Sobre los intelectuales

Es conocida la imagen de Zygmunt Bauman, que distingue entre dos tipos de intelectuales: los legisladores, que asumen el papel de autoridad o árbitros competentes en controversias de opiniones, y los intérpretes, que se abocan a la tarea más modesta e incierta de la comprensión y la comunicación de saberes, sin pretensión legislativa alguna. La diferenciación pone el acento en el desplazamiento del intelectual-legislador por el intérprete.

 La experiencia argentina no es ajena a este proceso. Por un lado, el intelectual-intérprete ocupó mayor espacio en el ámbito académico, desplazando en términos de producción y de calidad a la figura académica del intelectual-legislador. Una de las virtudes de este reposicionamiento es el tipo de mirada que se ha ido construyendo desde ciertos saberes, como la sociología y la antropología: una mirada horizontal, díficil de hallar en gran parte de las ciencias sociales de los ´70, atravesadas por una visión más lineal y pedagógica. 

Esta mirada está en sintonía con la del cine social de los años ´90 ( “Mundo Grúa” o “Mala Epoca”, entre otros), que muestra los grandes cambios socioculturales de los sectores populares de manera desprejuiciada, sin pretensiones apológeticas o pedagógicas. Pero, pese a sus logros innegables, el riesgo mayor de esta perspectiva “interpretativa” es que los intelectuales se conviertan en meros traductores de la experiencia de los actores sociales. Su corolario inevitable es el pesimismo fatalista o la parálisis militante, frente a los fuertes constreñimientos estructurales.

Por otro lado, el intelectual-legislador no desapareció de la escena, sino que sufrió una inflexión importante. Asumió el lugar del “experto” o “profesional competente”, y pasó a ocupar mayores espacios de poder, ligados tanto a la gestión gubernamental como al asesoramiento de organismos internacionales. En nuestro país además no fueron pocos los que se adaptaron exitosamente a los malos tiempos del ajuste estructural, en algunos casos contribuyendo a sostener por izquierdas aquello que los organismos internacionales venían imponiendo por derechas. Aquí, el riesgo mayor del intelectual convertido en consultor o experto, ha sido y es el pragmatismo ideológico, en el límite, un doble discurso que combina el cinismo con la mala fe.

No es mi intención rescatar a “impolutos” académicos en detrimento de “enlodados” expertos. Lejos de ello, me pregunto, por un lado, si no será el momento de reclamar a los académicos que articulen la tarea del intérprete con la del legislador, entendida esta última como ejercicio crítico y también militante, pensando posibles escenarios de cambio. Por el otro, en el caso de los expertos, me pregunto si no es hora de realizar un sinceramiento crítico (e ideológico) acerca de sus responsabilidades, tanto técnicas como políticas, en el paso por diferentes instancias del  poder. En fin, el desafío es doble, pues hoy son las dos figuras dominantes del intelectual argentino las que aparecen interpeladas por la crisis.

Nota publicada en el suplemento Zona de Clarín, en marzo de 2002