¿Hecho inaugural o continuidad en los parques?

La desaparición forzada de Santiago Maldonado y la situación de los pueblos indígenas.

Punto de inflexión

Es innegable que la desaparición forzada de Santiago Maldonado marca un punto de inflexión en nuestro país, que nos interroga sobre el alcance de la violencia represiva estatal y la posibilidad o no de actualización de ciertas figuras, ligadas al terrorismo de Estado.

El accionar brutal de las fuerzas de la Gendarmería Nacional en esas rutas solitarias, por orden del actual gobierno, la presencia perturbadora en la zona del jefe de gabinete del Ministerio de Seguridad, Pablo Noceti, connotado defensor de represores, no puede ser denegada.

Se trata de un hecho incontestable, que además se enlaza con otros hechos represivos sucedidos en los últimos tiempos, y se hallan en consonancia con las representaciones y discursos que el gobierno sostiene respecto de la problemática indígena y la protesta social.

Ciertamente, desde fines de 2015 la situación de las comunidades indígenas que reclaman tierras ancestrales, empeoró. Hay varios dirigentes indígenas encarcelados en situación irregular, entre ellos el dirigente mapuche Facundo Jones Huala, quien ya fue juzgado y exonerado por la misma causa que ahora, nuevamente, se le imputa. Agreguemos el caso del dirigente wichi Agustín Santillán, detenido y encarcelado en Formosa desde hace meses por reclamar ayuda durante las inundaciones, y contra quien se reactivaron causas anteriores.

A ello hay que sumar el caso de Milagros Sala, dirigente social de la provincia de Jujuy muy vinculada al kirchnerismo. Recientemente, y a raíz de un fallo de la Corte Internacional de Derechos Humanos, se le concedió la prisión domiciliaria. Sin embargo, durante mucho tiempo el gobierno nacional se desentendió de la situación, haciendo caso omiso a las irregularidades del procedimiento de detención, en un caso que, a raíz del evidente ensañamiento, no puede leerse sino en términos de revancha de clase.

Es innegable que a la hora de hablar de derechos humanos, como también de la protesta social, de seguridad, de la relación entre lo público y lo privado, el rol de los mercados y los capitales, salta todo el tiempo el ADN del gobierno y aparece sin filtros una visión elitista y reaccionaria, propia de las clases dominantes argentinas, un conjunto de representaciones sociales que revelan una estrecha mirada de clase sobre la historia y la sociedad. Esto se expresa con mayor virulencia a la hora de hablar de los derechos colectivos de los pueblos originarios.

Para ilustrar esto, vale la pena traer a colación una anécdota personal. Hace un par de meses, fui invitada a debatir con uno de los directores de YPF. En dicho cruce hice referencia a los reclamos indígenas en la zona de Vaca Muerta, aludiendo al convenio 169 de la OIT, el cual está lejos de ser respetado. Mi contrincante replicó destempladamente que los mapuches son solamente “superficiarios” y que no tienen “derechos especiales”. De este modo, el funcionario pretendió eliminar de un plumazo toda la legislación internacional y nacional sobre derechos colectivos indígenas.

A la ceguera de clase respecto de la problemática indígena, hay que sumar la gran ignorancia sobre cuestiones contemporáneas ligadas a las transformaciones del Estado. Así, el gobierno expresa una visión monocultural acerca de la sociedad, a la cual piensa a través de la correspondencia univoca entre una cultura/una lengua/un estado. Por ejemplo, cuando la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, condena el reclamo de “autonomía” de ciertas comunidades mapuches, como si éstos quisieran fundar una república aparte, confunde nación y Estado. Evidentemente nunca en su vida escuchó hablar de Estado plurinacional, ni leyó acerca de los debates, teorizaciones e incluso reformas constitucionales que se hicieron en ciertos países de América Latina en vistas de reconocer la existencia de diferentes naciones (indígenas) dentro de un mismo Estado.

Cabe añadir, de modo cuasi benévolo, que dichos debates político-sociales están fuera de su horizonte de comprensión, no solo conceptual sino también ideológico.

¿Hecho inaugural o continuidad de los parques?

Pese a todo lo dicho, sostengo que la desaparición forzada de Santiago Maldonado no es un “hecho inaugural”, como pretenden afirmar de modo interesado ciertos sectores movilizados. Y ello por varias razones, sobre las cuales es necesario detenerse.

En primer lugar, existen visibles continuidades en relación con el gobierno anterior. Durante los últimos quince años, la expansión vertiginosa de las fronteras del capital, en clave extractivista, muestra el creciente proceso de arrinconamiento de los pueblos originarios. La periferia de la periferia ha vuelto a ser el blanco de intereses económicos y políticos. Recordemos que en 2006, a demanda de las organizaciones y en un contexto de creciente conflictividad, se sancionó la ley 26.160, que prohíbe los desalojos de las comunidades indígenas y ordena la realización de un relevamiento territorial. Sin embargo, este ordenamiento jurídico que se despliega en diferentes niveles (provincial y nacional, siguiendo una normativa internacional), contrasta con la realidad.

