Es posible leer la última década de América Latina a partir de cuatro ejes: el avance de las luchas indÃgenas; el cuestionamiento de la visión hegemónica de desarrollo a la luz de la expansión del extractivismo; la reactualización de la figura de la dependencia y, vinculado a ella, el alcance efectivo de un regionalismo latinoamericano desafiante. La última clave alude al retorno de los populismos «infinitos». Sin duda, estas no son las únicas claves polÃtico-ideológicas, pero la interrelación y la dinámica recursiva que se estableció entre ellas han jugado un rol preeminente en la reconfiguración del escenario polÃtico-social a escala regional.
A partir del año 2000, América Latina ingresó en un nuevo ciclo polÃtico y económico caracterizado por un novedoso escenario transicional, marcado por el protagonismo creciente de los movimientos sociales y porla crisis de los partidos polÃticos tradicionales y de sus formas de representación; en fin, por el cuestionamiento al neoliberalismo y la relegitimación de discursos polÃticamente radicales. El cambio de época tomó un nuevo giro con la emergencia de diferentes gobiernos que, apoyándose en polÃticas económicas heterodoxas, se propusieron articular las demandas promovidas «desde abajo», al tiempo que valorizaron la construcción de un espacio regional latinoamericano. Frente a ello, no pocos autores alentaron grandes expectativas de cambio y escribieron con optimismo acerca del «giro a la izquierda», la «nueva izquierda latinoamericana» y el «posneoliberalismo», entre otros tópicos.
Para designar a estos nuevos gobiernos, se impuso como lugar común la denominación genérica de progresismo; si bien tiene el defecto de ser demasiado amplia, esta categorÃa permite abarcar una diversidad de corrientes ideológicas y experiencias polÃticas gubernamentales, desde aquellas de inspiración más institucionalista hasta las más radicales, vinculadas a procesos constituyentes. Más aún, en una América Latina diezmada por décadas de neoliberalismo y ajustes fiscales, el progresismo fue emergiendo como una suerte de lingua franca, común a diferentes paÃses, más allá de la diversidad de experiencias y los horizontes de cambio.
La hegemonÃa del progresismo estuvo ligada al boom de los commodities. En un artÃculo publicado en esta revista, definimos la actual fase de acumulación que atraviesa América Latina con el concepto de «Consenso de los Commodities»1, cuya caracterización parte del reconocimiento de que, a diferencia de lo que ocurrÃa en los años 90, las economÃas latinoamericanas fueron enormemente favorecidas por los altos precios internacionales de los productos primarios, lo que se verá reflejado en las balanzas comerciales hasta los años 2011-2013. En este contexto, todos los gobiernos latinoamericanos, más allá de su signo ideológico, apostaron por las ventajas comparativas, habilitaron el retorno de una visión productivista del desarrollo y negaron o buscaron escamotear los crecientes conflictos ligados a las implicancias (daños ambientales, impactos sociosanitarios) de los diferentes modelos de desarrollo.
Con el correr de los años, el cambio de época fue configurando un escenario conflictivo en el cual una de las notas mayores es la articulación entre tradición populista y paradigma extractivista. CategorÃas crÃticas como la de «(neo)extractivismo», «maldesarrollo», «nueva dependencia» o «populismos del siglo xxi», y otras de tipo propositivo, como «autonomÃa», «Estado Plurinacional», «buen vivir», «bienes comunes», «derechos de la naturaleza», «ética del cuidado» o «posextractivismo», atraviesan los debates intelectuales y polÃticos, asà como las luchas sociales de la época y plantean modos diversos –si no antagónicos– de pensar la relación entre economÃa, sociedad, naturaleza y polÃtica.Para dar cuenta de estos escenarios en disputa, presentaré algunas lÃneas de cuatro debates que, si bien atraviesan la historia latinoamericana de los últimos siglos, han vuelto a constituirse en claves importantes para leer el escenario polÃtico actual bajo el ciclo progresista (2000-2016). El primer eje se refiere al avance de las luchas indÃgenas y nos convoca a pensar acerca de la expansión de las fronteras de los derechos de los pueblos originarios. El segundo alude al cuestionamiento de la visión hegemónica de desarrollo, sobre todo, a la luz de la expansión del extractivismo en sus diferentes modalidades. El tercero nos inserta en el plano geopolÃtico y remite a dos cuestiones: por un lado, la reactualización de la figura de la dependencia, categorÃa faro del pensamiento crÃtico latinoamericano, y por otro lado, al alcance efectivo de un regionalismo latinoamericano desafiante. La última clave remite al retorno de los populismos «infinitos» en América Latina. Sin duda, estos debates no son las únicas claves polÃtico-ideológicas, pero la interrelación y la dinámica recursiva que se estableció entre ellos han jugado un rol preeminente en la reconfiguración del escenario polÃtico-social a escala regional.
