Hechos, interpretaciones y apropiaciones

La marcha del 8N puede ser vista desde dos niveles diferentes de significación: desde el punto de vista de los hechos, y desde las interpretaciones y apropiaciones. En primer lugar por su masividad, en todo el país, la marcha fue un hecho de trascendencia política indiscutible, que movilizó amplios sectores medios, con una importante presencia de jóvenes. A diferencia de la primera, que sorprendió a propios y extraños, ésta fue más meditada, con lo cual hubo pocas consignas incómodas. Asimismo, éstas se concentraron en aspectos más institucionalistas: los carteles más repetidos rechazaban la re-reelección y la corrupción, y demandaban Justicia independiente. También estaba presente el reclamo de seguridad.

Pero no había cánticos generales, y a falta de ellos el himno y las marchas patrióticas aprendidas en la escuela funcionaron como eventuales aglutinantes en los momentos de mayor efervescencia. El 2001 parece estar lejos, ciertamente, aunque también el 2008. Pero la marcha insiste en colocar en el tapete la búsqueda de la representación política perdida, y marca una crítica muy clara a la lectura que el Gobierno nacional hizo del 54% de los votos obtenidos el pasado diciembre, confundiendo legitimidad electoral con licencia social.

En segundo lugar, hay un aspecto muy importante que remite a aquello que la marcha generó entre el pasado 13S y el 8N. Me refiero al juego incesante de las reapropiaciones y las interpretaciones. Sucedió que, durante este lapso, la marcha del 13S en sí misma fue confiscada/encapsulada/entrampada/vampirizada en función de los esquemas binarios dominantes. Esta era una de las direcciones posibles y, muy probablemente, en este contexto polarizador, la más plausible.

Por un lado, voceros del Gobierno nacional buscaron demonizarla asociando de manera simplista caceroleo y golpismo, clases medias y racismo antipopular. Hay que decir que este intento obtuvo éxitos importantes, no sólo entre sus filas sino también entre sectores progresistas no oficialistas y algunos de izquierda, que la observaron con desconfianza y manifestaron la necesidad imperiosa de diferenciarse de ella. Varios de ellos señalaron que la marcha ponía el acento no en los errores del Gobierno, sino más bien en sus aciertos. Sin embargo, lo visto hasta ahora no parece refrendar esta conclusión tremendista; más bien confirma la tendencia de que, en un contexto de polarización, las interpretaciones y apropiaciones reemplazan sin más los hechos, convirtiéndolos en puro relato, y corriendo así el eje de aquello que es importante o significativo. Pues, más allá de las derivaciones futuras de estas movilizaciones, la marcha del 8N priorizó reclamos de corte institucionalista, demandas de republicanismo, sin desbordes racistas ni antipopulares.

Por otro lado, en el marco del esquema binario, los medios opositores y los sectores de derecha buscaron apropiarse de la marcha y manipularla para hacerla funcional a sus objetivos. Entre los políticos descolló Mauricio Macri, desplegando cataratas de halagos y sonrisas desmedidas (agregando quizá apoyos que formaron parte del cotillón), pero también hay que destacar a Elisa Carrió, quien, sin apropiarse de la marcha, puede ilusionarse con un regreso con gloria ya que estas movilizaciones le permiten entrever una posible reconciliación con las clases medias.

Por último, lo que en términos de interpretaciones y reapropiaciones también cuenta es que, en definitiva, la mayor demonización de la marcha provino de los propios y variopintos sectores medios. En este sentido, creo que se equivocan aquellos que equiparan este gobierno a la Venezuela de Chávez. En el país caribeño, la polarización refleja la confrontación entre clases sociales diferentes. Más allá de sus innegables problemas, el modelo chavista contiene fuertes elementos plebeyos e ilustra un protagonismo –o empoderamiento– de los sectores populares que es real y efectivo y no meramente discursivo, tal como sucede aquí. Más simple, por debajo de los estilos autoritarios, en Venezuela parece haber una redistribución del poder social, tal como lo hubo aquí durante el primer peronismo; algo que resulta bastante difícil de sostener respecto de los gobiernos de los Kirchner.

Es por todo esto que suena tan incongruente y exagerado el actual relato demonizador sobre las clases medias, pues éste proviene de sectores medios encumbrados en el poder –y con ansias de perpetuarse–, que hablan en nombre de las clases populares y buscan descalificar las demandas de otros sectores de las clases medias. Mientras tanto, pese a la existencia de importantes organizaciones sociales, las clases populares, hoy asistencializadas, empobrecidas o precarizadas, carcomidas por la inflación, parecen ser las convidadas de piedra en este virulento conflicto intraclase que se ha abierto.

http://www.perfil.com/ediciones/2012/11/edicion_727/contenidos/noticia_0033.html

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