Latina. De nuevas izquierdas a populismos de alta intensidad

Han transcurrido 15 años desde que América Latina, o particularmente algunos países de la región, marcaron un cambio de época. Recordemos que a partir de 2000, las luchas de los movimientos sociales y organizaciones indígenas contra del ajuste neoliberal, el cuestionamiento del Consenso de Washington, en fin, la desnaturalización de la relación entre globalización y neoliberalismo, y la posterior emergencia de gobiernos, caracterizados de modo genérico como progresistas, de izquierda o de centro izquierda, insertaron el subcontinente en un novedoso escenario transicional.

Uno de los términos más empleados para caracterizar estos gobiernos ha sido el de progresismo, de significación bastante amplia, pues remite a la Revolución Francesa y hace referencia a las corrientes ideológicas que abogaban por las libertades individuales y el cambio social (el “progreso” leído como horizonte de cambio). Así, la denominación genérica de progresismo abarcaría corrientes ideológicas y perspectivas políticas diversas, desde las de inspiración más institucionalista, pasando por el desarrollismo más clásico, hasta experiencias políticas más radicales: desde Chile, con P. Lagos y M. Bachelet; Brasil, con Lula da Silva y Dilma Rousseff; Uruguay, bajo el Frente Amplio; la Argentina de los Kirchner, el Ecuador de Rafael Correa, la Bolivia de Evo Morales y la Venezuela de Chávez-Maduro, entre otros. Avanzando un poco más, algunos autores hablaron de “giro a la izquierda” y “posneoliberalismo”, y propusieron distinguir entre dos izquierdas, trazando como línea divisoria los gobiernos más radicales e innovadores (la triada Venezuela, Bolivia, Ecuador, ligada a procesos constituyentes), colocando por debajo el contingente más conservador-progresista (el cuarteto sudamericano, Argentina, Brasil, Uruguay, Chile).

En paralelo, hacia 2004-2005, otros analistas retomaron la controvertida categoría de populismo para caracterizar varios de los gobiernos progresistas; renovaron una vez más el debate acerca de su conceptualización. Tres líneas de lectura se destacan. En primer lugar, regresaron las visiones peyorativas o condenatorias, entre ellas las interpretaciones académicas que afirman la recurrencia del populismo como mito, y lo describen como un fenómeno instalado entre la religión y la política, contrapuesto al ethos democrático; y las otras, de tipo mediático, que insisten en reducirlo a una política macroeconómica (derroche y gasto social) y al clientelismo político.

En segundo lugar, en un sentido inverso y apoyada en un notable trabajo teórico, una interpretación que tuvo grandes repercusiones en la última década es la del argentino Ernesto Laclau, cuyos trabajos en favor del populismo derivaron en posicionamientos políticos en pro del conjunto de los gobiernos progresistas, muy especialmente de los sucesivos gobiernos del matrimonio Kirchner (2003-2015). En 2005, Laclau dio a conocer su libro-síntesis La razón populista; desarrollaba ahí la premisa de que el populismo constituye una lógica inherente a lo político y que, como tal, éste se erigiría en una plataforma privilegiada para observar el espacio político. Lejos de la condena ética impulsada por la visión heterónoma, Laclau proponía visualizar el populismo como ruptura, a partir de la dicotomización del espacio político (dos bloques opuestos), y de una articulación de las demandas populares por la vía de la lógica de la equivalencia. Por ejemplo, ha habido movilizaciones y movimientos sociales importantes, como el MST en Brasil o las organizaciones piqueteras en Argentina o el zapatismo en México, los cuales son concebidos por Laclau como movimientos de protesta horizontales, sin integración vertical (lógica de la diferencia). La subjetividad popular, en cambio, emergería como producto de las cadenas de equivalencia entre demandas subalternas. En suma, “el populismo es una cuestión de grado, de la proporción de la que la lógica equivalencial prevalece sobre la lógica de la diferencia” (Laclau, 2006).