El avance de las luchas indÃgenas: entre la demanda de autonomÃa y la consulta previa
En las últimas décadas asistimos a un ascenso de los pueblos indÃgenas y a una apertura de las oportunidades polÃticas; esto se hizo visible, entre otros factores, en el cruce de la agenda internacional –la discusión en la Organización de las Naciones Unidas (onu) acerca de los derechos colectivos de los pueblos originarios que derivó en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (oit), en 1989 y, posteriormente, en la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos IndÃgenas, de 2007–, con las agendas regionales y nacionales (la crisis del Estado modernizador desarrollista y, posteriormente, del neoliberalismo, el fracaso de la integración en una identidad mestizo-campesina, la presencia cada vez más masiva de indÃgenas en las ciudades) y cuestiones de Ãndole polÃtico-ideológica (la crisis del marxismo y la revaloración de las construcciones anclada en lo étnico y lo cultural). En suma, hacia los años 90, la apelación a una ciudadanÃa étnica devino una herramienta polÃtica ineludible en la dinámica de empoderamiento de los pueblos indios, no solamente en términos de reconocimiento cultural, sino también vinculado a la reivindicación de la tierra y el territorio.
Sin embargo, en los últimos 15 años, el proceso de expansión de la frontera de derechos tuvo como contracara la expansión de las fronteras del capital hacia los territorios indÃgenas, junto con la emergencia de una nueva conflictividad. En consecuencia, en el marco de los gobiernos progresistas, esta problemática –leÃda primero como tensión y posteriormente como antagonismo– fue suscitando respuestas diferentes, frente a lo cual los pueblos originarios colocaron en el centro del conflicto la cuestión de la autonomÃa y, de modo más generalizado, la defensa del derecho de consulta previa.
En América Latina, la autonomÃa como mito movilizador presenta tres momentos sucesivos y diferentes: en primer lugar, irrumpe innovadoramente como demanda democrática con el levantamiento neozapatista de Chiapas, en 1994 (momento fundacional), que constituye además el primer movimiento contra la globalización neoliberal; en segundo lugar, la autonomÃa –aunque no en clave indÃgena– tuvo su momento destituyente en 2001-2002 con las movilizaciones y levantamientos urbanos en Argentina (asambleas de barrio, movimientos de desocupados, fábricas recuperadas por los trabajadores, colectivos culturales), que cuestionaron el neoliberalismo y rechazaron las formas institucionales de la representación polÃtica; en tercer lugar, hacia 2006, el eje se trasladó a Bolivia, donde la demanda de autonomÃa estarÃa asociada al proyecto de creación de un Estado plurinacional (momento constituyente), con la asunción de Evo Morales.
Fue en Bolivia donde se expresó de manera más acabada el proyecto polÃtico indÃgena autonómico, ilustrado por el Pacto de Unidad, integrado por ocho importantes organizaciones indÃgenas y campesinas que, en 2006, prepararon especialmente para la Asamblea Constituyente un documento que proponÃa la creación de un Estado comunitario y plurinacional. Sin embargo, esa propuesta autonómica encontró lÃmites, primero en la propia Asamblea Constituyente y, por consiguiente, en la Constitución del Estado Plurinacional que se sancionó finalmente. Segundo, una vez derrotadas las oligarquÃas regionales, a partir de 2009, con el proceso de consolidación de la hegemonÃa del Movimiento al Socialismo (mas), el gobierno boliviano dejó en evidencia que las llamadas «autonomÃas indÃgenas originario-campesinas» (aioc) ocupaban un lugar marginal en su agenda. Ciertamente, uno de los problemas fundamentales ha sido la tensión entre la autonomÃa como el núcleo duro del Estado plurinacional y su base extractiva y neodesarrollista. AsÃ, la soberanÃa de las aoic sobre los territorios ancestrales encontró una muralla en la voluntad estatal de controlar el territorio, en especial el dominio sobre los recursos naturales no renovables2. En suma, si bien hubo efectos democratizadores importantes en relación con el lugar de los pueblos originarios, visibles, entre otras cosas, en la lucha contra la discriminación étnica y el racismo, y en la recuperación de la dignidad por parte de sectores indÃgenas históricamente marginados, en Bolivia el gobierno de Evo Morales terminó por consolidar «un Estado plurinacional débil, organizado de modo jerárquico y no igualitario»3, en el que los niveles de codecisión que implicaba el Estado plurinacional sobre los recursos naturales fueron netamente subordinados a la lógica centralista del partido gobernante.
