Han transcurrido 15 años desde que América Latina, o particularmente algunos paÃses de la región, marcaron un cambio de época. Recordemos que a partir de 2000, las luchas de los movimientos sociales y organizaciones indÃgenas contra del ajuste neoliberal, el cuestionamiento del Consenso de Washington, en fin, la desnaturalización de la relación entre globalización y neoliberalismo, y la posterior emergencia de gobiernos, caracterizados de modo genérico como progresistas, de izquierda o de centro izquierda, insertaron el subcontinente en un novedoso escenario transicional.
Uno de los términos más empleados para caracterizar estos gobiernos ha sido el de progresismo, de significación bastante amplia, pues remite a la Revolución Francesa y hace referencia a las corrientes ideológicas que abogaban por las libertades individuales y el cambio social (el “progreso†leÃdo como horizonte de cambio). AsÃ, la denominación genérica de progresismo abarcarÃa corrientes ideológicas y perspectivas polÃticas diversas, desde las de inspiración más institucionalista, pasando por el desarrollismo más clásico, hasta experiencias polÃticas más radicales: desde Chile, con P. Lagos y M. Bachelet; Brasil, con Lula da Silva y Dilma Rousseff; Uruguay, bajo el Frente Amplio; la Argentina de los Kirchner, el Ecuador de Rafael Correa, la Bolivia de Evo Morales y la Venezuela de Chávez-Maduro, entre otros. Avanzando un poco más, algunos autores hablaron de “giro a la izquierda†y “posneoliberalismoâ€, y propusieron distinguir entre dos izquierdas, trazando como lÃnea divisoria los gobiernos más radicales e innovadores (la triada Venezuela, Bolivia, Ecuador, ligada a procesos constituyentes), colocando por debajo el contingente más conservador-progresista (el cuarteto sudamericano, Argentina, Brasil, Uruguay, Chile).
En paralelo, hacia 2004-2005, otros analistas retomaron la controvertida categorÃa de populismo para caracterizar varios de los gobiernos progresistas; renovaron una vez más el debate acerca de su conceptualización. Tres lÃneas de lectura se destacan. En primer lugar, regresaron las visiones peyorativas o condenatorias, entre ellas las interpretaciones académicas que afirman la recurrencia del populismo como mito, y lo describen como un fenómeno instalado entre la religión y la polÃtica, contrapuesto al ethos democrático; y las otras, de tipo mediático, que insisten en reducirlo a una polÃtica macroeconómica (derroche y gasto social) y al clientelismo polÃtico.
En segundo lugar, en un sentido inverso y apoyada en un notable trabajo teórico, una interpretación que tuvo grandes repercusiones en la última década es la del argentino Ernesto Laclau, cuyos trabajos en favor del populismo derivaron en posicionamientos polÃticos en pro del conjunto de los gobiernos progresistas, muy especialmente de los sucesivos gobiernos del matrimonio Kirchner (2003-2015). En 2005, Laclau dio a conocer su libro-sÃntesis La razón populista; desarrollaba ahà la premisa de que el populismo constituye una lógica inherente a lo polÃtico y que, como tal, éste se erigirÃa en una plataforma privilegiada para observar el espacio polÃtico. Lejos de la condena ética impulsada por la visión heterónoma, Laclau proponÃa visualizar el populismo como ruptura, a partir de la dicotomización del espacio polÃtico (dos bloques opuestos), y de una articulación de las demandas populares por la vÃa de la lógica de la equivalencia. Por ejemplo, ha habido movilizaciones y movimientos sociales importantes, como el MST en Brasil o las organizaciones piqueteras en Argentina o el zapatismo en México, los cuales son concebidos por Laclau como movimientos de protesta horizontales, sin integración vertical (lógica de la diferencia). La subjetividad popular, en cambio, emergerÃa como producto de las cadenas de equivalencia entre demandas subalternas. En suma, “el populismo es una cuestión de grado, de la proporción de la que la lógica equivalencial prevalece sobre la lógica de la diferencia†(Laclau, 2006).
