Perú: la masacre de Bagua y la centralidad de los conflictos en torno de los recursos naturales

“Y es que allí el viejo comunista anticapitalista del siglo XIX se disfrazó de proteccionista en el siglo XX y cambia otra vez de camiseta en el siglo XXI para ser medioambientalista. Pero siempre anticapitalista” Alan García, “El síndrome del perro del hortelano”, 2007.
“Sentíamos que los decretos nos anulaban la existencia. Por eso nos levantamos”, Santiago Manuin, dirigente Awajún, junio de 2009.
El 5 de junio, Día mundial del Ambiente,  comunidades indígenas de la Amazonía peruana, que llevaban a cabo una protesta desde hacía casi dos meses en contra de una batería de decretos legislativos que atentaban contra la Amazonía, fueron salvajemente reprimidas en la provincia de Bagua, a unos mil kilómetros de Lima, en la frontera con Ecuador, por orden del gobierno de Alan García.
En la madrugada de ese día, un contingente de 600 efectivos de la Policía nacional con el respaldo de helicópteros Mi-17, un vehículo blindado y provistos de bombas lacrimógenas y fusiles AKM, comenzaron el ataque en el tramo conocido como Curva del Diablo, donde estaban concentrados gran parte de los manifestantes, en su mayoría de los pueblos awajún y wampis. En represalia, los indígenas tomaron como rehenes a treinta y ocho policías que custodiaban una estación petrolera, algunos de los cuales fueron muertos cuando se conoció la represión.
En los días sucesivos, el presidente del Perú, Alan García, y miembros de su gabinete minimizaron la represión en contra de los indígenas y buscaron centrar la atención de la sociedad sobre los policías caídos, mientras tildaban a los indígenas de “salvajes”, “atrasados”, “terroristas”, culpaban a los gobiernos de Bolivia y Venezuela de “conspiración internacional” y, en algunos casos, proponían la suspensión o expulsión de las ONGs actuantes en la Amazonía. Oficialmente, se hablaba de once muertos, que luego ascendieron a 28, mientras que las organizaciones indígenas estiman que la represión se habría dejado  más de cien muertos y cerca de 900 desaparecidos.
En ese marco represivo, cargado de  fuertes contenidos racistas, fueron suspendidos los mandatos de siete diputados nacionalistas que pidieron la derogación de los decretos cuestionados por los indígenas, y clausurada la radio La Voz de Bagua, que denunció la represión. Alberto Pizango, uno de los líderes de Aidesep (Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana), que núclea cerca de 1250 comunidades y más de 300 mil nativos,  debió refugiarse en la embajada de Nicaragua, para marchar días después al exilio.
En fin, la represión tuvo su corolario tanto en el ocultamiento y la distorsión de los acontecimientos ocurridos, como en la criminalización de las comunidades, a través de la persecusión los dirigentes amazónicos y la virtual militarización de la zona de conflicto. Así, todo parecía encaminarse hacia un endurecimiento del escenario represivo y de afirmación de las políticas gubernamentales, de cara a “adecuar” la legislación peruana a las exigencias del Tratado de Libre Comercio, firmado con Estados Unidos. Más aún, el presidente García redobló la apuesta y llegó a hablar incluso de un “genocidio de policías” por parte de “extremistas que quieren entregar al Perú a los gobiernos extranjeros”[1].
Sin embargo, hacia el 17 de junio, Alan García decidió dar marcha atrás a dos de los decretos legislativos cuestionados por las comunidades amazónicas, al tiempo que reconoció como un error el hecho de no haber consultado previamente a las poblaciones involucradas, a las que previamente había tratado de “ciudadanos de segunda clase”.  ¿Cuáles son los antecedentes políticos y económicos que explican esta masacre, cuyo balance, según denuncian  organizaciones indígenas,  rondaría el centenar de víctimas, e incluiría más de 900 personas desaparecidas? ¿Qué es lo que está en juego detrás de este episodio de etnocidio, a partir del cual el Perú parece ingresar de manera dramática y explosiva a la cartografía actual de las luchas sociales en América Latina?
