La ecología como zona de debate

Numerosos y complejos son los conceptos y problemáticas vinculadas a los conflictos socio-ambientales que hoy requieren ser debatidos en una agenda pública por el conjunto de la sociedad. Lamentablemente, el libro publicado por el periodista Jorge Orduna, con el sugestivo título “Ecofacismo. Las internacionales ecologistas y las soberanías nacionales”, no nos ayuda mucho. Es cierto que el texto contiene información sobre grandes ONGs internacionales, tales como la WWF (World Wildlife Foundation, cuya filial argentina es Fundación Vida Silvestre), o Conservation International, nacidas en los países del Norte y abocadas a la tarea de conservación de la naturaleza. Es cierto que ahonda en su historia y sus raíces ideológicas (los vínculos con la eugenesia y el neomalthussianismo), mostrando cómo éstas combinan la excesiva compasión por la naturaleza y el absoluto desprecio por las poblaciones de los países dependientes. Sin embargo, el autor no parece preocupado en discriminar entre las diferentes corrientes de la Ecología, que tienden así a quedar subsumidas en el accionar de las grandes Ongs conservacionistas. En realidad, el objetivo del libro parecería ser doble, pues no se trata sólo de “ilustrar” –de manera discontinua, con mediaciones o sin ellas- el funcionamiento de una poderosa maquinaria colonial que apuntaría a cercenar nuestra soberanía nacional, sino también de descalificar, ridiculizar y reducir ciertas posiciones o protestas ecologistas (se trate de las críticas a la minería a cielo abierto o de los derechos territoriales de los pueblos indígenas), como si detrás de estas acciones no estuviera sino la mano negra de las grandes internacionales ecologistas, empeñadas en “frenar el desarrollo” de los países dependientes. Viejo argumento, éste último, contra el ecologismo, y oportuno diagnóstico en un país y una región en el cual se multiplican las protestas ambientales y los movimientos sociales que luchan por la defensa de los recursos naturales. De aplicar la misma regla que utiliza el autor en su libro, una estaría tentada a decir que esta segunda crítica no es nada casual y oculta en realidad otro trasfondo político.
Pero precisamente porque no nos interesa caer en hipótesis conspirativas creemos que lo mejor es proponer una lectura que apunta a explorar las corrientes del amplio espacio de la ecología contemporánea, y esbozar, de manera introductoria, el porqué de la importancia de los conflictos socio-ambientales, en especial, en nuestra región, aquí y ahora, así como a delinear la actualidad de ciertos debates.
Corrientes conservacionistas y eco-eficientismo
En su libro “El ecologismo de los pobres”, el reconocido ecologista catalán, Joao Martinez Allier, propone distinguir entre tres corrientes del ecologismo: el culto de la vida silvestre, el credo eco-eficientista y el movimiento de justicia ambiental. La primera corriente se preocupa por la preservación de la naturaleza silvestre; es indiferente u opuesta al crecimiento económico, valora negativamente el crecimiento poblacional y busca respaldo científico en la biología de la conservación. De ahí que su accionar se encamine a crear reservas y parques naturales, en aquellos lugares donde existen especies amenazadas o sitios caracterizados por la biodiversidad. Grandes internacionales conservacionistas, muchas veces poco respetuosas de las poblaciones nativas, se instalan en este registro biocéntrico. Su expresión más extrema es la “ecología profunda”, ilustrada por el millonario Douglas Tompkins, quien compró enormes extensiones de tierra en la Patagonia chilena y argentina, así como en los Esteros del Iberá, y sueña con crear un paraíso privado, despojado de fronteras nacionales y seres humanos.
La segunda corriente, el eco-eficientismo postula el eficiente uso de los recursos naturales y el control de la contaminación. Sus conceptos claves son “modernización ecológica”, “desarrollo sustentable” y, de manera más reciente, “industrias limpias”, “responsabilidad social empresarial” y “gobernanza”. En la base de esta visión, subyace la idea de “modernización ecológica”, la cual “camina sobre dos piernas; una económica, eco-impuestos y mercados de permisos de emisiones; otra, tecnológica, apoyo a los cambios que lleven al ahorro de energía y materiales. Científicamente, esta corriente descansa en la economía ambiental (lograr “precios correctos” a través de “internalizar las externalidades”), y en la Ecología Industrial. Así, la ecología se convierte en una ciencia gerencial para limpiar o remediar la degradación causada por la industrialización” (M.Allier). En parte, los males producidos por la tecnología se resolverían a partir de la aplicación de mayor tecnología.
