Movimientos piqueteros, 2001-2011, Del centro político al retorno a los barrios

por Maristella Svampa,

En los años ´90, las políticas neoliberales produjeron una ampliación de las fronteras de la exclusión, delineadas principalmente por la problemática de la desocupación. En dicho contexto de descolectivización de las clases populares y de crisis del sindicalismo, fueron emergiendo nuevas formas de organización y acción colectiva, entre las cuales se destacaron los movimientos de desocupados (piqueteros). Su nacimiento,  entre 1997 y 1999, reconoce dos afluentes centrales, el primero, el de los piquetes y puebladas, como respuesta al estallido de las economías regionales (como en Salta, Neuquén y Jujuy); el segundo, el de los movimientos y formas de activismo territorial, que reenviaban a una prolongada desindustrialización, sobre todo en el Conurbano Bonaerense.
Desde los inicios, dichos movimientos estuvieron atravesados por diferentes corrientes político-ideológicas, desde el populismo nacionalista, la izquierda clasista partidaria, hasta la izquierda independiente o autónoma. Sin embargo, la heterogeneidad político-ideológica no impidió la consolidación de un repertorio común de acciones y el desarrollo de una estrategia de cooperación, lo cual hizo posible que pudiera hablarse de un “movimiento piquetero”, en creciente ascenso político-social (Svampa y Pereyra, 2003).
Los reclamos de estos nuevos movimientos socio-territoriales estaban orientados hacia el Estado. Ello fue instalando una dinámica política particular, marcada por una relación de múltiples aristas, en los diferentes niveles (local, provincial y nacional): de confrontación, de tensión y de negociación; de criminalización y represión; y a partir de la aceptación más o menos masiva de planes sociales, por la acentuación de un vínculo de dependencia y asimetría con el Estado.
Aunque los sucesos de diciembre de 2001, encontraron a las organizaciones piqueteras en estado de movilización, el célebre cacerolazo de la noche del 19 de diciembre no los tuvo como protagonistas. Algunos pocos se trasladaron a la ciudad de Buenos Aires, el 20 de diciembre, en plena represión, pero la mayor parte quedó al resguardo en sus barrios, debido a los rumores de saqueo. Sin embargo, el estallido de la convertibilidad y la apertura de un nuevo horizonte de posibilidades, marcado por la proliferación de nuevas formas de acción colectiva, reforzaron a los movimientos piqueteros, propiciándole no sólo escenarios de ampliación de sus demandas, a partir del ingreso frecuente a la ciudad de Buenos Aires, sino también cruces y diálogos con otros sectores sociales.
La represión del Puente Pueyrredón, ocurrida el 26 de junio de 2002, resultado de  una operación conjunta de la Policía federal, la Gendarmería y la policía de la provincia de Buenos Aires, marcó un punto de inflexión. Esta asestó un  golpe duro a las organizaciones piqueteras, sobre todo las autónomas, de donde provenían Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, los dos jóvenes asesinados. El temor a una gran represión, evocando los horrores de la pasada dictadura militar, abrió una gran herida en las organizaciones movilizadas, planteó límites en la acción (la conciencia de la relación de asimetría), lo cual tuvo una confirmación en los sucesivos desalojos y represiones que signaron el final de gobierno provisorio de Duhalde (2002-2003).
Asimismo, el repudio social a la represión del Puente Pueyrredón constituyó un disparador para el ingreso de jóvenes militantes de clases medias (M.Vásquez, 2010), que se acercaron a las organizaciones piqueteras, buscando tejer lazos con los sectores populares excluidos. Se consolidaba así una nueva generación militante, la de 2001, articulada sobre la territorialidad, el activismo asambleario, la demanda de autonomía y la horizontalidad de los lazos políticos. Un ritual de iniciación los unía en todo el país: el viaje que iba del centro de la ciudad hacia la periferia. Las fronteras urbanas y sociales, ilustradas por los puentes que separan a la capital del Conurbano, parecieron abrirse a una nueva dialéctica territorial y política: cada vez más eran las organizaciones de los suburbios que llegaban a la ciudad, manifestándose en cortes de calle, campamentos y reclamos frente a los ministerios; y cada vez más eran los jóvenes de clases medias que se trasladaban hacia los lugares más pobres del Conurbano Bonaerense, con el objetivo de construir y hacer política  “desde abajo”.
