Negro sobre blanco

El retorno masivo de las cacerolas ocurrido el jueves pasado en varias ciudades del país sorprendió a propios y extraños. Sin duda, en tanto hecho significativo, contiene varios mensajes, dirigidos no sólo al Gobierno sino también al conjunto de la clase política, que no resulta fácil decodificar.

En primer lugar, esta dificultad en la decodificación tiene que ver con el carácter múltiple o variopinto de las demandas, que reúne de modo desjerarquizado desde demandas económicas (inflación, cepo al dólar), sociales (inseguridad), hasta políticas (contra la re-reelección, contra la política de demonización/descalificación del otro, entre otras). La heterogeneidad es, además, ideológica, y más allá de que el cacerolazo exprese un creciente malestar respecto de las políticas de gobierno, sería apresurado e injusto leerlo de modo lineal, como una manifestación conservadora, tal como busca hacer el Gobierno para deslegitimarlo o, a la inversa, afirmar dicho carácter, como quieren hacer sectores de derecha, a fin de capitalizarlo. Ya se ha visto que no es fácil que la clase política pueda montarse sobre movilizaciones tan heterogéneas, a menos que se trate de demandas más específicas (o que, en la dinámica misma, se vayan especificando), como sucedió con Blumberg y el tema de la seguridad, la cual adoptó un sesgo ideológico claramente reaccionario.

En segundo lugar, existe una notoria asociación entre movimiento de cacerolas y clases medias, que para algunos, marcaría una limitación. Pero lo cierto es que las cacerolas se convirtieron en un recurso de acción propio de las clases medias, porque éstas dejaron una huella en la memoria política, una marca de orgullo identitario en estos sectores, desde lo sucedido en las jornadas de diciembre de 2001, aun si estas jornadas contaron también con la participación de sectores populares. Así, desde mi perspectiva, podría decodificarse este cacerolazo en clave post-2001, esto es, en el marco de un escenario de corrimiento y ampliación de la política, que tiene que ver con la transformación del vínculo político, con el hecho de que el pueblo (o una parte de él) entiende que la delegación de soberanía ya no es más –no puede volver a ser– total o completa. Que en la Argentina contemporánea no se haya dado cabida a dichas demandas de mayor participación y democratización de la política, no significa que estas demandas se hayan desactivado, sino que las mismas entraron en estado de latencia, con lo cual, ante determinados acontecimientos, éstas pueden volver a hacerse manifiestas.

En suma, aquellos que consideran que la estabilidad kirchnerista vino a suturar la crisis de la representación política vivida hace diez años, y en función de ello tienden a ver en este tipo de movilizaciones sólo gestos destituyentes, como en 2008, o reducirlo sólo al malestar de un sector social pudiente, afectado en sus posibilidades de consumo debido las recientes medidas económicas, no entienden cuál ha sido uno de los principales mensajes políticos de aquellas movilizaciones de 2001-2002. Ilustrémoslo con un ejemplo: en 2002, en la localidad de Jachal, provincia de San Juan, luego de que el intendente fuera destituido, se construyó un monumento a la cacerola, que tiene una leyenda que dice “funcionario, la cacerola vigila”… Quizá sea éste también uno de los mensajes que todavía resuena en las cacerolas, y que no está dirigido sólo al Gobierno sino al conjunto de la clase política.

Así, no es sólo desde su ambivalencia, su posibilidad de distorsión y acotamiento ideológico posterior que es posible leer estas movilizaciones, sino también desde su riqueza y diversidad, en términos de demandas y expresiones políticas. Y en este último sentido, como símbolo potencial de la desobediencia o la resistencia civil, este tipo de cacerolazos vienen también a poner negro sobre blanco cuáles son los límites de la política institucional en esta nueva era.