Por último, una tercera lÃnea de interpretación subraya el carácter bicéfalo del populismo. Si bien este enfoque se destaca por su aspiración crÃtico-comprensiva, muestra énfasis muy diferenciados. AsÃ, el politólogo paraguayo Benjamin Arditi define el populismo como un rasgo recurrente de la polÃtica moderna, identificable en contextos democráticos y no democráticos (2009:104). En sus trabajos más relevantes dialoga con la inglesa Margaret Canovan,1 y retoma a Jacques Derrida para visualizar el populismo antes como un “espectro†que como la sombra de la democracia, sugiriendo la idea de “visitaciónâ€, “un retorno inquietanteâ€, que “remite a la indecidibilidad estructural del populismo, pues éste puede ser algo que acompaña, o bien, que acosa a la democracia†(Arditi, 2004). Por su parte, la reflexión del argentino Gerardo Aboy Carlés (2010, 2012), aunque deudora de la perspectiva de Laclau, se abre a otros horizontes especulativos: propone pensar lo propio del populismo como la coexistencia de dos tendencias contradictorias, la ruptura fundacional (que da paso a la inclusión de lo excluido), y la pretensión hegemónica de representar a la comunidad como un todo (la tensión entre plebs y populus, entre la parte y el todo).
En el otro extremo, de nula empatÃa con el fenómeno populista, se insertan las interpretaciones del ecuatoriano Carlos de la Torre y la venezolana Margarita López Maya, quienes sin embargo no dejan de subrayar los aspectos bivalentes del populismo. La segunda ha analizado el populismo rentista en su paÃs (2012), al tiempo que retoma ciertos elementos de Laclau (por ejemplo, el populismo como forma de articulación de necesidades insatisfechas a través de significantes vacÃos) y analiza el pasaje hacia formas más directas de relación entre las masas y el lÃder. Por su parte, De la Torre no considera que el populismo sea un peligro inherente a la democracia, pero tampoco lo entiende como su redentor. “El populismo representa simultáneamente la regeneración de los ideales participativos y de igualdad de la democracia, asà como la posibilidad de negar la pluralidad de lo social†(2013).2 Desde una perspectiva que señala la radical ambigüedad del populismo y los diferentes modelos de democracia existente, el autor indaga la experiencia populista a través de un recorrido por los estilos de gobiernos de Chávez, en Venezuela, Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia, y la relación que éstos entablan con los movimientos de base.
Lo cierto es que, hacia fines de la primera década del siglo xxi, y a la hora de un balance necesario, con los llamados gobiernos progresistas más que consolidados y no pocos atravesando ya segundos y hasta terceros mandatos, la categorÃa de populismo fue ganando más terreno, hasta tornarse rápidamente en lugar común. AsÃ, una vez más, el populismo como categorÃa devino campo de batalla polÃtico e interpretativo. Pero a diferencia de épocas en las cuales la visión descalificadora era la dominante, el actual retorno se inserta en escenarios polÃticos e intelectuales más complejos y disputados.
Hacia los populismos de alta intensidad
A principios de la década de 1990, con el ingreso en el Consenso de Washington, en las ciencias sociales latinoamericanas corrieron rÃos de tinta que buscaban describir un nuevo populismo, asociado a diferentes gobiernos latinoamericanos, entre ellos el de Carlos Saúl Menem, en Argentina (1989-1999); Alberto Fujimori, en Perú (1989-2000); o el malogrado Fernando Collor de Melo, en Brasil (1990-1992). Usos y abusos hicieron que la categorÃa se tornara más resbalosa y ambigua, al borde mismo de la distorsión y el vaciamiento conceptual. Con mucho tino, el sociólogo argentino AnÃbal Viguera (1993) propuso un tipo ideal, que distinguÃa dos dimensiones: una, según el tipo de participación; la otra, conforme a las polÃticas sociales y económicas. AsÃ, desde su perspectiva, el neopopulismo de los noventa presentaba un estilo polÃtico populista, pero —a diferencia de los populismos clásicos— estaba desligado de un determinado programa económico (nacionalista o vinculado a una matriz estadocéntrica). Retomo esta distinción analÃtica, y propongo llamar tal fenómeno populismos de baja intensidad, dado su carácter unidimensional (estilo polÃtico y liderazgo).
