Tres digresiones sobre el cosmopolitismo, edición MArdulce

En la época de la globalización acelerada de las relaciones económicas, del permanente nomadismo de los capitales, de la movilidad creciente de las personas por encima de las fronteras nacionales, más aún, en la era del debilitamiento del Estado-Nación, el término cosmopolitismo parece haberse cargado de nuevos registros. ¿Es esto realmente así? ¿Qué hay de nuevo o cuáles son esas otras dimensiones actuales, si a decir verdad el cosmopolitismo, en sus diversas facetas, atraviesa no sólo la historia del arte y el pensamiento de los países centrales, sino también de aquellos periféricos, esto es, del arte y del pensamiento latinoamericano?

     Fronteras y cruces culturales, mirada universalista y desanclaje, cierto es que el cosmopolitismo ha sido tradicionalmente comprendido desde lo universal (ciudadano del mundo), esto es, desde la partícula “cosmos”, y mucho menos desde la partícula “polis”, que remite en todo caso al orden de lo local. El cosmopolita no tenía patria, no tenía nación de referencia. Su experiencia aparecía bañada, sumergida en lo universal, en una aparente comprensión de las diversas culturas pero con un deliberado desapego hacia los localismos y nacionalismos.

    Para el marxismo, que se decía internacionalista, el cosmopolitismo tenía algo de residual y de decadente: en el coincidían desanclaje aristocrático y dandismo. Era cultural, relativo al mundo del arte y de las letras. Por otro lado, en un mundo saturado de xenofobia, el cosmopolitismo ha significado siempre un llamado a la tolerancia, a la ciudadanía mundial, una apelación a la cultura global. Por ejemplo, en la reflexión kantiana acerca de un orden jurídico-político, sustentado por una federación de naciones y un objetivo, el cosmopolitismo era un ideal y una utopía (la paz mundial).

    En otro orden, suele decirse que los argentinos, en función de nuestra ascendencia europea, somos una comunidad trasplantada, de corte cosmopolita, que siempre ha renegado de sus raíces vernáculas, esto es, indígenas y mestizas, de índole latinoamericana (el miedo a ser nosotros mismos, como diría Rodolfo Kusch). Por ende, para algunos el cosmopolitismo debía ser leído desde su contracara, el latinoamericanismo.

    Claro que este ingreso a la temática no hace más que confundirnos, pues a la hora de hablar de cosmopolitismo parece que nos enfrentáramos con toda una galería desordenada de personajes y tipologías. Sin embargo, una cuestión de la que no puede eximirnos ni el orden histórico ni la presente actualización es, precisamente, explicitar de qué cosmopolitismo queremos hablar. ¿Nos referimos al cosmopolitismo cultural, el cosmopolitismo social o el cosmopolitismo político?

    En una rápida revisión de la bibliografía me encontré con poco cosmopolitismo a secas y numerosas adjetivaciones: cosmopolitismo arraigado, cosmopolitismo vernáculo, cosmopolitismo crítico, cosmopolitismo posmoderno, cosmopolitismo subalterno, cosmopolitismo desde abajo, cosmopolitismo tóxico, cosmopolitismo moral, cosmopolitismo político, cultural, jurídico, cosmopolitismo selectivo, cosmopolitismo en las artes, las letras, las ciencias humanas, sociales, etcétera, etcétera.

Varias de estas categorías, muchas de ellas, contemporáneas, hacen referencia a la necesidad de pensar el cosmopolitismo actual a través de la convergencia entre universalismo y diferencia. Son posiciones que, en un espacio de geometría variable, buscan superar los obstáculos tradicionales del universalismo ‒tendencia a la homogeneidad, la exaltación de valores supuestamente universales-monoculturales, la defensa normativa‒, pero también apuntan a superar los límites que impone una defensa a ultranza del relativismo, en nombre de la hibridación, del pluralismo, del multiculturalismo bienpensante, que en defensa de las diferencias culturales, suelen escapar a un análisis en términos de relaciones de poder.