Entre los conceptos que hoy aparecen como el núcleo duro de esta concepción, me gustaría detenerme sólo en dos: el de “desarrollo sustentable” y el de “responsabilidad social empresarial”. El primero, acuñado en los 80, fue introducido en la agenda global a partir de la publicación del documento “Nuestro futuro en común” en (1987) y luego de la Cumbre de Río, en 1992. El mismo subraya la preocupación por el cuidado del medio-ambiente y la búsqueda de un estilo de desarrollo que no comprometa el porvenir de las futuras generaciones. Dicho concepto trajo consigo otros que luego fueron puestos en discusión, como el de responsabilidad compartida, pero diferenciada; el principio “el que contamina, paga” y el principio precautorio, tratados en la Cumbre de Johannesburgo, en 2002. Sin embargo, pese a la puesta en agenda de la problemática ambiental y las discusiones acerca de lo que cada uno entiende por desarrollo sustentable, el tiempo que pasó entre una cumbre y otra, pareciera haber puesto de manifiesto el fracaso de aquellas visiones que consideran la posibilidad de un estilo de desarrollo sustentable, enfatizando el uso eficiente de las tecnologías.
Otro concepto central, de resonancias globales, es el de responsabilidad social empresarial (RSE), que apunta a combinar la filantropía empresaria con una idea más general acerca de la responsabilidad de las empresas respecto del impacto social y ambiental que generan sus actividades. La RSE, surgió como propuesta del Foro Económico de Davos, en 1999, pero adquirió rango institucional a través del Pacto Global, en el año 2000. Este nuevo modelo fue propuesto por y para las grandes empresas, que operan en contextos de gran diversidad, de fuerte competencia internacional y, sobre todo, de creciente exposición ante la opinión pública. No es casual que muchas de las grandes empresas que lideran internacionalmente el movimiento de RSE, sean responsables de daños ambientales, de explotación de trabajo infantil y subcontratación de trabajo esclavo, sobre todo, en las regiones periféricas, donde los marcos regulatorios son siempre más permisivos que en los países industrializados.
En Argentina, éste se instaló en la agenda luego de la crisis de 2001 y encontró un fuerte dinamismo en el campo de la actividad minera, hoy en plena expansión. Como analiza Mirta Antonelli, profesora de la Universidad Nacional de Córdoba, dicho concepto aparecía como una de las claves tendientes a producir “un cambio cultural respecto de la minería a gran escala, para ser concebida como factor de desarrollo sustentable”. Para el caso de la megaminería, la RSE nos confronta con la hipótesis de la constitución de las empresas como actor social total. Esto sucede, sobre todo, en aquellos contextos en los que se implanta habitualmente dicha actividad (pequeñas localidades, escasa diversificación económica, corrupción institucional), donde las grandes empresas suelen concentrar un número importante de actividades, reorientando la economía del lugar y conformando enclaves de exportación. En este marco de fuertes asimetrías, las empresas suelen atravesar o hasta sustituir el Estado, violentando procesos de decisión ciudadana: una prueba de ello es La Rioja. Recordemos que en 2007, el gobernador  Beder Herrera (que asumió, luego de la crisis política que eyectó a Mazza del poder), sancionó por decreto una ley que prohíbe la minería contaminante; sin embargo, una vez consolidado por la vía electoral, derogó –a través del Parlamento provincial- tanto esa ley como aquella otra que disponía el llamado obligatorio a una consulta popular por el tema, un reclamo ineludible de la comunidad movilizada.
Asimismo, a través de la llamada RSE, las empresas suelen ampliar su esfera de acción, y tienden a convertirse en agentes de socialización directa, a través de la acción social, educativa y comunitaria. En Argentina, el caso de la minera La Alumbrera (actualmente procesada por la Justicia tucumana por “graves daños ambientales”), constituye un ejemplo en el cual una empresa pretende asumir un rol socializador, apuntando a un control general de la producción y reproducción de la vida de las poblaciones. Tampoco hay que olvidar que las empresas, a través de la RSE se orientan a desarrollar un vínculo con Universidades privadas y públicas, a partir de seminarios, maestrías y “premios”, que buscan instalar y legitimar así el nuevo modelo de desarrollo. En suma, como lo muestra de manera extrema la minería a cielo abierto, el eco-eficientismo dice plantear debates que luego elude, en nombre de una visión tecnocrática; suele actuar con pragmatismo, ignorando el reclamo de la ciudadanía y fundiéndose con los poderosos intereses económicos en juego.