En contraste, más allá de las diferencias evidentes, los tiempos actuales nos enfrentan a configuraciones polÃticas más tÃpicas, que señalan similitudes con los populismos clásicos del siglo xx (el de las décadas de 1940 y 1950). Ciertamente, a lo largo de la primera década de la nueva centuria, las inflexiones polÃticas que adoptarÃan los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela (1999-2013), Néstor y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina (2003-2007, y 2007-2015, respectivamente), Rafael Correa en Ecuador (2007-) y Evo Morales en Bolivia (2006-), todos ellos paÃses con una notoria y persistente tradición populista, habilitaron el retorno de un uso del concepto en sentido fuerte, de un populismo de alta intensidad, a partir de la reivindicación del Estado —como constructor de la nación, luego del pasaje del neoliberalismo—; del ejercicio de la polÃtica como permanente contradicción entre dos polos antagónicos (el nuevo bloque popular versus sectores de la oligarquÃa regional o medios de comunicación dominantes); y, por último, de la centralidad de la figura del lÃder o la lideresa.
La exégesis que propongo sobre el populismo se inserta en un registro crÃtico-comprensivo e implica un análisis procesal, pues los gobiernos latinoamericanos que caracterizamos en estos términos no devinieron populistas de la noche a la mañana. En el siglo xxi, la reactivación de la matriz populista fue primero tÃmida y gradual, hasta hacerse de modo más firme y acelerado, en la dinámica de construcción hegemónica. En realidad, mientras que el proceso venezolano se instaló rápidamente en un escenario de polarización social y polÃtica, en Argentina la dicotomización del espacio polÃtico apareció apenas en 2008, a raÃz del conflicto del gobierno con las patronales agrarias, por la distribución de la renta sojera, y se exacerbó a lÃmites insoportables en los años siguientes. En Bolivia, la polarización se halla al comienzo del gobierno del MAS (a partir de 2007), a raÃz de la confrontación con las oligarquÃas regionales, pero esta etapa de “empate hegemónico†se clausura hacia 2009, para abrir luego un periodo de consolidación de la hegemonÃa del partido de gobierno. Sin embargo, en este segundo lapso se rompen las alianzas con diferentes movimientos y organizaciones sociales contestatarias (2010-2011). Esto es, la inflexión populista se opera en un contexto más bien de ruptura con importantes sectores indigenistas, pero de limitada polarización social. Para la misma época, Rafael Correa inserta su mandato en un marco de polarización ascendente que involucra tanto los sectores de la derecha polÃtica como, de modo creciente, las izquierdas y los movimientos indigenistas. En realidad, el afianzamiento de la autoridad presidencial y la creciente implantación territorial de Alianza PaÃs tienen como contrapartida el alejamiento del gobierno respecto a las orientaciones marcadas por la Asamblea Constituyente y su confrontación directa con las organizaciones indÃgenas de mayor protagonismo (Confederación Nacional de Pueblos Originarios del Ecuador) y los movimientos y las organizaciones socioambientales, que habÃan acompañado su ascenso.
Cuatro precisiones se hacen empero necesarias. En primer lugar, defino el populismo como un fenómeno polÃtico complejo y contradictorio que presenta una tensión constitutiva entre elementos democráticos y no democráticos. Lo propio del populismo —decÃamos en un texto escrito con Danilo Martuccelli en 1993 y retomado en 1997— es poseer una concepción dual de la legitimidad, que es una suerte de exceso respecto a la legitimidad propia de la democracia y un déficit con relación a la imposición autoritaria. En efecto, el populismo es una tensión ineliminable entre la aceptación de lo propio de la legitimidad democrática y la búsqueda de una fuente de legitimación que la excede; suplemento de sentido o exceso que se halla, de alguna manera, en el seno de todo proyecto democrático, pero por lo general no logra sustituir completamente a la democracia procedimental y representativa. Asimismo, sin duda desde otras figuras de la democracia (sobre todo la apelación a formas de democracia plebeya) se entiende mejor el populismo, pues en gran parte éste responde a la (histórica) necesidad de acortar la distancia entre representantes y representados, brecha consolidada durante el largo periodo de dominación liberal-conservador, bajo las dictaduras militares o, de modo más reciente, luego de las reformas neoliberales de la década de 1990.