   En todo caso, no son pocos los autores que se han dedicado a pensar el cosmopolitismo, desde K. A. Appiah a H. Bhabha, en el contexto actual de globalización, a través de  los modos de anclaje entre lo local y lo universal; refiriéndose así a un cosmopolitismo cultural, social, ético y político; diferente del cosmopolitismo más tradicional.

En función de esta breve introducción que da cuenta del carácter abigarrado de la temática, quisiera abordar el tema proponiendo tres digresiones sobre el cosmopolitismo.

Primera digresión:

Sobre las figuras del cosmopolitismo sociológico y su actualidad 

En la sociología contemporánea hay dos figuras que simbolizan el cosmopolitismo: el extranjero y el migrante o marginal.

    George Simmel, pensador inclasificable y de fronteras, es quien esbozó la figura del extranjero (o el extraño, según las traducciones). En la voluminosa obra Sociología. Estudios sobre las formas de socialización, uno de los pocos libros “academicistas” de Simmel, encontramos una brevísima e influyente Digresión sobre el extranjero (2). En esas cuatro páginas, Simmel afirma que el extranjero es el que llegó hoy, pero no para irse mañana, sino aquel que llegó para quedarse. El extranjero es una figura armoniosa que, en categorías simmelianas, conjuga distancia y proximidad; generalidad y diferencia. Más aún, el extranjero es el verdadero símbolo de la modernidad, pues puede dar cuenta de una experiencia que es válida para diferentes grupos sociales; es una figura síntesis entre la vida errante y el arraigo, esto es una forma de mediación del grupo en relación consigo mismo. El extranjero conjuga autocomprensión y tolerancia, generalidad y objetividad, virtudes éstas asociadas al cosmopolitismo.

    Contrariamente a otras visiones, donde el extranjero aparece estigmatizado, esta síntesis entre proximidad y distancia, entre objetividad y comprensión de la diferencia es lo que hace a su especificidad. Alguien que no se define solamente desde el nomadismo ni tampoco desde el sedentarismo, sino como una síntesis de ambos y que configura un tipo, un posicionamiento en el seno de una modernidad ambivalente.  Por eso el extranjero ha sido comparado al dinero (por su movilidad) y no por casualidad, la primera figura es el comerciante, y más aun, por su rol histórico, el judío comerciante.

   Décadas después, Robert Park, de la Escuela de Chicago y discípulo de Simmel, reflexionó sobre el rol del hombre marginal en las grandes ciudades, en un contexto donde modernidad y desorganización social van asociados. Tal como lo hizo Simmel, Park subraya el carácter cosmopolita del hombre marginal, y lo más importante, la extensión de su horizonte cultural (3). Pero el marginal es un hombre que habita entre dos mundos, está atrapado entre dos culturas, entre dos sociedades diferentes. A diferencia del extranjero de Simmel, el marginal (o el mestizo) está desgarrado entre mundos diferentes y es dominado por éstos. Su subjetividad tiene una dimensión trágica, ya que no alcanza a controlar este desgarramiento o esta disociación.

    Estas dos figuras de cosmopolitismo sociológico definidas por Simmel y Park están presentes hoy en día. Por supuesto que, en términos masivos, predomina el marginal, bajo la figura del migrante global, protagonista de la diáspora. Así, en un mundo de enclaves y archipiélagos, de muros cada vez más altos y fortificados, lo que se halla más expandido es la figura del marginal y del mestizo, como expresión de la diáspora de las clases subalternas de los países del sur. Me refiero a aquellos que huyen de contextos económicos y políticos miserables y hostiles hacia los países del centro global, en busca de otros horizontes económicos y sociales. Estos sujetos (o más bien, familias), cuya historia desoladora aparece despojada de toda épica, aunque estén dispuestos a arriesgar la vida misma en una barca precaria sobre el mar mediterráneo o en un cruce desesperado por anchos ríos y desiertos, para trasponer fronteras cada vez más militarizadas y securizadas, son cada vez más criminalizados, perseguidos en su carácter de fugitivos, ilegales, extracomunitarios o extranjeros, esto es, de no-ciudadanos. Son los parias del nuevo orden global, que poco lugar tienen para pensarse en el marco de una “ciudadanía mundial”.