Por último, una tercera línea de interpretación subraya el carácter bicéfalo del populismo. Si bien este enfoque se destaca por su aspiración crítico-comprensiva, muestra énfasis muy diferenciados. Así, el politólogo paraguayo Benjamin Arditi define el populismo como un rasgo recurrente de la política moderna, identificable en contextos democráticos y no democráticos (2009:104). En sus trabajos más relevantes dialoga con la inglesa Margaret Canovan,1 y retoma a Jacques Derrida para visualizar el populismo antes como un “espectro” que como la sombra de la democracia, sugiriendo la idea de “visitación”, “un retorno inquietante”, que “remite a la indecidibilidad estructural del populismo, pues éste puede ser algo que acompaña, o bien, que acosa a la democracia” (Arditi, 2004). Por su parte, la reflexión del argentino Gerardo Aboy Carlés (2010, 2012), aunque deudora de la perspectiva de Laclau, se abre a otros horizontes especulativos: propone pensar lo propio del populismo como la coexistencia de dos tendencias contradictorias, la ruptura fundacional (que da paso a la inclusión de lo excluido), y la pretensión hegemónica de representar a la comunidad como un todo (la tensión entre plebs y populus, entre la parte y el todo).

En el otro extremo, de nula empatía con el fenómeno populista, se insertan las interpretaciones del ecuatoriano Carlos de la Torre y la venezolana Margarita López Maya, quienes sin embargo no dejan de subrayar los aspectos bivalentes del populismo. La segunda ha analizado el populismo rentista en su país (2012), al tiempo que retoma ciertos elementos de Laclau (por ejemplo, el populismo como forma de articulación de necesidades insatisfechas a través de significantes vacíos) y analiza el pasaje hacia formas más directas de relación entre las masas y el líder. Por su parte, De la Torre no considera que el populismo sea un peligro inherente a la democracia, pero tampoco lo entiende como su redentor. “El populismo representa simultáneamente la regeneración de los ideales participativos y de igualdad de la democracia, así como la posibilidad de negar la pluralidad de lo social” (2013).2 Desde una perspectiva que señala la radical ambigüedad del populismo y los diferentes modelos de democracia existente, el autor indaga la experiencia populista a través de un recorrido por los estilos de gobiernos de Chávez, en Venezuela, Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia, y la relación que éstos entablan con los movimientos de base.

Lo cierto es que, hacia fines de la primera década del siglo xxi, y a la hora de un balance necesario, con los llamados gobiernos progresistas más que consolidados y no pocos atravesando ya segundos y hasta terceros mandatos, la categoría de populismo fue ganando más terreno, hasta tornarse rápidamente en lugar común. Así, una vez más, el populismo como categoría devino campo de batalla político e interpretativo. Pero a diferencia de épocas en las cuales la visión descalificadora era la dominante, el actual retorno se inserta en escenarios políticos e intelectuales más complejos y disputados.

Hacia los populismos de alta intensidad

A principios de la década de 1990, con el ingreso en el Consenso de Washington, en las ciencias sociales latinoamericanas corrieron ríos de tinta que buscaban describir un nuevo populismo, asociado a diferentes gobiernos latinoamericanos, entre ellos el de Carlos Saúl Menem, en Argentina (1989-1999); Alberto Fujimori, en Perú (1989-2000); o el malogrado Fernando Collor de Melo, en Brasil (1990-1992). Usos y abusos hicieron que la categoría se tornara más resbalosa y ambigua, al borde mismo de la distorsión y el vaciamiento conceptual. Con mucho tino, el sociólogo argentino Aníbal Viguera (1993) propuso un tipo ideal, que distinguía dos dimensiones: una, según el tipo de participación; la otra, conforme a las políticas sociales y económicas. Así, desde su perspectiva, el neopopulismo de los noventa presentaba un estilo político populista, pero —a diferencia de los populismos clásicos— estaba desligado de un determinado programa económico (nacionalista o vinculado a una matriz estadocéntrica). Retomo esta distinción analítica, y propongo llamar tal fenómeno populismos de baja intensidad, dado su carácter unidimensional (estilo político y liderazgo).