En segundo lugar, como se ha señalado de forma recurrente, el populismo entiende la polÃtica en términos de polarización y de esquemas binarios, lo cual tiene varias consecuencias: por un lado, implica la constitución de un espacio dicotómico, a través de la división en dos bloques antagónicos; por otro, el reordenamiento binario del campo polÃtico supone la selección y jerarquización de determinados antagonismos en detrimento de otros. Su contracara es por ende el ocultamiento o la obturación de otros conflictos, los cuales tienden a ser denegados o minimizados en su relevancia o validez; en fin, en gran medida, expulsados.
En tercer lugar, la tensión constitutiva propia de los populismos hace que éstos traigan a la palestra, tarde o temprano, una perturbadora pregunta, en realidad la pregunta fundamental de la polÃtica: ¿qué tipo de hegemonÃa se construye en esa tensión peligrosa e insoslayable entre lo democrático y lo no democrático, entre una concepción plural y otra organicista de la democracia, entre la inclusión de las demandas y la cancelación de las diferencias?
En cuarto lugar, es necesario tener en cuenta la existencia de diferentes tipos de populismos, como muestra la abundante bibliografÃa sobre el tema (E. Laclau, T. di Tella, O. Ianni). En esa lÃnea, propongo establecer la distinción entre, por un lado, los populismos plebeyos que han desarrollado polÃticas de contenido más innovador y radical, desembocando en procesos de redistribución del poder social hacia abajo (Bolivia, Venezuela); y, por otro lado, populismos de clases medias, traducidos por un empoderamiento —e incluso una fragmentación intraclase— de los sectores medios (Argentina, Ecuador). Ciertamente, aun si se montaron sobre movilizaciones plebeyas, los casos argentino y ecuatoriano están lejos de haber producido un cambio en la distribución del poder social; tampoco se trata de populismos de carácter antielitista, impugnadores de la llamada “cultura legÃtima†(en realidad han convalidado valores de las clases medias, sean ésta medias progresistas o tecnocráticas-meritocráticas) ni han buscado impulsar un paradigma de la participación, como sà sucedió al menos en parte en Venezuela y Bolivia.
Para resumir: mi hipótesis afirma que asistimos a un retorno del populismo de alta intensidad, pues las experiencias actuales están vinculadas a la construcción de un determinado tipo de hegemonÃa, que subraya como estructura de inteligibilidad de la polÃtica la bipolaridad y como clave de bóveda el papel indiscutido del lÃder. Los procesos de polarización implicaron una reactualización de la matriz populista, que en la dinámica recursiva fue afirmándose a través de la oposición y, al mismo tiempo, de la absorción y el rechazo de elementos propios de otras matrices contestatarias —la narrativa indÃgena-campesina, diversas izquierdas clásicas o tradicionales, las nuevas izquierdas autonómicas— las cuales habrÃan tenido una función importante en los inicios del cambio de época. AsÃ, doble referencia o tensión constitutiva, polarización y grilla de lectura, construcción de hegemonÃa y existencia de tipos diferentes son aspectos que, interconectados, a mi juicio, constituyen el punto de partida ineludible para visualizar los actuales populismos latinoamericanos.
Fin de ciclo, extractivismo y tentación unanimista
Lejos ya de las caracterizaciones que al inicio del cambio de época aludÃan a un “giro a la izquierdaâ€, en 2015 la reflexión sobre los populismos realmente existentes en América Latina nos inserta en otro escenario polÃtico, más pesimista, que vuelve a traer a la luz la tensión constitutiva que los recorre: asÃ, en la actualidad, los diferentes casos nacionales nos advierten respecto a las conflictivas relaciones entre modelos de democracia, a las confrontaciones cada vez más ásperas entre gobiernos progresistas y movimientos sociales, a las crecientes limitaciones de los proyectos económicos en el marco del neoextractivismo reinante; en fin, a las renovadas tentaciones unanimistas de los regÃmenes instalados.