Para tener una idea de lo sucedido en años anteriores, nada mejor que recurrir al Informe final del relator sobre los pueblos indígenas de la ONU, James Anaya, quien visitó la Argentina en 2011, y recogió testimonios y denuncias de las comunidades. El informe dio cuenta de un cuadro muy preocupante atravesado por el impacto ambiental y cultural, la fragmentación del tejido social, la falta de consulta previa (Convenio 169 de la OIT), los desalojos violentos, las situaciones de criminalización y represión, entre otros.

Asimismo, tal como afirma el Observatorio de Derechos Humanos de los Pueblos Indígenas (ODHPI), la criminalización de los pueblos originarios no se vincula tanto con el ejercicio del legítimo derecho de protesta, sino al uso de derechos reconocidos jurídicamente (reclamo de tierras y territorios, cuyos derechos se hayan amparados por la normativa nacional y provincial existente). Los datos de un informe realizado por Encuentro Memoria, Verdad y Justicia, de 2012 sobre criminalización de la protesta según sector, son alarmantes. Un relevamiento sobre 2.198 casos, ocurridos entre 2001 y 2012, señala que el 31,4 % del total de los criminalizados corresponde a los pueblos originarios, esto es, casi un tercio del total, equiparando éste al sector de las luchas sindicales.

Pese a la retórica multicultural políticamente correcta del kirchnerismo, los hechos mostraban realidades mucho más crudas en los territorios rurales. Algo que se cristalizó de modo patente en la marcha masiva que pueblos indígenas hicieron en mayo de 2010, en ocasión del Bicentenario, llevando sus reclamos ante la primera mandataria, Cristina Fernández de Kirchner. Como podría constatar el periodista Darío Aranda, el intercambio entre los dirigentes indígenas y la presidenta no fue muy fructífero: “El discurso de la Presidenta duró 14 minutos y 57 segundos. Llamó en nueve oportunidades a ser “inteligentes” para negociar y aceptar los cambios. También llamó a ser “realistas” y “sensatos”…

Este preocupante panorama nos lleva a reflexionar acerca de la mutación de las formas de la violencia política en Argentina, y sus blancos predilectos: en los `90 eran los desocupados quienes aparecían como la “población sobrante” y al mismo tiempo configuraban el nuevo “enemigo interno”, hombres y mujeres descartados en nombre de la globalización neoliberal, cuyos cuerpos se rebelaron al destino de sacrificio y comenzaron a interrumpir las rutas del país.

Hoy son comunidades enteras, entre ellas, indígenas y campesinos, víctimas del racismo endémico, los que devienen un obstáculo, una piedra en el camino frente a la expansión del “progreso”. Frente a esto, vuelven aquellas preguntas que invocan la memoria larga, atravesada por el genocidio originario, acerca de cuál es el lugar que la Argentina contemporánea y los modelos de desarrollo hoy imperantes, le reservan a las comunidades y pueblos indígenas.

Aparte de ello, hay que decir que la sociedad argentina es, en mucho, indiferente a los reclamos de los pueblos indígenas, tema sobre el cual además pone menos límites que en otros. Por ende, no hay que ser hipócritas. Convengamos que mientras respecto del terrorismo de Estado, existe un consenso crítico ya instalado en la sociedad, no sucede lo mismo en relación a los derechos de los pueblos indígenas. El Estado argentino jamás pidió perdón por el genocidio perpetrado en el siglo XIX; lo cual se condice con que la sociedad argentina vive de espaldas a los reclamos de las comunidades indígenas, y es bastante indiferente a las campañas de estigmatización que se desarrollan desde el poder provincial y nacional y desde algunos grandes medios de comunicación, que buscan mostrar a sus dirigentes como meros “usurpadores” y “violentos”, cuando no también de “invasores” y “chilenos”.

En segundo lugar, y respecto de las comunidades mapuches, no es la primera vez que se utiliza la fórmula que combina “represión mas desaparición”. Esto tiene antecedentes. Así, para los que creen que la desaparición forzada de Santiago Maldonado es un rayo en un día de sol, hay que recordar que en la zona (Chubut), hubo represiones salvajes a comunidades mapuches, como la de Corcovado, en 2009, así como también el caso de un “desaparecido”, Luciano Gonzalez, en Cerro Centinela, quien después de ser llevado a declarar a Gendarmería, fue golpeado por miembros de fuerzas especiales, el GEOP (Grupo Especial de Operaciones). Numerosos organismos de derechos humanos de la zona reclamaron por la aparición de González. Sus restos mortales aparecieron 4 años más tarde. Es el mismo modus operandi que observamos ahora con Santiago Maldonado, a excepción de que la represión anterior (2009) no fue en el marco de una protesta social, sino de un allanamiento a una comunidad mapuche que instaló un virtual “estado de sitio”, y el caso de la desaparición forzada de González, fue apenas posterior a dichos hechos.[1].