   A su vez, la figura de la diáspora que encarna el migrante global, muestra también el fracaso de proyectos supuestamente posnacionales, como lo fuera inicialmente el de la Unión Europea, al tiempo que nos advierte sobre el evidente retroceso del paradigma de los derechos humanos (campos de internamiento de extranjeros y fronteras cada vez más militarizadas, con dispositivos de seguridad –muros y garitas de vigilancia‒ cada vez más excluyentes y más sofisticados).

   Asimismo, en contextos de colonialismo interno, como el que viven muchos de los pueblos originarios en América Latina, instalados en el vaivén entre mundos diferentes, encontramos la figura del mestizo, como sujeto localizado, espacializado, territorializado, con escasas posibilidades de movilidad alguna. A menos que opte por la figura del migrante global…

   Estas figuras del cosmopolitismo realmente existente dejan entrever, como afirma Zigmunt Bauman, que lo único cosmopolita en realidad es el capital, los agentes globales e incluso los intelectuales. Ciertamente, en el marco de la sociedad del riesgo mundial, al cosmopolitismo de los filósofos bienpensantes y los políticos le ha sucedido el de las nuevas élites culturales, lo cual está lejos de desembocar en una síntesis de cultura global y menos en recuperar un sentido de seguridad y libertad para todos. Los nuevos cosmopolitas son así los accionistas, los ejecutivos, pero también los intelectuales, que esgrimen el discurso de lo global-comunitario, y que viven en un mundo hecho de viajes y de consumos. Bauman subraya que éstos viven en verdaderas burbujas socio-culturales, y por ello habla de un Cosmopolitismo selectivo, donde lo otro, lo extraño, los parias, los advenedizos, pasarían a segundo plano o más aun, pasarían a ser  incluso invisibles (4).

   En suma, esta oscilación entre las dos figuras del cosmopolitismo no parece ofrecernos un cuadro muy alentador: ni el cosmopolitismo diaspórico y mestizo de los perdedores de la globalización, que había prefigurado Park, pero tampoco el cosmopolitismo selectivo de la actualidad, de inspiración simmeliana, ilustrado –en su faz más benévola‒ por las élites intelectuales.

Segunda  digresión:

La permanente incomodidad del pensamiento latinoamericano ante el cosmopolitismo

    No recuerdo donde leí lo que parece una verdad de perogrullo, acerca del deseo de modernidad como una característica de los intelectuales latinoamericanos. Sin embargo, hay autores que sostienen que el pensamiento latinoamericano está marcado por posicionamientos más ambivalentes, caracterizado no sólo por los deseos de modernidad, sino también por la búsqueda de identidad.

   Así, el historiador de las ideas, Eduardo Devés Valdés(5) sostiene que el pensamiento latinoamericano encuentra su clave en la alternancia entre la búsqueda de la identidad y el afán de la modernización, lo cual ha dado lugar a la conformación de diferentes ciclos y espirales, modas, generaciones y escuelas, que recorren los últimos dos siglos de cultura latinoamericana.  A partir de esta alternancia, el autor chileno establece una línea que separa a Sarmiento de Martí, a Rodó de Mariátegui, a la Cepal de los dependentistas, a los neoliberales de los decoloniales.

    Sin embargo, no es que haya un polo cosmopolita y otro particularista o americanista. En realidad, parece más productiva la segunda tesis de Devés Valdés que afirma que muchos de los pensadores que sostienen una dimensión, no por ello han negado radicalmente la otra. Antes bien, han tratado de conciliar ambas. También ocurre que, en distintas etapas de su vida, los autores han marcado énfasis diferentes en sus opciones. Es decir que, sin caer en una contradicción, el pensamiento latinoamericano puede ser comprendido como la historia de los intentos explícitos e implícitos por armonizar ese afán siempre desesperado por la modernización con la obsesión indeclinable por la identidad.