Todo parecerÃa indicar que retorno del populismo de alta intensidad y final del ciclo están asociados. AsÃ, desde el punto de vista económico, éste se hallarÃa ligado a la creciente baja del precio de los commodities, que afecta sobre todo el petróleo, los minerales y, en menor medida, la soya. Más allá de los manifiestos de buenas intenciones, está probado que el extractivismo actual (llamado eufemÃsticamente por algunos “neodesarrollismoâ€) no conduce a un modelo de desarrollo industrial o a un salto de la matriz productiva, sino a más reprimarización y a la consolidación de modelos de maldesarrollo, insustentables en diferentes niveles y dimensiones. Como señala MartÃnez Alier (2015), la baja de precios de los productos primarios no sólo conlleva más endeudamiento sino, también, más extractivismo, a fin de cubrir el déficit comercial, y con ello los gobiernos suelen entrar en una espiral perversa. No es casual por ello que se realicen anuncios de nuevas exploraciones en zonas de frontera o en parques naturales. Asimismo, el “efecto de reprimarización†se agrava por el ingreso de China, potencia que de modo acelerado se impone como socio desigual en toda la región latinoamericana. China se ha convertido en el primer destino para las exportaciones de Chile y Brasil, el segundo destino para Argentina, Perú, Colombia y Cuba, y el tercero para México, Uruguay y Venezuela†(Svampa y Slipak, 2015).
Por otro lado, el neoextractivismo abrió otra fase de criminalización y violación de derechos humanos. En los últimos años, numerosos conflictos socioambientales y territoriales salieron del encapsulamiento local, y adquirieron visibilidad nacional: ejemplos de ello son el conflicto del Tipnis (Bolivia); la construcción de la megarrepresa de Belo Monte (Brasil), la pueblada de Famatina y las resistencias contra la megaminerÃa (Argentina) y la suspensión final de la propuesta de moratoria del Yasuni (Ecuador). Resulta claro que la expansión de la frontera de derechos (colectivos, territoriales, ambientales) encontró un lÃmite en la expansión creciente de las fronteras de explotación del capital, en busca de bienes, tierras y territorios, y echó por tierra las narrativas emancipatorias que habÃan levantado fuertes expectativas, sobre todo en paÃses como Bolivia y Ecuador. Para decirlo de otro modo, el fin del boom de los commodities nos confronta a la consolidación de la ecuación “más extractivismo/menos democraciaâ€, que ilustran los contextos de criminalización de las luchas socioambientales y el bastardeo de los dispositivos institucionales disponibles (audiencias públicas, consulta previa de poblaciones originarias, consulta pública), escenario que hoy comparten gobiernos progresistas y los conservadores o neoliberales.
Desde el punto estrictamente polÃtico, asistimos a la actualización del populismo de alta intensidad, que afirma un modelo de subordinación de los actores sociales (movimientos sociales y organizaciones indÃgenas) y apunta a la cancelación de las diferencias, poniendo de relieve la amenaza y el cercenamiento de libertades polÃticas. Los ejemplos más recientes son los de Bolivia y Ecuador, donde las promesas de generar “otros modelos de desarrolloâ€, o el “buen vivir†desde fuera de una matriz extractivista son ya muy lejanas. AsÃ, en Bolivia, en agosto pasado, el vicepresidente Ãlvaro GarcÃa Linera, connotado intelectual y sociólogo, fustigó con una retórica virulenta a cuatro ONG nacionales, a las cuales trató de mentirosas y amenazó expulsarlas del paÃs, pues sus informes contradecÃan el discurso oficial: mostraban el avance de los agronegocios, o defienden las comunidades indÃgeno-campesinas frente a la expansión del extractivismo. De manera sintomática, este ataque a las libertades sucede en un contexto de fin del superciclo del precio de los commodities (la caÃda de los precios internacionales de los commodities), lo cual generó como respuesta de parte del gobierno el avance de la frontera extractiva, a través del anuncio de la exploración hidrocarburÃfera en siete parques naturales.