Otra de las cuestiones fundamentales del ciclo progresista asociadas a los pueblos originarios es el derecho de consulta previa, libre e informada (cpli), incorporada a todas las constituciones latinoamericanas a través del Convenio 169 de la oit de 1989. La cuestión devino crucial debido a la multiplicación de megaproyectos extractivos ligados a la expansión de la frontera petrolera, minera y energética y a los agronegocios (soja, caña de azúcar y palma africana), que amenazan directamente a los territorios indÃgenas y conllevan un aumento exponencial de los procesos de violación de derechos fundamentales. Al respecto, un informe reciente de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) sobre la situación de los pueblos indÃgenas, basado en los reportes del relator especial sobre los pueblos originarios de la onu (periodo 2009-2013), resalta como uno de los grandes nudos de los conflictos la expansión de actividades extractivas en territorios indÃgenas. El informe reproduce además un mapeo que identifica al menos 226 conflictos socioambientales en territorios indÃgenas de América Latina durante el periodo 2010-2013, asociados a proyectos extractivos de minerÃa e hidrocarburos4.
En ese marco, la cpli se instaló en un campo de disputa social y jurÃdica crecientemente complejo y dinámico. En la perspectiva de los gobiernos latinoamericanos, es claro que esta constituye algo más que una piedra en el zapato. En razón de ello, más allá de las declaraciones grandilocuentes en nombre de los derechos colectivos o los derechos de la naturaleza, no hubo gobierno latinoamericano que no se propusiera minimizar la cpli y acotarla a sus versiones débiles, no vinculantes, mediante diferentes legislaciones y reglamentaciones; asà como facilitar su tutela o manipulación en contextos de fuerte asimetrÃa de poderes.
Esto es válido para un gobierno democratizador como el de Evo Morales, que no se privó de hacer un uso claramente manipulado de la cpli durante el conflicto del Territorio IndÃgena y Parque Nacional Isiboro Sécure (tipnis). Pero también lo es para una gestión fuertemente criminalizadora de las luchas indÃgenas, como la ecuatoriana, donde la cpli corre el riesgo de ser reformulada bajo otras figuras, como por ejemplo, la consulta prelegislativa. En Perú, los sucesivos gobiernos neoliberales, desde Alan GarcÃa hasta Ollanta Humala con su progresismo fallido, buscaron colocar un freno (violento) a la demanda del derecho de consulta, sobre todo respecto de la megaminerÃa, principal foco de conflictos sociales en el paÃs. En Argentina se aprobaron leyes estratégicas, como la de hidrocarburos de 2014, que habilita el fracking sin incorporar la cpli. En fin, también el Brasil desarrollista de Dilma Rousseff llegó a desestimar las medidas cautelares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (cidh) que frenaban la construcción de la controversial megarrepresa de Belo Monte, en el estado de Pará.
Frente a la degradación o manipulación que la cpli sufre en manos de los diferentes gobiernos y las dificultades jurÃdico-administrativas que conlleva su implementación, en varios paÃses se han desvanecido las expectativas de inicios del ciclo progresista. Las cpli se han convertido en un «campo minado»5. El reclamo por lograr su cumplimiento persiste, no hay duda de ello, pero en un contexto de gran desconfianza y desencanto hacia las posibilidades efectivas de ejercer este derecho.
