Los nuevos enemigos de los italianos

En su libro La condición poscolonial, el italiano Sandro Mezzadra recuerda que el racismo siempre tuvo ductilidad para adaptarse a las coyunturas históricas, donde la relación entre Estado, soberanía y ciudadanía juega un rol principal. Pero siempre hay continuidades. En Italia, las grandes transformaciones de los años ´60 actualizaron el racismo, bajo la idea de que existían dos países: el norte rico y económicamente portentoso y el sur pobre, atrasado, atado a sus costumbres violentas. Desde la visión orgullosa del Norte, África comenzaba debajo de Roma. 

     Ese mismo Norte italiano desarrollaba una política doble. Necesitaba la mano de obra barata venida desde el sur para la proyección de sus industrias locales. Pero también establecía qué lugar de subordinación social debían mantener los meridionales, lo que en términos políticos significaba el reconocimiento de diferentes categorías de ciudadanía. 

     Cuarenta años después, el escenario cambió bastante. El Sur sigue siendo considerado como el origen de males irreductibles (la camorra globalizada, hoy en día), pero al fin y al cabo, luchas obreras y reformas políticas mediante, los inmigrantes del sur obtuvieron su “carta plena” de ciudadanía. Como decía un slogan de la derecha para las elecciones de 2006, “Éramos pocos en llamar patria a Italia. Ahora somos una mayoría”… 

     Fronteras móviles 

     Los cambios introducidos por la globalización, con sus fronteras móviles y el ensanchamiento de las brechas socio-económicas entre los países ricos y pobres, trajeron nuevas turbulencias. Italia comenzó a formar parte del clan de los países ricos; hacía tiempo ya que no exportaba más mano de obra barata. Como otras naciones europeas, fue un foco de atracción para centenares de miles de inmigrantes. Primero venían solo del Norte de Africa, por lo cual el color de piel ya era un símbolo de inferioridad; luego de la Europa pobre, pueblos nómades, como los gitanos, barcos llenos de albaneses, campesinos rumanos, a quienes comenzó a asociarse no tanto con la alteridad racial, sino con el estereotipo del delincuente; por último, se sumó la ola del extremo Este europeo, que huye del hambre provocado por el capitalismo salvaje. Pese a su “utilidad”, el inmigrante comenzó a ser visto como una amenaza, algo que reflejan las políticas migratorias nacionales, desde los gobiernos derechistas de Sarkozy en Francia, Berlusconi acá en Italia, hasta el centro-izquierdista de Rodríguez Zapatero en España. Para todos los gobiernos, más allá de los signos ideológicos, racismo y políticas migratorias presentan fronteras muy porosas, cuando no estrechos vasos comunicantes. Estos vasos comunicantes abren la puerta a gravísimos actos de violencia y xenofobia, llevados a cabo por grupos neo-nazis (como en Alemania y Bélgica), actos de agresión individuales (como las sufridas por ecuatorianos en España), o ataques a una población determinada, como en Nápoles contra dos campamentos de gitanos. 

     En este contexto hay que interpretar la actual polémica entre el gobierno español y el italiano, surgido cuando la propia vicepresidenta española acusó de xenófoba y racista la Italia de Berlusconi. Rápidamente el ministro del interior Maroni replicó al gobierno de Zapatero que “fueron ellos los que dispararon primero”, evocando el episodio de Melilla, uno de los enclaves españoles en la costa marroquí, donde en 2005 murieron varios inmigrantes subsaharianos que buscaban saltar la cerca. Más allá de la mala fe del gobierno español (que es la otra puerta de Europa para los inmigrantes), tal vez lo que más haya irritado de la Italia de Berlusconi, no es tanto el paquete anti-inmigrante del cual se habla ahora (el “paquete de seguridad”), sino sobre todo la exposición abierta y desvergonzada que Italia hizo en estos días de los vasos comunicantes entre gobierno y sociedad, en lo que se refiere a la cuestión migratoria. 

     La brutalidad lineal con la cual la derecha italiana acopla racismo, política migratoria e inseguridad parece no admitir matiz discursivo. Esto favorece las conductas racistas y convierte a ciertas categorías de inmigrantes en chivos expiatorios. Pero estas líneas de continuidad entre la propuesta del gobierno y la disposición de una buena parte de la sociedad en contra de los inmigrantes, es un territorio oscilante. El gobierno declaró a tambor batiente, luego dudó, y finalmente incluyó en el paquete de seguridad el “delito de inmigración clandestina”. Afirma que no realizará expulsiones masivas (aunque el fin de semana expulsó a más de 200 inmigrantes irregulares). Retrocedió con la idea de mandar al ejército a patrullar las zonas “peligrosas”. Va y viene con la posibilidad de una amnistía que abra la puerta a la regularización de aquellos inmigrantes que tienen los papeles en regla. Y propone extender de 60 días a 18 meses la estadía de inmigrantes irregulares en los “campos de permanencia transitoria” (CpT), con lo cual dejarían de ser transitorios para convertirse en lo en muchos casos ya son: campos de detención. 

     La reciente victoria de la derecha debe mucho a esta asociación entre inmigración, delincuencia e inseguridad. Así como al vacío propositivo –y hasta a la complicidad a veces activa- de la centro-izquierda, en una delicada cuestión que hoy está en el centro de la agenda política europea. 

 

Publicado en Crítica