En suma, tomando en cuenta lo anterior, cabe señalar que el kirchnerismo no fue “el gobierno de los derechos humanos”, como sostienen algunos sectores, mirando la realidad con un solo ojo. Antes bien, sus políticas ilustraron la disociación entre, por un lado, las agendas de derechos humanos abocadas a la temática del terrorismo de Estado y los juicios a los militares; y, por otro lado, la agenda de derechos humanos ligadas a los impactos del neoextractivismo en los diferentes territorios. Es cierto que este hiato entre ambas agendas fue potenciado por la desconexión existente entre luchas sindicales y luchas contra el extractivismo. Pero en líneas generales la relación directa entre neoextractivismo, política de concentración de la tierra y deterioro de los derechos fue uno de los puntos ciegos del gobierno kirchnerista y, por sobre todo, de las organizaciones de derechos humanos ligadas al gobierno.

En este marco, no es casual que el kirchnerismo mantuviera “blindado” el discurso progresista, frente al carácter estructural de estas problemáticas, negando la responsabilidad del gobierno nacional y subrayaran, en contraste, el peso determinante de los juicios a los represores, así como de las políticas sociales y la revitalización de la negociación colectiva, entre otros. No es casual tampoco que desde el kirchnerismo se sostuviera que Milagro Salas es “la primera presa política de la democracia”, denegando con ello un historial de criminalización, represiones, encarcelamientos e incluso asesinatos de militantes, que involucraron a las fuerzas represivas estatales durante el ciclo kirchnerista.

La excepción de este divorcio de las dos agendas de DDHH fue el rol siempre aglutinador del Servicio de Paz y Justicia, coordinado por el premio nobel de la paz, Adolfo Perez Esquivel, y de Nora Cortiñas, perteneciente a una de las corrientes de la asociación de Madres de Plaza de Mayo, así como del citado espacio Memoria, Verdad y Justicia y ciertos posicionamientos del Centro de Estudios Legales y Sociales.

Esta colisión interpretativa en torno a la doble agenda de derechos humanos tomó visible forma y voz en la Plaza de Mayo, el pasado viernes 11 de agosto, cuando se realizó una marcha masiva pidiendo la aparición con vida de Santiago Maldonado, y los organizadores (kirchneristas), leyeron un documento que hacía tabula rasa del pasado, buscando instalar un parteaguas a partir de la desaparición forzada de Maldonado, en términos de derechos humanos. Los que estábamos cerca del palco pudimos advertir cómo los organizadores trataban de impedir que voces disonantes, como las de Adolfo Pérez Esquivel y Nora Cortiñas, pudieran intervenir. Sin embargo, no pudieron con la infatigable Nora Cortiñas, quien al final del acto tomó el micrófono con firmeza y buscó poner las cosas en su lugar; en su breve discurso, procuró historizar la problemática; nombró a los muertos en situación de protesta social, las desapariciones forzadas de Julio López y Luciano Arruga; en fin, recordó la criminalización de los pueblos indígenas de los últimos años, bajo otros gobiernos.

Para ir cerrando. No es mi intención homologar la política y la visión que de los derechos humanos tuviera el kirchnerismo con la del actual gobierno. Sin embargo hay que decir que durante doce años, el kirchnerismo promovió un discurso de protección de los derechos humanos, que a veces incluía, aunque la mayor parte de las veces no, los derechos colectivos de los pueblos indígenas; y, al mismo tiempo, impulsó la expansión del extractivismo en los territorios ancestrales, lo que trajo como consecuencia la apertura de un nuevo ciclo de criminalización y de violación de derechos humanos de los pueblos originarios.

A la hora actual, bajo la gestión de Mauricio Macri, esta política de criminalización se agrava y adopta una inflexión mayor, con la desaparición forzada de Santiago Maldonado, dada también la presencia en la zona del jefe del gabinete del Ministerio de Seguridad, que evidencia la responsabilidad política del gobierno nacional. Más simple, ante una gestión gubernamental que solo reconoce los derechos del capital en los territorios, la continuidad del modelo extractivista adopta modalidades represivas estatales más graves, y revela sin tapujos la responsabilidad del gobierno nacional, en consonancia con ciertos discursos y representaciones sociales de la clase dirigente. Sin duda, esto opera una inflexión, un giro represivo preocupante; pero creo yo, no estamos frente a un “hecho inaugural”.

Como en el cuento “La continuidad de los parques”, hoy diríamos, la continuidad está en los territorios del extractivismo. Y el macrismo apunta a realizar un cierre, sin dar lugar a más duplicidades. Como en el cuento de Cortázar, al final la realidad termina por ser una sola. Ahora, los derechos están de un solo lado: son los derechos del capital.

La Izquierda Diario
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