Como en otras latitudes, aunque con mayor virulencia, la historia argentina reciente ha mostrado que la conquista de derechos ciudadanos está lejos de ser un proceso evolutivo y mucho menos irreversible. En las últimas décadas esto se ha venido reflejando tanto a través de la institucionalización de la precariedad y la multiplicación de los estatus laborales, como por la expulsión de vastos contingentes del mundo del trabajo. Precarizados, privados de una inserción laboral u obligados a aceptar condiciones ignominiosas de trabajo (extensión de las jornadas, trabajo en negro, entre otros), los sujetos fueron despojados de sus derechos sociales y debieron aceptar, en la mayorÃa de los casos, indefensos, la redefinición de las reglas de juego.
Asimismo, este proceso de cercenamiento y fragmentación de la ciudadanÃa social fue acompañado por la emergencia de nuevas figuras que, lejos de anclarse en definiciones universalistas, fueron estableciendo las nuevas condiciones de acceso a bienes y servicios sociales básicos dentro de la lógica de mercado. Entre éstas figuras se encuentra el modelo del cuidadano consumidor, que en Argentina devino el núcleo afirmativo del régimen neoliberal. En efecto, como afirmaba tempranamente Lewcowicz (1994), la figura del ciudadano consumidor estaba en la base del nuevo contrato social de la sociedad argentina, luego de la hiperinflación. Tal es su importancia que ésta adquirió rango constitucional, como lo refleja el artÃculo 42 de la Constitución, reformada en 1994. Dentro de este nuevo paradigma, el individuo deviene consumidor-usuario de los bienes y servicios que provee el mercado.
Dicho esto, bien vale la pena aclarar que en la década pasada el nuevo paradigma evocaba dos figuras diferentes, que estuvieron lejos de articularse: a saber, la figura del consumidor puro y aquella del consumidor-usuario. Para comenzar, recordemos que en el famoso artÃculo 42 se enuncian los derechos del consumidor-usuario, al tiempo que se estipulan los controles que el Estado debe instituir o garantizar para que estos derechos se ejerzan. AsÃ, el derecho a la participación como consumidor implicaba la constitución de un nueva escena, un mercado en el cual debÃan interactuar empresas, consumidores y entes reguladores estatales. Sin embargo, en la Argentina de los ´90, la forma que adoptó el proceso de privatizaciones implicó la destrucción de las capacidades estatales, asà como la conformación de mercados monopólicos, favorecidos por la protección de un Estado patrimonialista. Ello explica tanto la escasa capacidad (institucional) de los tardÃos entes reguladores -¡algunos de ellos creados incluso meses después de la privatización del sector!-, como la temprana cooptación de las incipientes organizaciones de consumidores. En consecuencia, antes que el escenario apropiado para la gestación de un hipotético “control ciudadanoâ€, ejercido por el consumidor usuario, el modelo de dominación polÃtico se encargó de proclamar su existencia virtual, asegurando al mismo tiempo, su inviabilidad empÃrica.
Sin embargo, la virtualidad del consumidor usuario fue compensada por la ostensible centralidad que adquirió el consumidor puro, imagen impulsada por el modelo neoliberal-menemista, a través del régimen de convertibilidad. Este modelo, que proponÃa una suerte de inclusión preferencial a través del consumo, logró cautivar a diferentes sectores sociales, constituyéndose en la clave de bóveda del régimen menemista. En este sentido, la eficacia simbólica de este modelo residÃa en su doble funcionalidad. Por un lado, en tanto paÃs, nos colocaba del lado de los “ganadores†de la nueva era, avalando la creencia de que éramos una suerte de enclave del Primer Mundo, en un subcontinente cada vez más horadado por todo tipo de males. Por el otro, a nivel interno, facilitaba el desdibujamiento de la matriz conflictiva de lo social, ocultando y despolitizando los efectos excluyentes del régimen económico en curso (pues la apertura al consumo de productos importados tenÃa como contracara la destrucción de puestos de trabajo internos). AsÃ, en medio de la reducción salarial, de la precarización laboral, más adelante, del aumento de la desocupación y de la inseguridad ciudadana, habÃa un espacio, brechas que se abrÃan, en el cual convergÃan seducción individualista con estrategias de consumo. Para algunos, la aceptación de este modelo formaba parte de la “utopÃa privatista†a la que adherÃan fervorosamente; para otros, era el puro resultado de la dinámica neoliberal y privatizadora; lo cierto es que en ambos casos, sea por razones de orden ideológico, por puro pragmatismo o mala fe, la mayorÃa optó por cerrar los ojos y aceptar las ventajas estabilizadoras del modelo, rápidamente sacralizadas en la polÃtica de paridad cambiaria.