La crÃtica al desarrollo y el modelo extractivo
La segunda clave de época, estrechamente ligada a la anterior, es la crÃtica a la visión hegemónica de desarrollo, que en la actualidad aparece asociada al modelo extractivo-exportador. Hay que tener en cuenta que ha habido enfoques crÃticos de la visión hegemónica del desarrollo en América Latina desde el comienzo de la discusión sobre los lÃmites del crecimiento6, pasando por los debates sobre el desarrollo sustentable y los análisis en términos de «postdesarrollo»7.
Sin embargo, una nueva etapa se abrió hacia el año 2000, con el ingreso al «Consenso de los Commodities» y la posterior crÃtica al (neo)extractivismo, que instala un nuevo cuestionamiento a la ideologÃa del progreso, ilustrada en la actualidad por la expansión de megaproyectos extractivos (megaminerÃa, explotación petrolera, nuevo capitalismo agrario con su combinación de transgénicos y agrotóxicos, megarrepresas, grandes emprendimientos inmobiliarios, entre otros). Más allá de sus diferencias internas, estos modelos presentan una lógica extractiva común: gran escala, orientación a la exportación, ocupación intensiva del territorio y acaparamiento de tierras, amplificación de impactos ambientales y sociosanitarios, preeminencia de grandes actores corporativos transnacionales y tendencia a la democracia de baja intensidad. Asimismo, el boom de los commodities y sus ventajas comparativas fueron afirmando un acuerdo cada vez más explÃcito acerca del carácter irresistible de la dinámica extractivista, lo cual obturarÃa la posibilidad de un debate de fondo sobre las alternativas al modelo extractivo-exportador.
Una consecuencia de ello ha sido el proceso de «ambientalización de las luchas», en términos de Enrique Leff, visible en la emergencia de diferentes movimientos socio-eco-territoriales, rurales y urbanos, indÃgenas y de carácter multiétnico, orientados contra sectores privados (corporaciones, en gran parte transnacionales) asà como contra el Estado (en sus diferentes escalas y niveles). En la dinámica del conflicto, parte de estos movimientos sociales tienden a ampliar y radicalizar su plataforma representativa y discursiva incorporando otros temas, tales como el cuestionamiento a los modelos de desarrollo, y ponen asà en crisis incluso la visión instrumental y antropocéntrica de la naturaleza.
AsÃ, a diferencia de épocas anteriores en las que lo ambiental era una «dimensión» más de las luchas, en los últimos 15 años asistimos a una resignificación de la problemática que postula una mirada integral de la crisis socioecológica en clave de paradigma civilizatorio. En esa lÃnea, estamos ante la emergencia de un pensamiento polÃtico radical, que apunta a una nueva racionalidad ambiental y a una visión posdesarrollista materializada en nuevos conceptos y lenguajes.
Regionalismos, geopolÃtica y nuevas dependencias
Hay una tercera clave, de Ãndole también histórica, que plantea una reactualización de las relaciones de dependencia bajo el signo del extractivismo. En la actualidad, asistimos a importantes cambios geopolÃticos, manifiestos en el fin del mundo unipolar y en la configuración de un esquema oligopólico de poder, ilustrado por la emergencia de nuevas potencias globales, entre ellas, la República Popular China. En este marco, la cuestión de la sucesión hegemónica y la posibilidad de que China devenga un nuevo hegemón suscitan hoy intensos debates historiográficos y polÃticos.
Una primera cuestión se refiere a la presencia económica de China en la región latinoamericana. Hacia el año 2000, China no ocupaba un lugar privilegiado como destino de exportaciones u origen de importaciones de los paÃses de la región. Sin embargo, a comienzos de la segunda década del nuevo milenio, fue desplazando como socios comerciales de la región a Estados Unidos, a paÃses de la Unión Europea y a Japón. En 2013 ya ocupaba el primer lugar como proveedor de las importaciones de Brasil, Paraguay y Uruguay; el segundo en el caso de Argentina, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Honduras, México, Panamá, Perú y Venezuela; y el tercero para Bolivia, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. En el caso de las exportaciones, en 2015 era el primer destino de Brasil y Chile, y el segundo de Argentina, Colombia, Perú, Uruguay y Venezuela8.
