Los dos estereotipos del piquetero: entre el “violento” y el “plebeyo”

Existen dos esterotipos negativos que los diferentes dispositivos y sectores de poder existentes en Argentina han construido sobre el piquetero: la figura del piquetero violento, que señala a éste como un “peligro” para el orden y/o la gobernabilidad del sistema; y la imagen del piquetero como expresión “primaria y elemental” de lo social, producto de grupos culturalmente precarios.  Veamos cada uno de ellos.

El estereotipo del piquetero “violento” se apoya sobre la idea de que éstos transgreden la ley (el piquete como un “delito”, una “extorsión”). Los que difunden este estereotipo suelen no escatimar belicosidad ni maniqueísmo. Así, sin sofisticación alguna, el relato de los grandes medios de comunicación contribuyen a repetir siempre la misma escena: se parten retomando la oposición entre “los que trabajan” y aquellos “que obstruyen” las vías de tránsito, se continúa con la imagen de la capucha y los palos, para terminar focalizando las imágenes en algún hecho aislado de conflicto (una versión abreviada de “La fiesta del monstruo”, el cuento de Bioy Casares y Borges). 

Aunque en su expresión extrema, la utilización de este esterotipo apunta a instalar y legitimar una salida represiva, a través de la imagen del  nuevo “subversivo” o “terrorista”. Recordemos que, pese a que el esterotipo del piquetero violento buscó instalarse en momentos de crisis (se habló de un “rebrote subversivo” en Cutral Có, de “francotiradores de la Farc” en Gral Mosconi y de una “matanza entre piqueteros” en el Puente Pueyrredón), estos dispositivos fueron luego desbaratados por los mismos hechos. Sin embargo, en el último año hubo ciertos cambios que nos muestran el éxito que han tenido las operaciones antipiqueteras, sostenidas –matices mediante- tanto desde el gobierno nacional como de sectores de la derecha más recalcitrante. Así, independientemente de las dificultades y fragmentación del espacio piquetero, esto se ha traducido por un corrimiento del significado de la protesta social: en poco tiempo, los piqueteros dejaron de ser la expresión de la resistencia al modelo neoliberal, para convertirse en una de las consecuencias “perversas” del mismo modelo. La centralidad que adquirió la problemática de la “inseguridad ciudadana” con la entrada de Blumberg  a escena, sirvió también para recrudecer el lenguaje: los diarios comenzaron a hablar de “ataque piquetero”, “asalto”, “copamiento”, como si cada acción directa de los grupos nos confrontara ante un cuadro de guerra abierta. 

El impulso que tomó criminalización del conflicto social en los últimos tiempos no es ajena a esta inflexión, pues a través de su constante judicialización, se tiende a desdibujar el reclamo esencial de las organizaciones de desocupados (los derechos básicos conculcados), reduciendo la protesta a un tipo de acción (el corte de ruta o de calle), al tiempo que se invisibilizan aquellas otras dimensiones que constituyen la experiencia piquetera, como ser, el trabajo comunitario en los barrios.

Finalmente, este esterotipo reúne por derecha y centroizquierda, a aquellos que avalan la hipótesis de la manipulación política. La “violencia” provendría entonces de aquellos “activistas” de siempre, para algunos suerte de “paleoizquierda”, que reúne en un solo haz, sin distinciones, lo nuevo y lo viejo. Fijada a esterotipos del pasado, esta lectura muestra un notable desconocimiento de la complejidad de ciertas organizaciones, manifiesta un rechazo por comprender las nuevas formas de radicalidad política e instala un marco que facilita la demonización o, peor aún, el llamado a la represión selectiva.

La segunda imagen negativa alude más bien al caracter plebeyo del fenómeno piquetero, e instala la idea de la inferioridad antropológica –moral y cultural- de los sectores populares, reactivando el estigma de la barbarie -tan caro a nuestra historia política y cultural-. 