En agosto pasado, con un conjunto de intelectuales, entre ellos Boaventura de Sousa Santos, Leonardo Boff, Alberto Acosta, Raquel Gutiérrez y la autora del presente artÃculo, entre otros, se envió una carta abierta a GarcÃa Linera para rechazar las descalificaciones y amenazas que, de concretarse, implicarÃan una violación de los derechos civiles y, por consiguiente, un enorme retroceso para la democracia boliviana.3 En dicha misiva, de gran circulación en Bolivia, subrayamos también que “la disidencia o la crÃtica intelectual no se combaten a fuerza de censura y efecto de amenazas y descalificaciones, sino con más debate, más apertura a la discusión polÃtica e intelectual; esto es, con más democraciaâ€. GarcÃa Linera contestó con otra carta, donde insistÃa en que las ONG en el banquillo mentÃan, que éstas no fueron amenazadas de expulsión sino de defender “los intereses de la derecha polÃtica internacionalâ€, al tiempo que aseveraba que los intelectuales que firmamos dicho escrito habÃamos sido engañados…4
En Ecuador, la situación es de mayor gravedad, pues los dichos y las amenazas suelen convertirse en hechos. AsÃ, el pasado 13 de agosto tuvo lugar una importante marcha liderada por la Confederación Nacional de Pueblos Originarios del Ecuador, la cual terminó —como sucede en los últimos tiempos en ese paÃs— en un fuerte episodio de represión, que culminó con el encarcelamiento de más de 100 manifestantes. En ella fue golpeada la periodista franco-brasileña Manuela Picq, residente desde hace ocho años en el paÃs, profesora universitaria y pareja de un lÃder indÃgena. Mientras estaba en el hospital, se enteró de que su visa habÃa sido cancelada y que estaba obligada a abandonar el paÃs. Finalmente, gracias a la solidaridad nacional e internacional, no fue deportada, pero abandonó el paÃs al expirar la visa. Tampoco es la primera vez que el gobierno de Rafael Correa lleva a cabo este tipo de acciones, las cuales lo colocan muy lejos de la idealización polÃtica e intelectual que se ha venido haciendo de los gobiernos progresistas. En 2009, Correa despojó de su personerÃa jurÃdica a la reconocida ONG Acción Ecológica, pero hubo de retroceder frente al rechazo internacional. En diciembre de 2013 expulsó del paÃs a la fundación Pachamama, y en 2014 canceló súbitamente la visa de Oliver Utne, consultor de origen estadounidense (yerno de Alberto Acosta, reconocido economista y polÃtico opositor) que debió abandonar el paÃs. Luego del episodio con Picq, el gobierno inició el proceso para cerrar la ONG Fundamedios. Por otro lado, el carácter autoritario del gobierno de Correa tiene su correlato en la criminalización de estudiantes y organizaciones indÃgeno-campesinas que luchan contra el extractivismo (en la actualidad hay cerca de 230 personas procesadas, varias de ellas por la figura de terrorismo).
Tanto en Bolivia como en Ecuador asistimos a la estigmatización creciente de la narrativa indigenista y ecologista, desplazada por una de corte polÃtico donde convergen visión estatalista y culto al lÃder, conforme a esquemas hiperpresidencialistas. AsÃ, el retorno de un populismo de alta intensidad viene asociado a una polÃtica confrontativa que engloba en su interpretación conspirativa a las organizaciones ambientalistas y sectores indÃgenas que hoy luchan contra el avance del extractivismo.
Otra de las consecuencias es la excesiva concentración de poder en el Ejecutivo: el hiperpresidencialismo, el presidencialismo extremo o el hiperliderazgo, como se les ha llamado, implican una fetichización del poder en la persona del jefe o jefa de Estado y, con ello, una naturalización del poder y la búsqueda de su perpetuación. Hugo Chávez transitó por esta vÃa controversial, logrando pocos años antes de su fallecimiento aprobar constitucionalmente la cláusula de la reelección indefinida; Cristina Fernández de Kirchner encontró lÃmites al afán reeleccionista en 2013 —impuestos por la movilización social y las posteriores elecciones parlamentarias—. En la actualidad estos afanes reeleccionistas recorren los gobiernos de Rafael Correa y Evo Morales.