En contraste, más allá de las diferencias evidentes, los tiempos actuales nos enfrentan a configuraciones políticas más típicas, que señalan similitudes con los populismos clásicos del siglo xx (el de las décadas de 1940 y 1950). Ciertamente, a lo largo de la primera década de la nueva centuria, las inflexiones políticas que adoptarían los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela (1999-2013), Néstor y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina (2003-2007, y 2007-2015, respectivamente), Rafael Correa en Ecuador (2007-) y Evo Morales en Bolivia (2006-), todos ellos países con una notoria y persistente tradición populista, habilitaron el retorno de un uso del concepto en sentido fuerte, de un populismo de alta intensidad, a partir de la reivindicación del Estado —como constructor de la nación, luego del pasaje del neoliberalismo—; del ejercicio de la política como permanente contradicción entre dos polos antagónicos (el nuevo bloque popular versus sectores de la oligarquía regional o medios de comunicación dominantes); y, por último, de la centralidad de la figura del líder o la lideresa.

La exégesis que propongo sobre el populismo se inserta en un registro crítico-comprensivo e implica un análisis procesal, pues los gobiernos latinoamericanos que caracterizamos en estos términos no devinieron populistas de la noche a la mañana. En el siglo xxi, la reactivación de la matriz populista fue primero tímida y gradual, hasta hacerse de modo más firme y acelerado, en la dinámica de construcción hegemónica. En realidad, mientras que el proceso venezolano se instaló rápidamente en un escenario de polarización social y política, en Argentina la dicotomización del espacio político apareció apenas en 2008, a raíz del conflicto del gobierno con las patronales agrarias, por la distribución de la renta sojera, y se exacerbó a límites insoportables en los años siguientes. En Bolivia, la polarización se halla al comienzo del gobierno del MAS (a partir de 2007), a raíz de la confrontación con las oligarquías regionales, pero esta etapa de “empate hegemónico” se clausura hacia 2009, para abrir luego un periodo de consolidación de la hegemonía del partido de gobierno. Sin embargo, en este segundo lapso se rompen las alianzas con diferentes movimientos y organizaciones sociales contestatarias (2010-2011). Esto es, la inflexión populista se opera en un contexto más bien de ruptura con importantes sectores indigenistas, pero de limitada polarización social. Para la misma época, Rafael Correa inserta su mandato en un marco de polarización ascendente que involucra tanto los sectores de la derecha política como, de modo creciente, las izquierdas y los movimientos indigenistas. En realidad, el afianzamiento de la autoridad presidencial y la creciente implantación territorial de Alianza País tienen como contrapartida el alejamiento del gobierno respecto a las orientaciones marcadas por la Asamblea Constituyente y su confrontación directa con las organizaciones indígenas de mayor protagonismo (Confederación Nacional de Pueblos Originarios del Ecuador) y los movimientos y las organizaciones socioambientales, que habían acompañado su ascenso.

Cuatro precisiones se hacen empero necesarias. En primer lugar, defino el populismo como un fenómeno político complejo y contradictorio que presenta una tensión constitutiva entre elementos democráticos y no democráticos. Lo propio del populismo —decíamos en un texto escrito con Danilo Martuccelli en 1993 y retomado en 1997— es poseer una concepción dual de la legitimidad, que es una suerte de exceso respecto a la legitimidad propia de la democracia y un déficit con relación a la imposición autoritaria. En efecto, el populismo es una tensión ineliminable entre la aceptación de lo propio de la legitimidad democrática y la búsqueda de una fuente de legitimación que la excede; suplemento de sentido o exceso que se halla, de alguna manera, en el seno de todo proyecto democrático, pero por lo general no logra sustituir completamente a la democracia procedimental y representativa. Asimismo, sin duda desde otras figuras de la democracia (sobre todo la apelación a formas de democracia plebeya) se entiende mejor el populismo, pues en gran parte éste responde a la (histórica) necesidad de acortar la distancia entre representantes y representados, brecha consolidada durante el largo periodo de dominación liberal-conservador, bajo las dictaduras militares o, de modo más reciente, luego de las reformas neoliberales de la década de 1990.

