Tormenta de ideas sobre el futuro político del país (II)

Según los autores, muchos intelectuales están en deuda con la sociedad y no advirtieron este presente.

Leímos con atención el reportaje a José Nun, pues su intervención ofrece un incisivo análisis del actual proceso político, a la luz de una visión de largo plazo a lo que se suma un gran coraje intelectual. No es poco. No nos sorprendió la réplica escrita por Charosky, Mocca, Novaro y Palermo, pues ésta se corresponde con una posición política que ha sido hegemónica en las ciencias sociales de los años 80 y 90 y que se ve cuestionada por los argumentos de Nun. Es por ello que querríamos indagar en algunos supuestos que hay detrás de estas afirmaciones.

Desde 1983 los temas privilegiados por las ciencias sociales han contribuido activamente a la creciente disociación entre lo político y lo social. Esto se hizo visible en la escasa atención que las ciencias políticas prestaron a los efectos de la desestructuración social y las transformaciones del mundo popular ocurridas en los últimos veinticinco años. Este viraje mayor respondía a la exigencia de dar paso a la formación de un nuevo “espíritu científico”, para decirlo con términos de Bachelard; condición percibida como intelectualmente necesaria para poder purgar las “culpas ideológicas” del pasado, asociadas a las posturas maximalistas de los años 60 y 70. El doble viraje conllevó para algunos la necesidad de “reformatear” el disco rígido, al tiempo que abrió el espacio para las nuevas opciones políticas (Alfonsín, el Frepaso, la Alianza, pero también cierta forma de respaldo al menemismo exitoso).

Así, entre los 80 y los 90, una parte de las ciencias sociales se volcó al análisis de los procesos políticos asociados a la “transición democrática” y a la consolidación de ese orden político, y más tarde, a los “liderazgos personalistas” o al “decisionismo” todopoderoso de un gobierno que se desembarazaba del Estado. Pero el problema no estaba en la elección de los temas (justificados por la necesidad histórica de afirmar la democracia), sino en el hecho de que se defendió un formalismo institucional a rajatabla y se sostuvo una visión ridículamente abstracta de la ciudadanía y la política. Ese encandilamiento contribuyó a la desprotección (intelectual) de las clases populares, duramente golpeadas durante el período. Todo ello sin que los intelectuales fueran capaces de contribuir positivamente a la construcción de estructuras de organización y participación que les permitieran apropiarse eficazmente del nuevo espacio político.

No es extraño entonces que, a fines de 2001, cuando se produjo el regreso de la política a las calles, una parte del mundo intelectual quedara desprovisto de instrumentos analíticos adecuados para leer el alcance de esta inflexión. Ese desarraigo se manifiesta en dos posiciones extremas: una desconfianza básica en la articulación de toda experiencia “desde abajo”, y un optimismo igualmente ilusorio respecto del alcance de lo que se empieza a construir.

No se puede seguir desconfiando del derecho a salir a la calle o continuar denegando el peso de ciertas realidades, porque la disociación subsiste y el verdadero peligro no es que una refundación de las instituciones sea llevada a cabo “con el aliento de las masas en la nuca”, sino que éstas no se reformen nada y todo acabe después de las elecciones, con una gran represión de las fuerzas sociales movilizadas. Apostemos a que el proceso de acumulación organizacional y participativo se traduzca en una nueva producción institucional.

Todos somos conscientes de que la Argentina se ha convertido en un país caracterizado por una fragmentación social creciente en el cual coexisten, sin tocarse, universos muy desiguales en términos de posición y oportunidades de vida. Así, los universos por los cuales transitamos algunos intelectuales nos plantean conflictos de pertenencia, generándonos malestares éticos-ideológicos. Sin embargo ¿quién podría negar la naturaleza anfibia del intelectual, uno de cuyos mayores desafíos consiste precisamente en no renunciar a la multipertenencia, sino más bien en tratar de pensar creativamente en los cruces, en los puentes, aún fugaces y precarios, entre aquellos universos tan diferentes?

En definitiva, éstas son algunas de las tareas que plantea Nun, subrayando la deuda que los intelectuales tenemos con la sociedad argentina. Así, el escaso registro que de esta situación muestran ciertos intelectuales tiene menos que ver con la mala fe o la esquizofrenia, y más con el hecho de que no escuchan y no ven porque viven en su mundo, y se sienten bien instalados dentro de los límites de ese universo.

Por Maristella Svampa y Denis Merklen