Violencia estatal y derechos humanos

Maristella Svampa Umbrales difusos. Para la autora de esta nota, a pesar del consenso establecido respecto de lo que la sociedad argentina tolera en materia de represión, esta ha adoptado nuevas y peligrosas formas.

A 40 años del golpe militar, es necesario reflexionar sobre la violencia política estatal y la nueva agenda de derechos humanos. E l umbral de violencia política que puede tolerar una sociedad es siempre una construcción social y cultural, ligada a los ciclos de su historia y a sus devenires traumáticos. Así, el límite tolerado no es el mismo en la sociedad argentina que en la chilena, aun si ambos países conocieron una dictadura militar criminal. Tampoco el caso argentino puede ser comparado con el de Colombia o Perú, incluso México, países que conocen una suerte de violencia política endémica.

La sociedad argentina que emergió de la posdictadura arrastra el trauma de “la gran represión”, situación que sumada a la lucha de las organizaciones de derechos humanos, fue modificando el umbral de tolerancia respecto de la violencia política que está dispuesta a soportar. En este contexto, por razones que no tienen que ver con la errada teoría de los dos demonios, la lucha armada –como forma de violencia política– desapareció como alternativa legítima para promover el cambio social y dejó de ser un repertorio de acción para las propias organizaciones políticas y sociales. La Tablada (1989) marcó el final de una época, el ocaso del ethos militante setentista, basado en la idea del compromiso total y la apuesta por la revolución a través de la lucha armada.

Asimismo, el gran trauma social producido por la dictadura militar impactó sobre el modo cómo la sociedad procesa, comprende y tolera la violencia política ejercida desde el aparato represivo estatal.

Desde 1983 a 2015 mucha agua ha corrido. Luego de las leyes de impunidad, la gran crisis de 2001 abrió un nuevo escenario y, más precisamente, las movilizaciones del 19 y 20 de diciembre de ese año, instalaron un nuevo umbral para pensar críticamente el pasado reciente. Posteriormente, los juicios a los militares responsables de crímenes de lesa humanidad bajo la dictadura, la inclusión de sus cómplices civiles, su redefinición como dictadura cívico-militar, impulsada durante la última década, contribuyeron a instalar un consenso respecto de los límites de la violencia política desde arriba, a través del rechazo al terrorismo de Estado, del asesinato o exterminio político de los ciudadanos (“Nunca más”).

Sin embargo, cabe preguntarse si el umbral de tolerancia respecto de la violencia política es general o solo atañe a determinados crímenes o asesinatos políticos. Desde mi perspectiva, es solo cuando el crimen revela su contenido ostensiblemente político y se torna visible a los ojos de la sociedad toda, que se reactiva aquella voz de alerta, señalando un límite que renueva el compromiso de la sociedad argentina con el “Nunca más”, vía la movilización y el rechazo. Así sucedió con la grave represión ocurrida el 26 de junio de 2002, cuando por primera vez en democracia, se realizó un operativo en el cual participaron el conjunto de las fuerzas represivas –Gendarmería, Prefectura y Policía Federal–, hasta la Policía bonaerense, bajo un mando único, para enfrentar la protesta social. El saldo fue el asesinato de dos jóvenes militantes, Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, setenta heridos y más de doscientos detenidos. A diferencia de la represión generalizada llevada a cabo por el gobierno de De La Rúa el 19 y 20 de diciembre de 2001 –que le costó su renuncia–, ésta fue una represión selectiva y planificada, con un blanco muy claro: los piqueteros. La historia es conocida: el gobierno de Duhalde acusó a los piqueteros de matarse entre sí, pero veinticuatro horas después, las imágenes tomadas por el fotógrafo Pepe Mateos, evidenciaron la culpabilidad de las fuerzas represivas. Entonces la sociedad reaccionó en bloque, viendo en esa represión selectiva una actualización de metodologías de aniquilamiento, propias de los años del terrorismo de Estado. La sociedad argentina mostró el potencial movilizador y solidario que posee la memoria de la gran represión, reafirmando el compromiso con el “Nunca más”. Algo similar sucedió con los asesinatos de otros dos militantes, Carlos Fuentealba, docente, allá en Neuquén, en 2007, y Mariano Ferreyra, militante del Partido Obrero, en 2010.