En segundo lugar, como se ha señalado de forma recurrente, el populismo entiende la política en términos de polarización y de esquemas binarios, lo cual tiene varias consecuencias: por un lado, implica la constitución de un espacio dicotómico, a través de la división en dos bloques antagónicos; por otro, el reordenamiento binario del campo político supone la selección y jerarquización de determinados antagonismos en detrimento de otros. Su contracara es por ende el ocultamiento o la obturación de otros conflictos, los cuales tienden a ser denegados o minimizados en su relevancia o validez; en fin, en gran medida, expulsados.

En tercer lugar, la tensión constitutiva propia de los populismos hace que éstos traigan a la palestra, tarde o temprano, una perturbadora pregunta, en realidad la pregunta fundamental de la política: ¿qué tipo de hegemonía se construye en esa tensión peligrosa e insoslayable entre lo democrático y lo no democrático, entre una concepción plural y otra organicista de la democracia, entre la inclusión de las demandas y la cancelación de las diferencias?

En cuarto lugar, es necesario tener en cuenta la existencia de diferentes tipos de populismos, como muestra la abundante bibliografía sobre el tema (E. Laclau, T. di Tella, O. Ianni). En esa línea, propongo establecer la distinción entre, por un lado, los populismos plebeyos que han desarrollado políticas de contenido más innovador y radical, desembocando en procesos de redistribución del poder social hacia abajo (Bolivia, Venezuela); y, por otro lado, populismos de clases medias, traducidos por un empoderamiento —e incluso una fragmentación intraclase— de los sectores medios (Argentina, Ecuador). Ciertamente, aun si se montaron sobre movilizaciones plebeyas, los casos argentino y ecuatoriano están lejos de haber producido un cambio en la distribución del poder social; tampoco se trata de populismos de carácter antielitista, impugnadores de la llamada “cultura legítima” (en realidad han convalidado valores de las clases medias, sean ésta medias progresistas o tecnocráticas-meritocráticas) ni han buscado impulsar un paradigma de la participación, como sí sucedió al menos en parte en Venezuela y Bolivia.

Para resumir: mi hipótesis afirma que asistimos a un retorno del populismo de alta intensidad, pues las experiencias actuales están vinculadas a la construcción de un determinado tipo de hegemonía, que subraya como estructura de inteligibilidad de la política la bipolaridad y como clave de bóveda el papel indiscutido del líder. Los procesos de polarización implicaron una reactualización de la matriz populista, que en la dinámica recursiva fue afirmándose a través de la oposición y, al mismo tiempo, de la absorción y el rechazo de elementos propios de otras matrices contestatarias —la narrativa indígena-campesina, diversas izquierdas clásicas o tradicionales, las nuevas izquierdas autonómicas— las cuales habrían tenido una función importante en los inicios del cambio de época. Así, doble referencia o tensión constitutiva, polarización y grilla de lectura, construcción de hegemonía y existencia de tipos diferentes son aspectos que, interconectados, a mi juicio, constituyen el punto de partida ineludible para visualizar los actuales populismos latinoamericanos.

Fin de ciclo, extractivismo y tentación unanimista

Lejos ya de las caracterizaciones que al inicio del cambio de época aludían a un “giro a la izquierda”, en 2015 la reflexión sobre los populismos realmente existentes en América Latina nos inserta en otro escenario político, más pesimista, que vuelve a traer a la luz la tensión constitutiva que los recorre: así, en la actualidad, los diferentes casos nacionales nos advierten respecto a las conflictivas relaciones entre modelos de democracia, a las confrontaciones cada vez más ásperas entre gobiernos progresistas y movimientos sociales, a las crecientes limitaciones de los proyectos económicos en el marco del neoextractivismo reinante; en fin, a las renovadas tentaciones unanimistas de los regímenes instalados.