La asunción de Kirchner y la reconfiguración del espacio piquetero
Apenas asumido, Néstor Kirchner se encontró con organizaciones piqueteras que contaban con un gran poder de convocatoria, pero golpeadas por la represión, y con una fuerte tendencia a la fragmentación, ya visible en la emergencia del Bloque Piquetero Nacional (Diciembre de 2010, creado por los partidos de izquierda y algunos grupos independientes), y en la pregnancia juvenil de las organizaciones autónomas. Estas fueron desplazando en el liderazgo y en las acciones públicas al coloso  matancero, producto de la alianza entre la Federación de Tierras y Viviendas (FTV), ligada a la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) , y la Corriente Clasista y Combativa (CCC), vinculada al Partido Comunista Revolucionario (PCR).
La política de Néstor Kirchner consistió en poner en acto, simultáneamente, el abanico de estrategias disponibles para integrar, cooptar y disciplinar a las organizaciones piqueteras, pero evitando la represión abierta y sistemática, luego de lo ocurrido en el Puente Pueyrredón. Asimismo, las políticas del nuevo gobierno, que tendrían como eje la defensa de los derechos humanos, el retorno gradual del Estado y el latinoamericano, despertaron nuevas expectativas en el campo militante. Esto encontró una primera traducción en el realineamiento al interior del espacio piquetero, ilustrado, por un lado, en la institucionalización y la integración de las corrientes afines a la tradición nacional-popular (como la FTV y Barrios de Pie); por otro lado, en la oposición y la movilización de las vertientes ligadas a la izquierda partidaria (sobre todo, en sus variantes trotskistas) y las corrientes autónomas.
La reorganización del mapa piquetero fue mostrando entonces fuertes diferencias. El gobierno consolidó una relación privilegiada con aquellas organizaciones que optaron por la vía de la institucionalización, otorgándoles recursos económicos y organizativos, al tiempo que, desde la estructura del estado, buscó promover la expansión de nuevas agrupaciones, como es el caso del Movimiento Evita. Estas agrupaciones adoptaron el nombre políticamente correcto de “organizaciones sociales” y varios de sus dirigentes obtuvieron puestos menores dentro del Estado nacional, sobre todo en el área social, y otros más destacados en la provincia de Buenos Aires.
A la institucionalización de estos grupos, se contrapuso la aplicación de una estrategia de disciplinamiento y criminalización sobre los grupos opositores más movilizados. Pocos lo recuerdan ya, pero el gobierno nacional alentó una política de estigmatización de la protesta –contraponiendo la movilización callejera a la exigencia de “normalidad institucional” –, impulsando la difusión de una imagen de la democracia,  acosada por las agrupaciones piqueteras. Poco importaba si las declaraciones gubernamentales daban cuenta de un vaivén peligroso que iba de la judicialización al reconocimiento de las necesidades de los desocupados, del cuestionamiento de la representatividad de las organizaciones a la afirmación del derecho legítimo a la protesta. La campaña de descalificación verbal tuvo momentos de alto voltaje entre octubre de 2003 y agosto de 2005. Las simplificaciones ganaron el lenguaje periodístico, reduciendo la experiencia piquetera a una metodología de lucha (el piquete), y acusando a las organizaciones de asistencialismo  y hasta de nuevo clientelismo de izquierda. El resultado fue la instalación de un consenso antipiquetero, sostenido y avalado por amplias franjas de la opinión pública, que no sólo manifestaban un lógico hartazgo hacia los cortes de calle sino también un rechazo radical a la figura del piquetero.
Los movimientos de desocupados también contribuyeron a esta situación de aislamiento y deslegitimación. Por ejemplo, las organizaciones ligadas a los partidos de izquierda tuvieron serias dificultades para reconocer el cambio de oportunidades políticas (la demanda de normalidad) y la productividad política del peronismo, por lo cual diagnosticaron –equivocadamente- que Kirchner representaba una pura continuidad respecto de los gobiernos anteriores. En consecuencia, tendieron a impulsar la movilización callejera, multiplicando los focos de conflicto y, en última instancia, olvidando la vulnerabilidad de las bases y la gran asimetría de fuerzas y recursos existentes. Por otro lados, desde 2004, ya había comenzado a operarse un desplazamiento de los conflictos, de lo territorial a lo sindical, en un contexto que aunaba crecimiento económico con precariedad.