Sin embargo, en los últimos 40 años, la sociedad argentina cambió notablemente, incluso en la complejidad que hoy muestran los conflictos sociales y las formas en que éstos se politizan. En esa línea, los dispositivos de represión desde el aparato del Estado también fueron mutando. Así, salvo excepciones, como las ya mencionadas (Fuentealba y Ferreyra), la violencia política estatal se ha ido deslizando hacia otras formas de represión y disciplinamiento más silenciosas y menos visibles.

Desde 2003, hubo más de treinta asesinatos y muertes dudosas, en gran parte de campesinos e indígenas, varias de ellas catalogadas como “accidentes” por las autoridades. Esas “emanaciones de la muerte difusa”, como escribe la colega Mirta Antonelli, sistemáticamente denegadas desde el poder, “nos interroga sobre el horizonte mismo de los derechos humanos”. La política de supresión física se fue desplazando hacia las provincias, donde hoy aparecen arrinconadas las poblaciones más vulnerables, indígenas y campesinos, pequeñas localidades, cuyas tierras son valorizadas por el capital. Uno de los casos más emblemáticos es el de los pueblos Qom, de la comunidad Primavera, hostigados hasta el ensañamiento desde el gobierno formoseño e ignorados por el gobierno nacional. Asimismo, la judicialización de la protesta social se extendió sobremanera desde los años 90 a esta parte, incluyendo un número variado de figuras penales, que van desde la imputación por corte de ruta, hasta la sedición, la usurpación (pueblos originarios) e incluso la tentativa de homicidio. Según un informe realizado por el Encuentro Memoria, Verdad y Justicia, hay más de 4.000 personas criminalizadas y judicializadas entre 2001 y 2012, desde gremialistas, desocupados, estudiantes, comunidades indígenas, movimientos territoriales y grupos ambientalistas. Los cambios en el dispositivo represivo indican también el incremento de las fuerzas represivas a través de la creación de cuerpos de élite, y un creciente proceso de tercerización de la represión (policías provinciales, con grupos de choque, sicarios impulsados por propietarios sojeros y latifundistas).

Así son los corsi y ricorsi de la historia: en los últimos veinte años, las nuevas formas de acumulación, a través de la acelerada expansión de la frontera sojera, petrolera y minera, los emprendimientos turísticos y residenciales, el acaparamiento de tierras y la especulación inmobiliaria, han venido dando cuenta del inicio de un nuevo ciclo de violación de los derechos individuales y colectivos. Incentivados y promovidos por políticas públicas nacionales, los actuales modelos de (mal)desarrollo van segando el camino y los territorios provinciales de nuevos cuerpos sacrificables. En la actualidad, todo hace pensar que, dada la continuidad del modelo extractivo, con su violenta dinámica de desposesión, así como la orientación excluyente de la política social y laboral, que beneficia a los sectores más poderosos, habremos de transitar hacia un escenario de mayor criminalización y represión de las protestas, de muertes difusas o extraños accidentes, con o sin “protocolos de la protesta” en la mano.

Es cierto que a 40 años del golpe militar, la sociedad argentina realizó un largo camino en el reclamo constante de verdad y justicia, respecto de las violaciones de derechos humanos cometidas durante la última dictadura. Sin embargo, hace años ya que la compleja realidad social nos está advirtiendo que los umbrales de violencia política estatal se han ampliado peligrosamente, en relación con aquellos instalados por el “Nunca más”, vincula dos al Estado terrorista y la dictadura cívico-militar. En suma, el nuevo ciclo de violación de los derechos humanos individuales y colectivos nos indica una creciente transformación del umbral de violencia política estatal y exige, por ende, su visibilización y sinceramiento en términos de agenda de derechos humanos.

Diario Clarín
https://www.clarin.com/rn/ideas/Violencia-estatal-derechos-humanos_0_SJIzi2dD7e.html