Todo parecería indicar que retorno del populismo de alta intensidad y final del ciclo están asociados. Así, desde el punto de vista económico, éste se hallaría ligado a la creciente baja del precio de los commodities, que afecta sobre todo el petróleo, los minerales y, en menor medida, la soya. Más allá de los manifiestos de buenas intenciones, está probado que el extractivismo actual (llamado eufemísticamente por algunos “neodesarrollismo”) no conduce a un modelo de desarrollo industrial o a un salto de la matriz productiva, sino a más reprimarización y a la consolidación de modelos de maldesarrollo, insustentables en diferentes niveles y dimensiones. Como señala Martínez Alier (2015), la baja de precios de los productos primarios no sólo conlleva más endeudamiento sino, también, más extractivismo, a fin de cubrir el déficit comercial, y con ello los gobiernos suelen entrar en una espiral perversa. No es casual por ello que se realicen anuncios de nuevas exploraciones en zonas de frontera o en parques naturales. Asimismo, el “efecto de reprimarización” se agrava por el ingreso de China, potencia que de modo acelerado se impone como socio desigual en toda la región latinoamericana. China se ha convertido en el primer destino para las exportaciones de Chile y Brasil, el segundo destino para Argentina, Perú, Colombia y Cuba, y el tercero para México, Uruguay y Venezuela” (Svampa y Slipak, 2015).

Por otro lado, el neoextractivismo abrió otra fase de criminalización y violación de derechos humanos. En los últimos años, numerosos conflictos socioambientales y territoriales salieron del encapsulamiento local, y adquirieron visibilidad nacional: ejemplos de ello son el conflicto del Tipnis (Bolivia); la construcción de la megarrepresa de Belo Monte (Brasil), la pueblada de Famatina y las resistencias contra la megaminería (Argentina) y la suspensión final de la propuesta de moratoria del Yasuni (Ecuador). Resulta claro que la expansión de la frontera de derechos (colectivos, territoriales, ambientales) encontró un límite en la expansión creciente de las fronteras de explotación del capital, en busca de bienes, tierras y territorios, y echó por tierra las narrativas emancipatorias que habían levantado fuertes expectativas, sobre todo en países como Bolivia y Ecuador. Para decirlo de otro modo, el fin del boom de los commodities nos confronta a la consolidación de la ecuación “más extractivismo/menos democracia”, que ilustran los contextos de criminalización de las luchas socioambientales y el bastardeo de los dispositivos institucionales disponibles (audiencias públicas, consulta previa de poblaciones originarias, consulta pública), escenario que hoy comparten gobiernos progresistas y los conservadores o neoliberales.

Desde el punto estrictamente político, asistimos a la actualización del populismo de alta intensidad, que afirma un modelo de subordinación de los actores sociales (movimientos sociales y organizaciones indígenas) y apunta a la cancelación de las diferencias, poniendo de relieve la amenaza y el cercenamiento de libertades políticas. Los ejemplos más recientes son los de Bolivia y Ecuador, donde las promesas de generar “otros modelos de desarrollo”, o el “buen vivir” desde fuera de una matriz extractivista son ya muy lejanas. Así, en Bolivia, en agosto pasado, el vicepresidente Álvaro García Linera, connotado intelectual y sociólogo, fustigó con una retórica virulenta a cuatro ONG nacionales, a las cuales trató de mentirosas y amenazó expulsarlas del país, pues sus informes contradecían el discurso oficial: mostraban el avance de los agronegocios, o defienden las comunidades indígeno-campesinas frente a la expansión del extractivismo. De manera sintomática, este ataque a las libertades sucede en un contexto de fin del superciclo del precio de los commodities (la caída de los precios internacionales de los commodities), lo cual generó como respuesta de parte del gobierno el avance de la frontera extractiva, a través del anuncio de la exploración hidrocarburífera en siete parques naturales.