En este contexto, todas las organizaciones piqueteras opositoras sufrieron procesos de fragmentación organizacional y, en un fuerte marco de crítica, se vieron obligadas a revisar sus estrategias de intervención en el espacio público. Una de las agrupaciones opositoras que mejor sorteó este período de reflujo y reconfiguración organizacional fue el Frente Darío Santillán (FDS), proveniente de la Coordinadora Aníbal Verón, que apuntó a ampliar la acción hacia otros espacios –el frente estudiantil, cultural y campesino -, incorporando otras problemáticas (por ejemplo, la defensa de los recursos naturales como “bienes comunes”). Incluso, ésta y otras organizaciones de origen piquetero, como Barrios de Pie[1] y el Movimiento Teresa Rodríguez (MTR), tuvieron un notable protagonismo en la creación de Bachilleratos Populares, en la ciudad capital y la provincia de Buenos Aires, que se hallan en proceso de reconocimiento y oficialización, desde fines de 2007.
Respecto de las organizaciones oficialistas, durante el gobierno de Néstor Kirchner, éstas formaron parte de la estrategia de la “transversalidad”, impulsada por fuera del Partido Justicialista. Sin embargo, más allá de la frustrada tentativa, estas organizaciones no pudieron gestar una épica militante alternativa y sólo tuvieron un papel periférico. Como lo demuestra la excelente investigación de C.Boyanovsky (2010), el vínculo que Néstor Kirchner entabló con dichas organizaciones sociales, fue más bien mezquino, plagado de idas y vueltas, lo cual ilustraba una suerte de no-reconocimiento sobre el rol que éstas debían tener en el nuevo proceso. Desde nuestra perspectiva, mucho tuvo que ver el referido rechazo y estigma que medios hegemónicos, clases medias y el propio gobierno contribuyeron a instalar, entre 2003 y 2004, y que alcanzó al conjunto de las fuerzas piqueteras. Lo cierto es que ni la reivindicación de las luchas antineoliberales de los ´90, ni la evocación de un ethos setentista alcanzaron para dotar de legitimidad a un actor social, que en definitiva continuaba siendo visto por una gran parte de la sociedad como “clase peligrosa”, “lumpenproletariado residual” o simplemente, como una expresión del clientelismo de izquierda, amparado por el nuevo gobierno (Svampa, 2011). Por otro lado, ya en su primera etapa, el kirchnerismo había optado por apoyarse sobre los sectores sindicales tradicionales (la CGT, liderada por Hugo Moyano).
Los nuevos desplazamientos bajo el gobierno de Cristina F.de Kirchner
Recordemos que, en medio de la gran crisis, durante el gobierno de Duhalde, los subsidios a desempleados desbordaron el universo piquetero, aumentando de 700 mil a casi 2 millones, a partir de la instalación del Plan Jefas y Jefes de Hogar (PJyJH). Esta política de ayuda social (a la que se sumó el plan “manos a la obra”, entre otros), se continuó con Néstor Kirchner, quien retomó la iniciativa de “recuperar” el espacio perdido por el peronismo en manos de las nuevas organizaciones de tipo territorial.
Bajo el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner (2007-), uno de los objetivos fue desactivar paulatinamente dichos planes. En algunos casos, los beneficiarios fueron incorporados al mercado de trabajo, en otros, transferidos a nuevos programas asistenciales. Hacia 2009, uno de las novedades fue el  Plan “Argentina Trabaja”, el cual propone la incorporación de desocupados en cooperativas de trabajo y  plantea una diferencia sustantiva respecto de otros, pues cuenta con un salario promedio de 1.250$ mensuales (contra los 150$ de los PJyJH). La disputa que las organizaciones de desocupados no oficialistas entablaron con el gobierno, criticando la discrecionalidad con la cual estos planes eran otorgados y demandando su derecho a los mismos, hizo que dichas agrupaciones tomaran una episódica visibilidad, a partir de acampes realizados en el centro de la ciudad, que reeditaron el recuerdo de aquellos cortes prolongados de años pasados.