Por supuesto, lo más notorio no es la vinculación –inevitable y necesaria, por cierto– con China, sino el modo en que esta se viene operando. Dentro del campo progresista, la interpretación predominante es que la relación con China habrÃa ofrecido la posibilidad de ampliar los márgenes de autonomÃa de la región en relación con la hegemonÃa estadounidense9. En ese marco, para algunos, la relación con China adquiere un sentido polÃtico estratégico, de cooperación Sur-Sur. Sin embargo, el intercambio con China es claramente asimétrico: mientras que 84% de las exportaciones de los paÃses latinoamericanos a China son commodities, 63,4% de las exportaciones chinas a la región son manufacturas. Esta asimetrÃa se ha ido traduciendo en un proceso de reprimarización de las economÃas latinoamericanas, visible en la reorientación hacia actividades primario-extractivas con escasa generación de valor agregado.
La segunda cuestión importante en términos geopolÃticos es el alcance del regionalismo autónomo latinoamericano, uno de los tópicos más reivindicados por los gobiernos progresistas. Bien podrÃa decirse que a partir de 2000 asistimos, en palabras de Jaime Preciado Coronado, a la emergencia de un «regionalismo latinoamericano desafiante»10 en clave antiimperialista, crÃtico de la tradicional hegemonÃa estadounidense. El gran hito de este nuevo regionalismo fue la Cumbre de Mar del Plata (Argentina), de 2005, cuando los paÃses latinoamericanos dijeron «no» al Ãrea de Libre Comercio de las Américas (alca), promovida por eeuu, y crearon la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (alba) bajo el impulso del carismático Hugo Chávez. En la lÃnea latinoamericanista se pergeñaron proyectos ambiciosos, entre ellos, la creación de una moneda única (el sucre) y el Banco del Sur, que sin embargo no prosperaron, en parte debido al escaso entusiasmo de Brasil, paÃs que a raÃz de su rol de potencia emergente juega en otras ligas globales. La creación de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) en 2007 y, posteriormente, de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) en 2010 –inicialmente como foro para procesar los conflictos de la región dejando fuera a Washington– jalonan ese proceso de integración regional. Sin embargo, todo esto estuvo lejos de evitar que, con posterioridad, eeuu firmara tratados de libre comercio de forma bilateral con varios paÃses latinoamericanos.
En la actualidad, tanto la tesis del regionalismo desafiante como la de la cooperación Sur-Sur parecen ser más una suerte de wishful thinking que prácticas económicas y comerciales realmente existentes de los diferentes gobiernos progresistas latinoamericanos. Por un lado, la tesis comenzó a ser relativizada a raÃz del pasaje a una Unasur de «baja intensidad»11, signada por el final de los grandes liderazgos regionales (la muerte de Chávez y de Néstor Kirchner y el fin del mandato de Luiz Inácio Lula da Silva, tres lÃderes que apostaron fuertemente a la integración regional) y, a partir del surgimiento de nuevos alineamientos regionales de carácter más aperturista (como la Alianza para el PacÃfico) en 2011, con la participación de paÃses como Chile, Colombia, Perú y México. Por otro lado, la firma de convenios o acuerdos unilaterales entre China y varios gobiernos latinoamericanos en los últimos años (muchos de los cuales comprometen a sus economÃas por décadas) están lejos de ser la excepción. Al contrario, constituyen una regla bastante generalizada en los últimos tiempos, lo cual, en lugar de afianzar la integración latinoamericana, no hace más que potenciar la competencia entre los paÃses de la región como exportadores de commmodities. En suma, pese a la apertura de un espacio regional latinoamericano, la competencia económica entre paÃses y la confirmación de una relación comercial privilegiada con China, basada en la demanda de commodities y en la vertiginosa consolidación de un intercambio desigual, parecerÃan estar marcando la emergencia de nuevas relaciones de dependencia, cuyo contorno se estarÃa definiendo al calor de las negociaciones unilaterales que aquel paÃs mantiene con cada uno de sus socios latinoamericanos.