En agosto pasado, con un conjunto de intelectuales, entre ellos Boaventura de Sousa Santos, Leonardo Boff, Alberto Acosta, Raquel Gutiérrez y la autora del presente artículo, entre otros, se envió una carta abierta a García Linera para rechazar las descalificaciones y amenazas que, de concretarse, implicarían una violación de los derechos civiles y, por consiguiente, un enorme retroceso para la democracia boliviana.3 En dicha misiva, de gran circulación en Bolivia, subrayamos también que “la disidencia o la crítica intelectual no se combaten a fuerza de censura y efecto de amenazas y descalificaciones, sino con más debate, más apertura a la discusión política e intelectual; esto es, con más democracia”. García Linera contestó con otra carta, donde insistía en que las ONG en el banquillo mentían, que éstas no fueron amenazadas de expulsión sino de defender “los intereses de la derecha política internacional”, al tiempo que aseveraba que los intelectuales que firmamos dicho escrito habíamos sido engañados…4

En Ecuador, la situación es de mayor gravedad, pues los dichos y las amenazas suelen convertirse en hechos. Así, el pasado 13 de agosto tuvo lugar una importante marcha liderada por la Confederación Nacional de Pueblos Originarios del Ecuador, la cual terminó —como sucede en los últimos tiempos en ese país— en un fuerte episodio de represión, que culminó con el encarcelamiento de más de 100 manifestantes. En ella fue golpeada la periodista franco-brasileña Manuela Picq, residente desde hace ocho años en el país, profesora universitaria y pareja de un líder indígena. Mientras estaba en el hospital, se enteró de que su visa había sido cancelada y que estaba obligada a abandonar el país. Finalmente, gracias a la solidaridad nacional e internacional, no fue deportada, pero abandonó el país al expirar la visa. Tampoco es la primera vez que el gobierno de Rafael Correa lleva a cabo este tipo de acciones, las cuales lo colocan muy lejos de la idealización política e intelectual que se ha venido haciendo de los gobiernos progresistas. En 2009, Correa despojó de su personería jurídica a la reconocida ONG Acción Ecológica, pero hubo de retroceder frente al rechazo internacional. En diciembre de 2013 expulsó del país a la fundación Pachamama, y en 2014 canceló súbitamente la visa de Oliver Utne, consultor de origen estadounidense (yerno de Alberto Acosta, reconocido economista y político opositor) que debió abandonar el país. Luego del episodio con Picq, el gobierno inició el proceso para cerrar la ONG Fundamedios. Por otro lado, el carácter autoritario del gobierno de Correa tiene su correlato en la criminalización de estudiantes y organizaciones indígeno-campesinas que luchan contra el extractivismo (en la actualidad hay cerca de 230 personas procesadas, varias de ellas por la figura de terrorismo).

Tanto en Bolivia como en Ecuador asistimos a la estigmatización creciente de la narrativa indigenista y ecologista, desplazada por una de corte político donde convergen visión estatalista y culto al líder, conforme a esquemas hiperpresidencialistas. Así, el retorno de un populismo de alta intensidad viene asociado a una política confrontativa que engloba en su interpretación conspirativa a las organizaciones ambientalistas y sectores indígenas que hoy luchan contra el avance del extractivismo.

Otra de las consecuencias es la excesiva concentración de poder en el Ejecutivo: el hiperpresidencialismo, el presidencialismo extremo o el hiperliderazgo, como se les ha llamado, implican una fetichización del poder en la persona del jefe o jefa de Estado y, con ello, una naturalización del poder y la búsqueda de su perpetuación. Hugo Chávez transitó por esta vía controversial, logrando pocos años antes de su fallecimiento aprobar constitucionalmente la cláusula de la reelección indefinida; Cristina Fernández de Kirchner encontró límites al afán reeleccionista en 2013 —impuestos por la movilización social y las posteriores elecciones parlamentarias—. En la actualidad estos afanes reeleccionistas recorren los gobiernos de Rafael Correa y Evo Morales.

Un ejemplo puede ayudarnos a sopesar la importancia que asume el asunto del líder. Hace varios años, en 2008, se estrenó el documental sobre Bolivia Hartos Evos hay, el cual narra con un punto de vista etnográfico el proceso de movilización desde abajo. El significativo título alude a la existencia de múltiples liderazgos: sugiere que Evo Morales era uno más entre ellos. No obstante, en 2015, sería difícil defender esa tesis. Como sostiene el historiador boliviano Pablo Quisbert, la idea de que Evo Morales sería un campesino entre otros que llega al palacio presidencial evolucionó hacia la noción de la excepcionalidad, de la persona destinada a ser líder (citado en Pablo Stefanoni, 2015). No por casualidad, los voceros del MAS ya impulsan una nueva reforma constitucional tendente a posibilitar la “repostulación” de Evo Morales para un cuarto mandato presidencial, a partir de 2020.