Por otro lado, el conflicto que el gobierno entabló con los productores agrarios, en 2008, fue la piedra de toque no sólo para actualizar de manera plena el legado nacional-popular, en clave kirchnerista, sino también para volver a dotar de un rol político a las organizaciones sociales oficialistas. En efecto, pese a que fueron  los intelectuales nucleados en “Carta Abierta” los encargados de bautizar el litigio como “conflicto destituyente”, los primeros en destacar la gravedad de la situación –en la calle y en la plaza- fueron las organizaciones comandadas por Luis D´Elía, de la FTV y Emilio Pérsico, del Movimiento Evita. Esta nueva incursión pública de las organizaciones de desocupados actualizó una vez más no sólo los esquemas binarios, tan caros a la historia política argentina, sino también los prejuicios sociales y raciales de amplios sectores respecto de las clases populares. Sin embargo, a diferencia de 2003-2004, no había aquí un contexto de asimetría ni de progresivo aislamiento social, sino una serie de organizaciones sociales que actuaron como punta de lanza, bajo el ala protectora del gobierno, en un conflicto complejo, de múltiples aristas, que sin duda terminó por abrir a un nuevo ciclo político.
A diez años del estallido de la convertibilidad, y en condiciones de proyectar una mirada más abarcadora, podemos cerrar este artículo con tres reflexiones finales. En primer lugar, fue bajo la gestión de Néstor Kirchner que el gobierno logró cerrar la brecha disrruptiva que los movimientos piqueteros habían abierto en los sectores populares excluidos, tradicionalmente vinculados al peronismo. Así, en 2008, al asumir la presidencia, Cristina Kirchner encontró resuelta “la cuestión piquetera” como “problema”. Finalmente, éstos no sólo habían menguado en número, en parte habían sido integrados y otros fuertemente deslegitimados, sino que aquellas corrientes que habían sobrevivido a la consolidación del kirchnerismo, retornaron a los barrios, para solo trasponer las fronteras del Conurbano en ocasiones especiales. Adicionalmente, la Asignación Universal por Hijo en 2010, que tuvo un amplio impacto sobre los sectores populares, terminó de recomponer la relación del kirchnerismo con los grupos más excluidos.
En segundo lugar, existe una tendencia general a minimizar la importancia del “momento piquetero”; esto es, a borrar y denegar los logros –identitarios, políticos y organizacionales- de dichos movimientos. El quiebre de la narrativa piquetera, como sujeto “positivo”, a partir de 2004; su asociación con el “clientelismo de izquierda o gubernamental” y el “asistencialismo”, fue fundamental en esta operación de denegación de los piqueteros como actor político pleno. Ni los nuevos puentes que crearon las nuevas generaciones militantes, provenientes de los sectores medios, ni tampoco la institucionalización de las “organizaciones sociales”, devenidas oficialistas, fueron suficientes para impedir su visualización como actor político espurio y dependiente, o para realizar el borramiento de las marcas de la otredad, siempre presentes bajo la figura del nuevo aluvión plebeyo.
Por último, en los últimos dos decenios, pese a las mutaciones, ningún otro movimiento popular tuvo el protagonismo colectivo y la capacidad de interpelación social que es dable atribuir a las organizaciones piqueteras. Cierto es que en los últimos siete años la dinámica de los conflictos fue diseñando una nueva cartografía de las luchas, diferente de aquella de los 90, pero ninguno de los movimientos sociales hoy existente posee la centralidad política que en su momento tuvieron las organizaciones piqueteras. Asimismo, los lenguajes de movilización y los repertorios de acción que hoy prevalecen en la escena pública, estaban ya presentes en las organizaciones de desocupados, desde fines de los 90: la territorialidad, la utilización de la acción directa, la expansión de la forma asamblea.
En fin, es hora de reconocer que, pese al reflujo, a las mutaciones, a las notorias negaciones y borramientos, pero también a su innegable persistencia, los movimientos piqueteros han dejado una marca indeleble en la historia de las grandes luchas de los sectores populares de la Argentina contemporánea.
Bibliografía citada
Boyanovsky, Christian (2010) El aluvión. Del piquete al gobierno. Los movimientos sociales y el kirchnerismo, Buenos Aires, editorial Sudamericana.
Svampa, M. y Pereyra (2003) Entre la ruta y el barrio. La experiencia de las organizaciones piqueteras, Buenos Aires, Biblos.
Svampa, M.(2011) “Del que se vayan todos a la exacerbación de lo nacional-popular”  Nueva Sociedad No 235, septiembre-octubre de 2011,
www.nuso.org.
 

Vásquez, Melina (2010), Socialización política y activismo. Carreras de militancia política de jóvenes referentes de un movimiento de trabajadores desocupados, Tesis de doctorado en Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, 2010.

Publicado en Le Monde Diplomatique, edición de diciembre de 2011