Las vías de la Ecología popular
La tercera posición es la que representa el movimiento de justicia ambiental, o lo que Martínez Allier bautizó como “ecología popular”. Con esto, nos referimos a una corriente que crece en importancia y coloca el acento en los conflictos ambientales, que en diversos niveles (local, nacional, global), son causados por la reproducción globalizada del capital, la nueva división internacional y territorial del trabajo y la desigualdad social. Dicha corriente subraya también el desplazamiento geográfico de las fuentes de recursos y de los desechos. En este sentido, queda claro que la demanda cada vez mayor de los países desarrollados hacia los países dependientes, en términos de materias primas o de bienes de consumo, ha conllevado una peligrosa expansión de las fronteras: del petróleo, del gas, de la minería, de las plantaciones celulósicas, de la soja transgénica; expansión que genera transformaciones mayores, reorientando completamente la economía de pueblos enteros y amenazando en el mediano plazo, la sustentabilidad ecológica.
Esta desigual división del trabajo, que repercute en la distribución de los conflictos ambientales, perjudica sobre todo a las poblaciones pobres e indefensas. Pensemos en los habitantes del populoso Conurbano Bonaerense, afectados por el problema de la basura o la contaminación del agua; en las provincias más pobres del interior argentino, que como ya hemos señalado luchan en situación desfavorable contra el avance de la minería a cielo abierto, realizada con sustancias tóxicas; en fin, en los pueblos indígenas y campesinos, que pujan por la defensa de sus derechos territoriales, reconocidos por tantas constituciones latinoamericanas, ante el avance de la frontera forestal, las grandes represas, la privatización de las tierras o el boom de la soja transgénica. Allí dónde hay una pequeña o mediana burguesía arraigada al territorio y la producción local es medianamente competitiva y diversificada, la resistencia al gran capital internacional extractivista resulta ser más efectiva que en regiones muy sumergidas, o ya colonizadas o devastadas social y ambientalmente.
No es casualidad que en este escenario se hayan potenciado las luchas ancestrales por la tierra, de la mano de los movimientos indígenas y campesinos, al tiempo que han surgido nuevas formas de movilización y participación ciudadana, centradas en la defensa de los recursos naturales (definidos como “bienes comunes”), la biodiversidad y el medio ambiente; todo lo cual va diseñando una nueva cartografía de las resistencias, tanto rural como urbana. Estos procesos de movilización, de carácter defensivo, multisectorial y policlasista van desembocando en la formación de movimientos de carácter socioambiental, que plantean tanto la necesidad de un cambio del marco regulatorio actual y abren una debate en torno a lo que se entiende por modelo de desarrollo sustentable.
Dichas movilizaciones se instalan en un campo de difícil disputa, pues deben enfrentar directamente la acción de grandes empresas transnacionales, favorecidas por la normativa local existente, así como deben confrontar con las políticas y orientaciones generales de los gobiernos -a nivel provincial y nacional-, quienes consideran que en la actual coyuntura internacional estas actividades y megaemprendimientos constituyen la vía más rápida –sino la única en esas regiones- hacia un progreso y desarrollo, siempre trunco y tantas veces postergado en estas latitudes.
Convengamos que, en este punto, mucho se ha dicho acerca de las dificultades que una parte de los movimientos sociales actuales tienen para involucrarse en la compleja dinámica de construcción del Estado, pero muy poco acerca de la ilusión desarrollista que hoy parece caracterizar a varios gobiernos de la región, y de las consecuencias que ello podría aparejar en términos de reconfiguración de la sociedad y consolidación de las asimetrías. Así, la agenda de los conflictos socio-ambientales es amplia y requiere antes que nada un debate de las nuevas formas que asume el pensamiento hegemónico, a través de categorías pseudoprogresistas (como responsabilidad social empresarial), así como traer a la palestra una discusión sobre las complejas dimensiones y múltiples niveles que hoy recubren el término “Desarrollo”.

Publicado en Revista Ñ