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Por último, estos debates y reposicionamientos respecto a la relación entre neoextractivismo, el auge de los commodities y el retorno del populismo trajeron consigo una nueva fractura en el pensamiento crítico latinoamericano. Así, a diferencia de los años noventa, cuando el continente aparecía reformateado de manera unidireccional por el modelo neoliberal, el nuevo siglo viene signado por un conjunto de tensiones y contradicciones de difícil procesamiento. El pasaje del Consenso de Washington al de los commodities y el retorno de populismos de alta intensidad instalaron nuevas problemáticas y paradojas, las cuales reconfiguraron el horizonte del pensamiento crítico, enfrentándonos a desgarramientos teóricos y políticos, que se cristalizan en un haz de posiciones ideológicas, al parecer cada vez más antagónicas.
Así, entre 2000 y 2015, mucha agua corrió bajo el puente. Frente a ello, vale la pena preguntarse si la tirantez entre transformación y restauración en este cambio de época no ha ido desembocando en un fin de ciclo, que bien podría caracterizarse como revolución pasiva â€”como afirma M. Modonesi (2012)—, categoría de análisis histórico que, asociada al transformismo y el cesarismo democrático, expresaría la reconstitución de las relaciones sociales en un nuevo orden de dominación jerárquico. Triste y lamentable final sería entonces el de nuestros gobiernos progresistas, que tanta energía colectiva y expectativa política conllevaron, lo cual incluye por supuesto no sólo las experiencias populistas, en sus diferentes matices, sino las otras, como las del PT brasileño, que en el segundo mandato de Dilma Rousseff atraviesa hoy su hora más aciaga, marcada por la corrupción, el ajuste económico y el olvido de las promesas de transformación social.

Queda claro que el fin de ciclo marca importantes inflexiones, no sólo en el plano económico sino —también— en el político, pues no es lo mismo hablar de nueva izquierda latinoamericana que de populismos del siglo xxi. En el pasaje de una caracterización a otra se perdió algo importante, que evoca no el abandono sino la pérdida de la dimensión emancipadora de la política y la evolución hacia modelos de dominación de corte tradicional, basados en el culto al líder, su identificación con el Estado, y la búsqueda o aspiración de perpetuarse en el poder. En la misma línea, la ecuación perversa hoy establecida entre “más extractivismo/menos democracia” deja abierta la pregunta sobre los vínculos siempre tensos y contradictorios entre populismos y democracias, y muestra el peligroso desliz hacia el cierre político, el cuestionamiento del pluralismo y la creciente criminalización de las disidencias.


* Investigadora y Escritora, UNLP-Conicet, Argentina.

En un artículo de 1999, Margareth Canovan (1999), reconocida especialista en el tema, retoma la tesis de Michael Oakeshott acerca de que la modernidad política se caracteriza por la interacción entre dos estilos políticos distintos, el de la fe y el del escepticismo, a los cuales llama las caras redentora y pragmática de la democracia, y sugiere que el populismo surge en la brecha entre ellas. Esto establece una relación de interioridad entre populismo y democracia. El primero acompañaría a la segunda como una sombra. Véase Arditi 2004.

2 De De la torre, véase 2010 y 2013.

3 Véase http://www.rebelion.org/noticia.php?id=202193

4 La posición de García Linera tiene antecedentes. Así, en 2011, cuando el gobierno de Evo Morales generó el conflicto en el Territorio Indígena Parque Nacional Isidoro Secure, por la construcción de una carretera, García Linera escribió el libro Geopolítica de la Amazonía (2012), donde criticaba el “ambientalismo colonial” y demonizaba las ONG y las agencias de cooperación (situándolas en el mismo plano,) así como a diversas organizaciones indígenas históricas que se habían opuesto a dicha carretera.

5 http://alencontre.org/laune/bolivie-paradis-perdus-ou-ruses-de-la-modernisation.html

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Revista Memoria de México
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