Hay dos imágenes que expresan este estereotipo negativo de lo plebeyo: por un lado, las marchas y acampes en Plaza de Mayo, las que invariablemente terminan por evocar “el aluvión zoológico”. Seguidos de cerca por periodistas bisoños o cínicos, las imágenes oscilan entre la visión más folklórica de la pobreza (“miren: ¡están bailando la cumbia villera!) a la descripción de sus componentes más crudos (dónde se lavan; dónde hacen sus necesidades). Aquí, la operación consiste tanto en generar una suerte de excitación voyeurista frente a lo plebeyo (una versión bastardeada de “las puertas del cielo”, el cuento de J.Cortázar), como en mostrar al televidente los productos de la “degradación” (visible en el estado de la plaza, el día después).   

Por otro lado, este estereotipo negativo del plebeyo es ilustrado por ciertos estilos de liderazgo político, como el que refleja Raúl Castells. Lejos del lenguaje más elaborado de otros dirigentes de izquierda, Castells construye su estilo apoyándose en la afirmación de lo plebeyo, como si jugara a romper con las convenciones –lingüísticas y culturales- establecidas. Así, puede vociferar frases incendiarias, amenazando que va a “tomar la casa Rosada”, deleitarse porque su esposa posa para revistas de circulación masiva, salir en programas cómicos sin ruborizarse, o realizar una explosiva arenga política desde el patio de una cárcel. 

Ahora bien, a diferencia de otras organizaciones piqueteras –tan plebeyas como el MIJD-, lo particular en Castels es que hace de la afirmación desenfadada de lo plebeyo el principio mismo de la lucha, recuperando ese componente propio de todo movimiento popular, propio del peronismo en tiempos pasados.  Pero si sus acciones desafiantes pueden, de hecho, afirmar el orgullo de las nuevas clases populares, tan castigadas por la exclusión y la miseria, sus sobreactuaciones constantes, tan calculadas y estratégicas, terminan revirtiendo la productividad política de tal postura autoafirmativa. Así, lo controvertido de Castells no es su afirmación plebeya, sino la manera en que ésta es realizada, pues planteada en esos términos, no sólo excita el voyeurismo de las clases medias, sino que permite construir una contrafigura perfecta desde la cual expresar el (histórico) desprecio hacia las formas culturales de lo plebeyo, al tiempo que se afirma una supuesta superioridad antropológica, tan necesaria en épocas de grandes cambios sociales. En fin, puede que Castells represente desde el punto de vista social y político menos una suerte de exceso y más una parodia de lo plebeyo, pero lo que su estilo, sobredimensionado por los medios de comunicación nos viene a confirmar, es el carácter profundamente iconoclasta e irreverente de la realidad popular.

Es cierto que este retorno de lo plebeyo parece traer ecos de otras épocas. Pero entendámonos bien: para comprender la realidad emergente del proceso social  consumado en los ´90 debemos abandonar las viejas categorías socio-políticas. Ni clase trabajadora como antaño, tampoco ejército industrial de reserva, ni nuevo lumpemproletariado, las bases sociales que componen los diferentes movimientos se caracterizan, ante todo, por su carácter multiforme y heterogéneo. Así, el nuevo sujeto popular suma y yuxtapone nueva y vieja informalidad con tradición obrera y militantismo político; rabia juvenil y consumista con talante antirrepresivo y anticapitalista, protagonismo femenino con trabajo comunitario. 

En suma, visto desde sus bases sociales, el movimiento piquetero es muy ambivalente, con diferentes inflexiones políticas, que van de la demanda de reintegración al sistema, a la afirmación de una radicalidad anticapitalista. A la vez, es un fenómeno plebeyo que apunta a la afirmación de lo popular, en cuanto ser negado, excluido y sacrificado en aras del modelo neoliberal. Apegados a los estereotipos negativos que hoy circulan -que van del “violento” al “plebeyo”-, no hacemos más que desconocer y desnaturalizar dos de las dimensiones centrales que presenta lo popular en Argentina, sin llevar a cabo una verdadera discusión sobre estas nuevas realidades.

Publicado en la revista Lezama, Buenos Aires, año 2004