   Por encima de la tensión observable entre ensayismo (filosofía y los posmodernos estudios culturales), y la mirada profesionalizada de las ciencias sociales (especialmente la sociología), todas las disciplinas revelan esta tensión entre la afirmación de la identidad y el afán de universalidad, tomando como punto de partida la definición por la negativa: esto es, desde nuestra condición de culturas subalternas, nuestra característica mayor es la modernidad inconclusa o nuestro déficit de modernidad.Civilización/ Barbarie, Centro/ Periferia, Calibán/ Próspero, son numerosas las imágenes y esquemas binarios que expresan esta conciencia desgarrada y mestiza, propia de la cultura latinoamericana. Esto es lo que reafirma, al menos en clave contemporánea, el carácter más cosmopolita de la cultura y el pensamiento latinoamericano: la necesidad de mirarse en el espejo del Otro, ese Otro que históricamente han sido Europa y Estados Unidos, para autocomprenderse como tal.

   Un caso típico es el de la filosofía latinoamericana, cuyos temas tienen que ver con la (im)posibilidad de su universalización. Una filosofía que tiene como punto de partida la pregunta por lo concreto, por lo peculiar, por lo original de América, por la posibilidad misma de la filosofía, revelando por ese camino tortuoso la conciencia de que su existencia es una conciencia marginal. Para decirlo rápidamente: esa tensión entre lo particular y el afán de modernidad ha generado en una parte del pensamiento latinoamericano (en el cual incluyo la filosofía y la sociología), tres rasgos mayores emergentes de ese diálogo en clave cosmopolita que nos caracteriza como cultura subalterna, marcando sin duda virtudes, pero también muchas y probablemente grandes limitaciones:

    -Ruptura y dependencia: habría una forma particular de conciencia de ruptura cuya especificidad derivaría de la situación general de dependenciaque ha caracterizado el ingreso de América Latina a la historia mundial. Arturo Roig (6) habla de la conciencia americana como una experiencia de ruptura: un estado emocional que ha sido calificado como “frustración”, “decepción”, “destierro”, “desarraigo”, “exilio”, “expatriación”, “inferioridad”. Algo que en vocablos contemporáneos y por su carácter pluridimensional, algunos denominarán la colonialidad del saber (Aníbal Quijano), la herida colonial (Walter Mignolo, entre otros).

    –Un afán antropofágico; más que eclecticismo, estamos antes situaciones de verdadera antropofogia, manifiestas en la voracidad por incorporar otros léxicos, otros vocabularios filosóficos y políticos. Remito como figura-destino al manifiesto antropofágico del brasileño Oswald de Andrade, de 1928, que destacaba la capacidad americana para devorar todo lo ajeno e incorporarlo para crear así una identidad compleja, nueva y constantemente cambiante.

    –La falta de acumulación, por último, íntimamente relacionada con la ruptura y la dependencia, así como con la antropofagia está la falta de acumulación del pensamiento latinoamericano; rasgos que en las ciencias sociales y humanas aparece como un problema, que no se debe solamente al carácter feroz de las dictaduras y los exilios (las rupturas políticas), sino al desdén por valorizar los aportes teóricos, los debates y los núcleos temáticos regionales que recorren el subcontinente y sus diferentes disciplinas; a la gran debilidad en la trasmisión –académica y extraacadémica‒ de los mismos, no sólo en términos regionales sino también generacionales; en fin, al modo tan contundente de sepultar a través de una dialéctica sin síntesis o de hacer tábula rasa de tantos debates y conceptos que convocaron parte importante del pensamiento crítico y establecieron fuertes inflexiones político-intelectuales (pensemos por ejemplo en el debate sobre la dependencia en los años 70; concepto ordenador del pensamiento crítico, y en su posterior rechazo y apartamiento). Esa vocación ecléctica por absorber, asimilar, procesar teorías que provienen de otras latitudes, que puede ser leído como un rasgo de dependencia académica, o en términos más recientes, de colonialidad del saber, es la contracara de la antropofagia, nuestra inveterada capacidad en devenir artística, cultural e intelectualmente cosmopolitas. 