El regreso de los populismos infinitos
Más allá de las diferencias evidentes, son varios los gobiernos progresistas que ilustran configuraciones polÃticas vinculadas a los populismos clásicos del siglo xx (1940-1950). AsÃ, las inflexiones polÃticas que adoptaron los gobiernos de Chávez en Venezuela (1999-2013), Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina (2003-2007 y 2007-2015, respectivamente), Rafael Correa en Ecuador (2007-2017) y Evo Morales en Bolivia (desde 2006), todos ellos en paÃses con una notoria y persistente tradición populista, habilitaron el retorno del populismo en sentido fuerte. Entiendo el populismo como un fenómeno polÃtico complejo y contradictorio, que presenta una tensión constitutiva entre elementos democráticos y elementos no democráticos. Esta definición propone una óptica crÃtico-comprensiva y se aparta del tradicional uso peyorativo y descalificador del concepto12, que predomina en el ámbito polÃtico-mediático, donde se reduce el populismo a una polÃtica macroeconómica (despilfarro o gasto social) y a la demagogia y al autoritarismo polÃtico (déficit republicano), y se dejan de lado, interesadamente, otros componentes. AsÃ, en consonancia con otros análisis como el de Gerardo Aboy Carlés, propongo pensar el populismo a partir de la coexistencia de dos tendencias contradictorias: «la ruptura fundacional (que da paso a la inclusión de lo excluido), pero también la pretensión hegemónica de representar a la comunidad como un todo (la tensión entre plebs y populus; esto es, entre la parte y el todo)»13. Esa tensión constitutiva de los populismos hace que estos traigan a la palestra, tarde o temprano, una perturbadora pregunta, en realidad, la pregunta fundamental de la polÃtica: ¿qué tipo de hegemonÃa se está construyendo en esa tensión peligrosa e insoslayable entre lo democrático y lo no democrático, entre una concepción plural y otra organicista de la democracia, entre la inclusión de las demandas y la cancelación de las diferencias?
AsÃ, mi hipótesis es que durante el ciclo progresista hemos asistido a una reactualización de la matriz populista. En la dinámica recursiva, esta fue afirmándose a través de la oposición y, al mismo tiempo, de la absorción y el rechazo de elementos propios de otras matrices contestatarias –la narrativa indÃgena-campesina, diversas izquierdas clásicas o tradicionales, las nuevas izquierdas autonómicas–, que habrÃan tenido un rol importante en los inicios del «cambio de época». Desde el punto estrictamente polÃtico, asistimos a un populismo de alta intensidad14, en el cual coexiste la crÃtica del neoliberalismo con el pacto con el gran capital; procesos de democratización con la subordinación de los actores sociales al lÃder; la apertura a nuevos derechos con la reducción del espacio del pluralismo y la tendencia a la cancelación de las diferencias, entre otros. A esto hay que agregar que, a diferencia de los populismos conservadores o de derecha que se expanden en la actualidad en Europa y eeuu, los populismos latinoamericanos del siglo xxi fomentaron la inclusión social, de la mano de un lenguaje nacionalista y a la vez latinoamericanista, y no de la xenofobia o el racismo.
Ahora bien, mientras que el proceso venezolano se instaló rápidamente en un escenario de polarización social y polÃtica (1999-2002), en Argentina la dicotomización del espacio polÃtico aparece recién a comienzos en 2008, a raÃz del conflicto del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner con las patronales agrarias por la distribución de la renta sojera, y se exacerba a lÃmites insoportables en los años siguientes. En Bolivia, la polarización signó los comienzos del gobierno del mas, en la confrontación con las oligarquÃas regionales; sin embargo, esta etapa de «empate catastrófico» se clausura hacia 2009, para abrir luego a un periodo de consolidación de la hegemonÃa del partido de gobierno. En esta segunda etapa se rompen las alianzas con diferentes movimientos y organizaciones sociales contestatarios (2010-2011). Esto es, la inflexión populista se opera en un contexto más bien de ruptura con importantes sectores indigenistas. Para la misma época, Rafael Correa inserta su mandato en un marco de polarización ascendente que involucra tanto a los sectores de la derecha polÃtica como –de modo creciente– a las izquierdas y los movimientos indigenistas. El afianzamiento de la autoridad presidencial y la creciente implantación territorial de Alianza PaÃs tuvieron como contrapartida el alejamiento del gobierno respecto de las orientaciones marcadas por la Asamblea Constituyente y su confrontación directa con las organizaciones indÃgenas de mayor protagonismo (como la Confederación de Nacionalidades IndÃgenas del Ecuador, conaie) y los movimientos y organizaciones socioambientales que habÃan acompañado su ascenso.