La tesis del “perro del hortelano” y las demandas del TLC
Apenas iniciada su gestión, en 2006, el presidente Alan García comenzó la batalla por concretar uno de sus objetivos más apetecibles: el TLC con los Estados Unidos. Recordemos que, a raíz de los tiempos de cambio que atraviesan la región latinoamericana (la emergencia de gobiernos de izquierda y centro izquierda o “progresistas”), en los últimos años la ofensiva neoliberal se ha venido cristalizando en diferentes estrategias de reordenamiento económico y territorial: una de las más importantes aparece tipificada por los Tratados de Libre Comercio, propuesta que sustituye al ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas),  luego de su rechazo en la cumbre continental realizada  en Mar Del Plata, Argentina, en 2005. De este modo, y frente a la imposibilidad de imponer un área de libre comercio a escala continental, los Estados Unidos reorientaron su política hacia la firma de Tratados de Libre Comercio, con cada uno de los países latinoamericanos, los cuáles revelaron ser mucho más “fructíferos”, tanto en términos de reordenamiento económico-normativo(la adecuación de las legislaciones nacionales), como respecto de sus consecuencias políticas (la fragmentación de un frente único regional frente a la posibilidad individual de su aceptación o rechazo). En este marco, con mayor o menor debate nacional según los casos, en los últimos años, Estados Unidos ha venido firmando acuerdos de libre comercio con Colombia, Chile, Costa Rica, Perú, entre otros.
En octubre de 2007, el presidente Alan García publicó en el tradicional diario El Comercio, de Lima, un artículo titulado “El síndrome del perro del hortelano”, que anticipa de manera brutal y descarnada, su política en relación a la Amazonía y los recursos naturales. Allí, García afirma:
“Hay millones de hectáreas para madera que están ociosas, otros millones de hectáreas que las comunidades y asociaciones no han cultivado ni cultivarán, además cientos de depósitos minerales que no se pueden trabajar y millones de hectáreas de mar a los que no entran jamás la maricultura ni la producción. Los ríos que bajan a uno y otro lado de la cordillera son una fortuna que se va al mar sin producir energía eléctrica./…/.”
“Así pues, hay muchos recursos sin uso que no son transables, que no reciben inversión y que no generan trabajo. Y todo ello por el tabú de ideologías superadas, por ociosidad, por indolencia o por la ley del perro del hortelano que reza: “Si no lo hago yo que no lo haga nadie”.
“El primer recurso es la Amazonía. Tiene 63 millones de hectáreas y lluvia abundante. /…/”
“Los que se oponen dicen que no se puede dar propiedad en la Amazonía (¿y por que sí en la costa y en la sierra?). Dicen también que dar propiedad de grandes lotes daría ganancia a grandes empresas, claro, pero también crearía cientos de miles de empleos formales para peruanos que viven en las zonas más pobres. Es el perro del hortelano”.
[2]
La tesis del “perro del hortelano” comenzó a materializarse en diciembre de 2007, cuando Alan García obtuvo la delegación de facultades legislativas por parte del Congreso, con la finalidad de que se dictaran normas con rango de ley que “facilitaran” la implementación del TLC con los Estados Unidos. En junio del 2008, el ejecutivo  sancionó un centenar de decretos legislativos, entre ellos el paquete de 11 leyes que afectaban a la Amazonía.
Los decretos legislativos, los que fueron rebautizados como ‘la ley de la selva’ por las organizaciones indígenas y ONGs ambientalistas, fueron cuestionados desde diferentes sectores. En primer lugar, dos de ellos, el 1015 y el 1073, que implicaban una distorsión del derecho de consulta, fueron derogados dos meses después de su sanción. En segundo lugar, un informe jurídico de Oxfam América, que brinda un análisis exhaustivo de los decretos, concluyó que “un rasgo característico del uso dado por el Poder Ejecutivo a las facultades legislativas delegadas, ha sido la intención manifiesta de exceder y  aprovechar las atribuciones recibidas para expedir un amplio número de normas con ninguna o muy escasa vinculación efectiva al TLC, distorsionando y desnaturalizando así los términos de la delegación aprobada por el Congreso” (Oxfam América, 5/08/ 2008). Por último, en diciembre de 2008, una comisión multipartidaria se expidió recomendando la derogación de los nueve decretos restantes que afectaban la Amazonía, al considerarlos inconstitucionales, puesto que vulneraban los derechos de los pueblos indígenas (entre ellos el derecho a la consulta previa), reconocidos por el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y el artículo 19 de la Declaración de Naciones Unidas.
Pese a todas estas recomendaciones, el ejecutivo no cedió en su objetivo. Así, agotadas las vías institucionales, las comunidades amazónicas, reunidas en AIDESEP, resolvieron realizar un paro por tiempo indefinido, a partir del 9 de abril del corriente año. Al igual que otras organizaciones sociales en América Latina, los indígenas apelaron a la acción directa, a través del bloqueo terrestre (carreteras) y fluvial (para impedir el paso de las grandes embarcaciones petroleras). El primer ministro Yehude Simón, ex aliado del grupo armado MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru), fue el encargado de negociar con AIDESEP, presidida por el hoy exilado Pizango. En medio del conflicto, a principios de mayo, varios obispos católicos aconsejaron derogar los decretos; sin embargo, el 10 de mayo el gobierno decretó el Estado de Emergencia en cinco regiones del país, en las cuales se llevaban a cabo las medidas de lucha.