Tercera digresión

 Â¿Es posible un cosmopolitismo subalterno, desde abajo?

No quisiera llevar agua para mis molinos, pero creo que si nos apartamos del plano sociológico, si abandonamos la cuestión de la capacidad de ruptura y falta de acumulación del pensamiento latinoamericano; y abordamos el cosmopolitismo desde el punto de vista colectivo, podemos encontrarlo en la defensa global de intereses comunes, en la utilización de herramientas de interacción global, en redes trasnacionales, propias de la época actual, ligado a los movimientos de resistencia. Ciertamente, algunos de ellos pueden ser leídos –al menos en su aspiración u horizonte‒  como procesos marcados por una cierta praxis cosmopolita que apunta a la producción de una globalización contra hegemónica.

    Boaventura de Souza Santos, un intelectual proveniente de la Europa periférica, muy ligado a América Latina, revisita el concepto de cosmopolitismo y se pregunta, parafraseando a Stuart Hall, sobre la cuestión de identidad: “¿Quién necesita del cosmopolitismo? La respuesta es simple, cualquiera que sea víctima de una intolerancia y discriminación necesita tolerancia, cualquiera cuya dignidad humana básica es negada necesita de una comunidad de seres humanos, cualquier que es un no-ciudadano necesita una ciudadanía mundial en alguna comunidad o nación dada. En suma, aquellos excluidos socialmente, víctimas de la concepción hegemónica del cosmopolitismo, necesitan un tipo diferente de cosmopolitismo. El cosmopolitismo subalterno es una variedad oposicional, es la forma cultural y política de la globalización contrahegemónica” (7)

   Con  ello nos referimos a  los movimientos alterglobalización, surgidos en 1999, en Seattle, pasando por el zapatismo (que interpeló a una comunidad amplia, en nombre de valores y prácticas que invocaban a la vez lo universal –la democracia‒ y lo particular –lo étnico, el lugar de los indígenas‒), los movimientos contestatarios del neoliberalismo en América Latina, los movimientos socio-territoriales y ambientales, que propugnan un lenguaje global, anclado en la defensa del territorio y de los bienes comunes.

   En esta línea del cosmopolitismo contestatario, nociones como las de Buen Vivir, Justicia Ambiental, Bienes Comunes, Soberanía alimentaria, Autonomía, son algo más que consignas con una fuerte carga movilizadora; se trata de conceptos-horizonte que dan cuenta de la búsqueda de propuestas globales para sociedades equitativas y realmente sustentables. Muy especialmente el concepto de Bienes Comunes (Commons, en inglés) aparece hoy como una de las claves de esta variedad oposicional de carácter cosmopolita, el cual permea y da forma a la nueva gramática de los movimientos sociales, tanto en los países centrales, donde la lucha se define hoy en contra de las políticas de ajuste y privatización (el neoliberalismo), como en nuestros países periféricos, donde ésta se define más bien contra el neoextractivismo desarrollista. La Democracia de lo Común, como aspiración política que se coloca más allá del mercado y del estado, recorre hoy el lenguaje de los más diversos y variopintos movimientos sociales del norte global  y de la periferia, ilustrando  esta aspiración de cosmopolitismo subalterno y desde abajo.

   Para cerrar, no sabría decir si esta aspiración podrá consolidarse en un proyecto de comunidad global o del ideal kantiano, pero no cabe duda de que, con sus aciertos y sus limitaciones, con sus historias dramáticas de resistencia, con su exaltación a veces tenaz de la autonomía, con su claro rechazo a los poderes fácticos, globales y locales, con su comprensión oposicional de la globalización, con sus prácticas contrahegemónicas y sus lenguajes tan antropofágicos como vernáculos, estos movimientos contestatarios son una de las formas más interesantes del cosmopolitismo desde abajo realmente existente.

MarDulce Magazine
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