Lejos ya de aquellas caracterizaciones que al inicio del cambio de época aludÃan a un «giro a la izquierda», en 2017 la reflexión sobre el retorno de los populismos en América Latina inserta a la región en otro escenario polÃtico, más pesimista, que trae a la luz la tensión constitutiva que los recorre. Desde el punto estrictamente polÃtico, la actualización del populismo de alta intensidad afirma un modelo de subordinación de los actores sociales (movimientos sociales y organizaciones indÃgenas) y apunta a la cancelación de las diferencias, lo que pone de relieve la amenaza a las libertades polÃticas o su cercenamiento. Por otro lado, el retorno del populismo de alta intensidad y el final del ciclo progresista aparecen asociados. AsÃ, desde el punto de vista económico y más allá de los manifiestos de buenas intenciones, se observa que el extractivismo actual no condujo a un modelo de desarrollo industrial o a un salto de la matriz productiva, sino a una reprimarización y a mayores conflictos socioterritoriales. A esto hay que sumar el fin del llamado «superciclo de los commodities»15, lo que algunos vinculan sobre todo a la desaceleración del crecimiento en China. La mayorÃa de los gobiernos latinoamericanos no están bien preparados para la caÃda de los precios de los productos primarios y ya se observarÃan consecuencias en la tendencia a la caÃda en el déficit comercial16. Dicho de otro modo, los paÃses latinoamericanos exportan mucho a China, pero esto no alcanza para cubrir el costo de las importaciones desde ese paÃs. Todo ello conllevará no solo más endeudamiento, sino también una exacerbación del extractivismo, es decir, una tendencia al aumento de las exportaciones de productos primarios a fin de cubrir el déficit comercial, con lo cual se ingresarÃa en una suerte de espiral perversa (multiplicación de proyectos extractivos, aumento de conflictos socioambientales, desplazamientos de poblaciones, entre otros). No es casual por ello que se anuncien nuevas exploraciones en zonas de frontera o en parques naturales (en Bolivia, Venezuela, Ecuador, Argentina, entre otros).
Por último, el neoextractivismo abrió una nueva fase de criminalización y violación de los derechos humanos. En los últimos años, fueron numerosos los conflictos socioambientales y territoriales que lograron salir del encapsulamiento local y adquirir una visibilidad nacional. Lo que resulta claro es que la expansión de la frontera de derechos (colectivos, territoriales, ambientales) encontró un lÃmite en la expansión creciente de las fronteras de explotación del capital en busca de bienes, tierras y territorios, y tiró por la borda aquellas narrativas emancipatorias que habÃan levantado fuertes expectativas, sobre todo en Bolivia y Ecuador. Para decirlo de otro modo, el fin del boom de los commodities nos confronta a la consolidación de la ecuación «más extractivismo/menos democracia», que ilustran los contextos de criminalización de las luchas socioambientales y el bastardeo de los dispositivos institucionales disponibles (audiencias públicas, consulta previa de poblaciones originarias, consulta pública), escenario que hoy comparten tanto gobiernos progresistas como aquellos otros conservadores o neoliberales.
Fin de ciclo y posprogresismos
En la actualidad, los progresismos realmente existentes parecen haber entrado en una fase final, ilustrada por el giro conservador que adoptaron dos de los paÃses más importantes de la región: Argentina y Brasil, a lo cual hay que añadir la crisis generalizada que atraviesa el gobierno venezolano. Cabe aclarar que la crisis no se debe solo a factores externos (el fin del superciclo de los commodities y el deterioro de los Ãndices económicos), sino también a factores internos (el aumento de la polarización ideológica, la concentración de poder polÃtico, el incremento de la corrupción). Ciertamente, con los años y a medida que los regÃmenes se fueron consolidando, la concentración y la personalización del poder polÃtico impidieron la emergencia y la renovación de otros liderazgos, al tiempo que alentaron formas de disciplinamiento y de obsecuencia que socavaron cualquier posibilidad de pluralismo polÃtico dentro de los diferentes oficialismos. Esto incluye tanto a organizaciones y movimientos sociales –que otrora tenÃan agenda propia y se caracterizaban por su accionar contestatario– como a intelectuales, académicos y periodistas –otrora defensores del derecho a la disidencia y del pensamiento crÃtico–. El tema no es menor y nos confronta a un problema recurrente en la historia polÃtica latinoamericana, que golpea de lleno el ciclo progresista y termina, lamentablemente, por darle forma definitiva: el hiperliderazgo y, a través de ello, la tendencia de los gobernantes a perpetuarse en el poder o, por lo menos, a buscar permanecer longevamente en él.