[3] Por último, en junio, dos días antes de los hechos, el Congreso desestimó el tratamiento de dos de esos decretos, cerrando la puerta a cualquier tipo de negociación.
En ese contexto se desató la gran represión, que alcanzó una alta repercusión internacional. Sin embargo, pese a los discursos ultramontanos del gobierno, el 17 de junio se derogaron de manera oficial los dos decretos legislativos más problemáticos, que aprobaban la Ley Forestal y de Fauna Silvestre y habilitaban la explotación forestal, petrolera, minera y energética.
Ahora bien, ¿por qué debió recular el gobierno peruano? La explicación más plausible es que Alan García, fragilizado desde el inicio de su gestión por una serie de escándalos políticos que implicaron drásticos y sucesivos cambios en el gabinete, debió retroceder, en especial, de cara a las grandes manifestaciones de solidaridad internas e internacionales: de un lado, fueron las movilizaciones sociales en varios puntos del país y los pronunciamientos de un arco amplio de organizaciones gremiales, sociales, profesionales, universidades, ONGs, organismos del Estado (Defensoría del Pueblo), e incluso, de gobiernos regionales (Loreto, Pasco, San Martín, y la Red de Municipalidades Rurales del Perú). Del otro, hubo unánimes expresiones de solidaridad internacional para con los pueblos amazónicos.  “Todas ellas convergían en tres cosas: la demanda de poner alto a la violencia y la necesidad de diálogo entre las partes; la exigencia de la derogatoria de los decretos cuestionados (por haberse violentado el estado de derecho al no respetar la Convención 169 de la Organización Internacional del Trabajo que exige la consulta previa) y la necesidad de una investigación transparente para establecer el verdadero número de víctimas”
[4].
Finalmente,  como ha sido subrayado por muchos analistas, las protestas permitieron que el país asomara al descubrimiento de los pueblos amazónicos, históricamente excluidos. Un país que  comienza a reconocerse, a la manera de sus vecinos bolivianos y ecuatorianos, compuesto por diferentes naciones, desde la costa hasta la selva, que hoy demandan el reconocimiento de sus derechos y la democratización de las decisiones. La Amazonía, con el 11% de población peruana, cuenta con 66 pueblos diferentes, 14 de los cuales sin contacto con la cultura occidental. Históricamente, el sentimiento de superioridad social y cultural  hacia los amazónicos no sólo ha sido compartido por las élites y clases medias urbanas –sobre todo limeñas-, sino incluso por los pueblos campesinos-indígenas de las zonas andinas.
Asimismo, los análisis coinciden en señalar que, lejos de representar intereses particularistas, las protestas amazónicas pusieron al desnudo el carácter excluyente del modelo de desarrollo, pregonado por el gobierno neoliberal de Alan García. En este sentido, ni aún la CONACAMI (Confederación Nacional de Comunidades Afectadas por la Minería), implantada en gran parte del país, y que desde hace diez años padece los efectos de la minería contaminante así como la criminalización y judicialización de sus luchas, había logrado quebrar tal nivel de consenso o alcanzar tales niveles de interpelación social y política, en su cuestionamiento a un modelo de desarrollo que implica expropiación económica, destrucción de territorios y depredación ambiental.
Como afirma Santiago Manuin, dirigente Awajún, “Tenemos que pensar desde la selva. Mira la historia, cómo han quedado los pueblos indígenas, la deforestación, los ríos contaminados… ¿Eso es desarrollo? Nosotros no queremos ese desarrollo, el Perú no debe querer así el desarrollo. (…) No estamos en contra del desarrollo ni de la inversión, los necesitamos. Pero queremos saber, nunca somos consultados. No nos dicen (…) cómo se asegura que nuestros hijos sigan viviendo del bosque, y cómo se va a cuidar ese bosque. Necesitamos una inversión bien trabajada, un desarrollo pensado desde la selva y a favor de la selva, que también va ser lo mejor para el Perú.”
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El retroceso del gobierno marca sin duda un punto de inflexión. Pero aunque éste parece haber sepultado la teoría del perro del hortelano, el escenario de criminalización de las protestas, está fuertemente instalado. A fines de junio, los congresistas apristas, desestimaron la moción de censura en contra del ministro Yehude Simon. Finalmente, el 7 de julio, en medio de un Paro andino-amazónico de tres días, el primer ministro Simón presentó y otros miembros del gabinete presentaron su renuncia. Pero ese mismo día, un juzgado penal dictó un pedido de captura contra Pizango y otros cuatro dirigentes amazónicos, dando prueba de una persistente continuidad en la política de criminalización.