En esta misma lÃnea debe leerse el significado que tuvo la “fiesta menemistaâ€: más que una perversidad, ésta fue la expresión hiperbólica del modelo centrado en el consumidor puro que, en dosis y grados diferentes encontró una gran aceptación en el conjunto de la sociedad argentina. No por casualidad, la Alianza, que inicialmente habÃa apostado a hacer del “control ciudadano†una suerte de bandera, terminó avalando y llevando hasta el paroxismo el modelo del consumidor puro, anclado en la defensa irracional de la convertibilidad. Finalmente, la crisis de diciembre de 2001 trajo consigo la ruptura del pacto social, al tiempo que señaló la activación de una nueva dinámica de “ganadores†y “perdedoresâ€, a partir de la retracción del espacio del ciudadano-consumidor. Ahorristas y endeudados, actores importantes de las protestas desarrolladas a partir de diciembre 2001, ilustraron el nuevo saldo de “perdedoresâ€.
Ahora bien, el declive inevitable de la figura del consumidor puro, asociado al anterior dispositivo de dominación, nos advierte la importancia estratégica que adquiere en la actualidad el modelo del consumidor-usuario. Opacado durante los años del frenesà consumista, conminado al estado embrionario pues cautivo de los mercados monopólicos, el mismo encuentra hoy sus voceros en un conglomerado heterogéneo de organizaciones sociales (asociaciones de defensa del consumidor) que, cooptadas durante los ´90, están lejos de constituir un verdadero espacio autónomo. En este sentido, la primera condición para la emergencia del consumidor-usuario exige la restitución de las capacidades estatales, destruidas y simultáneamente reconvertidas, al servicio de la lógica del capital, asà como el fortalecimiento y capacidad de autodeterminación de las propias organizaciones de consumidores.
Sin embargo, bien vale la pena preguntarse si la condición de posibilidad el ciudadano usuario no abre nuevas oportunidades y desafÃos, en la medida en su potencial realización puede colocar en el centro la discusión las bases del nuevo “pacto social†postconvertibilidad. No olvidemos que, por un lado, su “realización†interpela al gobierno actual y pone en juego nada menos que su sobrevivencia, ya que en los próximos años gran parte de su legitimidad estará ligada a la capacidad que éste tenga de articular con éxito la figura del consumidor-usuario. Por otro lado, el espacio del ciudadano usuario es más elástico del que muchos suponen, ya que la cuestión de los servicios recorre transversalmente la sociedad al tiempo que, como de costumbre, afecta de manera más severa a los sectores económicamente más vulnerables.
Seguramente, algunos objetarán que la acción del ciudadano usuario, será limitada pues como escribe G.Nardacchione, éste “tiende a desarrollarse en una escena preconstituida por el productor y por fuera del campo de la producción o del conflicto socio-económicoâ€, el que permanece incuestionable y desaparece del eje de la discusión. Otros recordarán sus orÃgenes espurios, en la medida en que la relevancia del consumidor usuario en la nueva matriz social es directamente proporcional al eclipse del modelo de ciudadanÃa social, consagrado en el artÃculo 14 bis, incluido en la reforma de 1949, bajo el primer gobierno de J.D.Perón. Con todo, ello no puede llevarnos a ignorar la potencialidad crÃtica y disrruptiva que contiene la figura del ciudadano-usuario en el nuevo escenario polÃtico argentino y latinoamericano. Como nos lo advierte el ejemplo de la vecina Bolivia, la continuidad y difusión de las luchas colectivas –que comenzaron reclamando en el año 2000 a la empresa privatizada que controlaba el agua en Cochabamba- pueden abrir nuevos horizontes, al incluir otros temas y reclamos más generales.
En suma, nuevas dinámicas polÃticas pueden generarse, pese al cierre excluyente de nuestras sociedades. AsÃ, dadas las caracteristicas particulares que asumió el proceso de privatización en nuestro paÃs y los efectos que ésta tuvo (una suerte de “segunda expoliaciónâ€); más aún, en el contexto de una sociedad altamente movilizada, no serÃa descabellado pensar que las demandas del consumidor-usuario pueden saltar por encima de los lÃmites estructurales en los cuales se inserta su acción, para finalmente expandir su plataforma de acción e incluir otras demandas, más amplias y universales, de ciudadanÃa.