendo. Tenía la impresión de que había historias que me invadían y que necesitaban ser contadas. Hasta ese momento no me había propuesto hacer un cruce entre lo que es el mundo popular, las luchas que tienen que ver con conflictos socio-ambientales como los de la megaminería, pero, de repente, una serie de temas de mi agenda académica aparecen en mi escritura de ficción. En una entrevista que me hicieron a raíz de mi primera novela, había declarado que la literatura y la sociología eran dos caminos paralelos que no se cruzaban y, de pronto, me encontré con una suerte de cruce natural. 
–¿En qué aspectos pueden ser compatibles la sociología y la literatura y en qué medida es posible cruzar a una ciencia social con la narrativa y otras formas más libres de la escritura?
–No me gusta la literatura que conlleva un discurso moralizador. En mi primera novela, la política aparecía, porque siempre está, pero tenía que ver con el pasado, no tenía que ver con mi experiencia como investigadora de las Ciencias Sociales. Cuando surge esta novela en la que aparece, de fondo, una problemática como la de la megaminería, que se manifiesta bajo la figura de las camionetas doble cabina, lo que menos me interesaba era terminar en un discurso moralizador o forzadamente militante. Entonces, había que tomar el riesgo evitando caer en ese tipo de discursos. Y, finalmente, asumí ese riesgo porque se dio de un modo muy natural. Cuando estaba escribiendo la novela, de manera muy intensa y sin horarios, la sensación que tenía era que los momentos de gran tensión se resolvían con cierta facilidad sin caer en esa tentación de unir artificialmente ambos registros. Lo que me interesaba era mostrar la asimetría entre la gente que vive en un pequeño pueblo en el cual aterriza la megaminería como si fuera un plato volador, un asteroide, y se instala en sus vidas y cambia completamente el estilo de vida de estas poblaciones. No necesariamente tenía que emplear un lenguaje directo, sino más bien un lenguaje indirecto en el cual en el centro estaba el sufrimiento de estas poblaciones.
–¿Cuáles son tus faros o referencias literarias principales a la hora de escribir ficción?
–Me reconozco más en la tradición de la novelística política peruana en la que incluyo desde un José María Arguedas, pasando por el propio (Mario) Vargas Llosa, o al propio Manuel Scorza. Todos estos escritores, disímiles desde sus perspectivas ideológicas, son capaces de hacer ficción con elementos propios de la realidad político-social logrando que prime lo literario. En esa parte del continente, ese registro se mantiene hasta el día de hoy mientras que la literatura argentina, de los últimos 20 años, está muy marcada por la ironía y la distancia en relación a la realidad política y social.

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