Por otro lado, el fin de ciclo y el eventual giro polÃtico se insertan en un escenario mundial muy perturbador, marcado por el avance de las derechas más xenófobas y nacionalistas en Europa, asà como por el inesperado triunfo del magnate Donald Trump en eeuu. Todo ello augura importantes cambios geopolÃticos, que además de producir un empeoramiento del clima ideológico internacional, en el cual las demandas antisistema de la población más vulnerada se articulan con los discursos más racistas y proteccionistas, impactarán de modo negativo en la región latinoamericana, en un contexto global de mayor desigualdad.
Asimismo, podrÃa decirse que, pese a la sobreutilización de la hipótesis conspirativa, el giro conservador está vinculado, en gran parte, a las limitaciones, mutaciones y desmesuras de los gobiernos progresistas. Sin embargo, no todo es ilusión conspirativa: en América Latina, los procesos de polarización polÃtica habilitaron la vÃa más espuria del golpe parlamentario y aceleraron con ello el retorno a un escenario claramente conservador. Esto sucedió al menos en tres casos: con Manuel Zelaya en Honduras (2009), con Fernando Lugo en Paraguay (2012) y, sin duda, el más resonante de todos, con el impeachement contra la presidenta de Brasil Dilma Roussef en 2016, a quien sucedió su vicepresidente Michel Temer, del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (pmdb). Tampoco es posible reducir los progresismos existentes a una pura matriz de corrupción, como pretenden algunos, bastardeando la categorÃa «populismo» o utilizándola en un sentido unilineal y olvidando los componentes democráticos de los cuales fueron portadores. Ciertamente, al inicio del ciclo, todos los progresismos implicaron la potenciación de un lenguaje de derechos (sociales, colectivos, económicos, culturales) y abrieron un espacio a diferentes polÃticas de democratización. Pero entre 2000 y 2016, mucha agua corrió bajo el puente. La mirada retrospectiva nos obliga a reconocer que no es lo mismo hablar de «nueva izquierda latinoamericana» que de «populismos del siglo xxi». En el pasaje de una caracterización a otra, algo importante se perdió, algo que evoca la evolución hacia modelos de dominación de corte tradicional, basados en el culto al lÃder, su identificación con el Estado y la búsqueda o aspiración de perpetuarse en el poder. No por casualidad, hacia el final del ciclo, el evidente desacoplamiento entre progresismos e izquierdas habilitarÃa la reintroducción de categorÃas recurrentes como las de populismo y transformismo, que irÃan permeando una parte importante de los análisis crÃticos contemporáneos.
El agotamiento y el fin del ciclo progresista nos confrontan con un nuevo escenario, cada vez más desprovisto de un lenguaje común. Por un lado, es cierto que, sin apelar a retornos lineales, los actuales gobiernos de Brasil y Argentina recrean núcleos básicos del neoliberalismo, a través, entre otras cosas, de polÃticas de ajuste que favorecen abiertamente a los sectores económicos más concentrados, asà como del endurecimiento del contexto represivo. Sin embargo, la emergencia de una suerte de «nueva derecha» es todavÃa la excepción, no la regla. Por otro lado, todo parece indicar que estamos asistiendo al inicio de una nueva época, de carácter más expoliatorio en términos de derechos a escala regional, que augura más incertidumbre y menos pluralidad, en un contexto internacional ya marcado por grandes cambios geopolÃticos. Se abre asà un nuevo escenario a escala global y regional más atomizado e imprevisible, que marca el fin de ciclo del progresismo como lingua franca, aunque atravesado por múltiples protestas sociales. Este seguramente será el punto de partida para pensar el posprogresismo que se viene.
Nueva Sociedad
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