Por su parte, el conjunto de organizaciones andino-amazónicas continúan levantando como reivindicación la completa derogación de los decretos 1090 y 1064, que regulan el uso y explotación de los recursos hídricos y naturales de la selva, incluidos los recursos gasísticos, petroleros y madereros, al tiempo que proponen, en consonancia con las resoluciones de la IV Cumbre de los Pueblos, la formación de una Corte Internacional sobre Delitos Ambientales, que juzgue a las empresas transnacionales y los gobiernos responsables del saqueo y la destrucción de la Naturaleza, y plantean presentar ante la Corte Interamericana un pedido de “moratoria” o desprocesamiento de los luchadores, por cuestiones ligadas a los recursos naturales.
El modelo de desarrollo latinoamericano
En los últimos veinticinco años, el impulso del capitalismo neoliberal ha conocido diferentes fases en América Latina: un primer momento, desde finales de los ´80, estuvo marcado por la desregulación económica, el ajuste fiscal, la política de privatizaciones (de los servicios públicos y de los hidrocarburos), así como por la introducción del modelo de agronegocios (transgénicos). En continuidad con el momento anterior, pero en un escenario político diferente al de los años ´90, en la actualidad asistimos a una segunda fase, caracterizada por la generalización de las industrias extractivo-exportadoras, basadas en el control y explotación de recursos naturales no renovables, y la consolidación de los agro-negocios. En esta línea, América Latina deviene un territorio estratégico, pues no sólo posee riqueza natural  y biodiversidad, sino también vastos territorios que el capital considera como “improductivos” (“ociosos”, en la terminología de A.García), y por ende, como “socialmente vaciables”, además de ofrecer el atractivo de costos laborales y de producción bajos y flexibles, exenciones impositivas mediante.
No es casual, entonces, que en este escenario de reprimarización de la economía y retorno de una determinada visión del desarrollo se hayan potenciado las luchas ancestrales por la tierra, de la mano de los movimientos indígenas y campesinos, al tiempo que han surgido nuevas formas de movilización y participación ciudadana (movimientos socio-ambientales), centradas en la defensa de los recursos naturales, la biodiversidad y el medio ambiente. No es casual tampoco, que las luchas estén orientadas contra las diversas imposiciones de reordenamiento económico y territorial, que implican tanto los TLC, como los incontables proyectos de infraestructura previstos por el IIRSA (Iniciativa por la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana), llevados a cabo sin consulta alguna a las poblaciones afectadas. Uno de los ejes centrales del IIRSA es el Amazónico, sobre el cual se proyecta la construcción de 39 represas al servicio de numerosos proyectos mineros, petroleros y forestales.
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Por otro lado, la expansión de las fronteras llevada a cabo por los capitales transnacionales, en nombre de un supuesto desarrollo, no es privilegio exclusivo de gobiernos neoliberales o fuertemente conservadores, como el que hoy rige los destinos de Colombia, México o Perú; sino también de aquellos que se atribuyen un perfil progresista o de centro-izquierda, como Lula en Brasil, Correa en Ecuador o el matrimonio Kirchner en Argentina. Así, cuando todavía resonaban los ecos de la masacre en la Amazonía peruana, el gobierno brasileño decidió legalizar la privatización de la selva del Amazonas, a través de una ley que prevé “regularizar” la tenencia de tierras por individuos que, en el pasado, se apoderaron de ellas en forma ilícita para cultivar soja y actividades pecuarias. Esto significa entregar 67,4 millones de hectáreas a manos de personas físicas que podrán disponer de extensiones de hasta 1.500 hectáreas
[7]. Asimismo, en Ecuador, las organizaciones indígenas se hallan enfrentadas al presidente Rafael Correa, a raíz de la nueva ley minera que permite el ingreso de trasnacionales a territorios como el de la Amazonía, en dónde diferentes comunidades indígenas denuncian la amenaza de militarización de los territorios.
En consecuencia, la represión en la Amazonía peruana, lejos de señalar un episodio más de la larga historia de racismo y discriminación hacia las poblaciones indígenas de América Latina, marca la centralidad que adquieren los conflictos en torno a la tierra y el territorio, y abren un gran interrogante acerca de las futuras resoluciones del cada vez más claro antagonismo que se establece entre, por un lado, las vías del actual modelo de desarrollo adoptado por los diferentes gobiernos, independientemente de su signo político-ideológico, y por otro lado, las luchas de los pueblos originarios y de tantos otros movimientos sociales latinoamericanos.
 



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