Un ejemplo puede ayudarnos a sopesar la importancia que asume el asunto del lÃder. Hace varios años, en 2008, se estrenó el documental sobre Bolivia Hartos Evos hay, el cual narra con un punto de vista etnográfico el proceso de movilización desde abajo. El significativo tÃtulo alude a la existencia de múltiples liderazgos: sugiere que Evo Morales era uno más entre ellos. No obstante, en 2015, serÃa difÃcil defender esa tesis. Como sostiene el historiador boliviano Pablo Quisbert, la idea de que Evo Morales serÃa un campesino entre otros que llega al palacio presidencial evolucionó hacia la noción de la excepcionalidad, de la persona destinada a ser lÃder (citado en Pablo Stefanoni, 2015). No por casualidad, los voceros del MAS ya impulsan una nueva reforma constitucional tendente a posibilitar la “repostulación†de Evo Morales para un cuarto mandato presidencial, a partir de 2020.
Por último, estos debates y reposicionamientos respecto a la relación entre neoextractivismo, el auge de los commodities y el retorno del populismo trajeron consigo una nueva fractura en el pensamiento crÃtico latinoamericano. AsÃ, a diferencia de los años noventa, cuando el continente aparecÃa reformateado de manera unidireccional por el modelo neoliberal, el nuevo siglo viene signado por un conjunto de tensiones y contradicciones de difÃcil procesamiento. El pasaje del Consenso de Washington al de los commodities y el retorno de populismos de alta intensidad instalaron nuevas problemáticas y paradojas, las cuales reconfiguraron el horizonte del pensamiento crÃtico, enfrentándonos a desgarramientos teóricos y polÃticos, que se cristalizan en un haz de posiciones ideológicas, al parecer cada vez más antagónicas.
AsÃ, entre 2000 y 2015, mucha agua corrió bajo el puente. Frente a ello, vale la pena preguntarse si la tirantez entre transformación y restauración en este cambio de época no ha ido desembocando en un fin de ciclo, que bien podrÃa caracterizarse como revolución pasiva —como afirma M. Modonesi (2012)—, categorÃa de análisis histórico que, asociada al transformismo y el cesarismo democrático, expresarÃa la reconstitución de las relaciones sociales en un nuevo orden de dominación jerárquico. Triste y lamentable final serÃa entonces el de nuestros gobiernos progresistas, que tanta energÃa colectiva y expectativa polÃtica conllevaron, lo cual incluye por supuesto no sólo las experiencias populistas, en sus diferentes matices, sino las otras, como las del PT brasileño, que en el segundo mandato de Dilma Rousseff atraviesa hoy su hora más aciaga, marcada por la corrupción, el ajuste económico y el olvido de las promesas de transformación social.
Queda claro que el fin de ciclo marca importantes inflexiones, no sólo en el plano económico sino —también— en el polÃtico, pues no es lo mismo hablar de nueva izquierda latinoamericana que de populismos del siglo xxi. En el pasaje de una caracterización a otra se perdió algo importante, que evoca no el abandono sino la pérdida de la dimensión emancipadora de la polÃtica y la evolución hacia modelos de dominación de corte tradicional, basados en el culto al lÃder, su identificación con el Estado, y la búsqueda o aspiración de perpetuarse en el poder. En la misma lÃnea, la ecuación perversa hoy establecida entre “más extractivismo/menos democracia†deja abierta la pregunta sobre los vÃnculos siempre tensos y contradictorios entre populismos y democracias, y muestra el peligroso desliz hacia el cierre polÃtico, el cuestionamiento del pluralismo y la creciente criminalización de las disidencias.
* Investigadora y Escritora, UNLP-Conicet, Argentina.
1 En un artÃculo de 1999, Margareth Canovan (1999), reconocida especialista en el tema, retoma la tesis de Michael Oakeshott acerca de que la modernidad polÃtica se caracteriza por la interacción entre dos estilos polÃticos distintos, el de la fe y el del escepticismo, a los cuales llama las caras redentora y pragmática de la democracia, y sugiere que el populismo surge en la brecha entre ellas. Esto establece una relación de interioridad entre populismo y democracia. El primero acompañarÃa a la segunda como una sombra. Véase Arditi 2004.
2 De De la torre, véase 2010 y 2013.
3 Véase http://www.rebelion.org/noticia.php?id=202193
4 La posición de GarcÃa Linera tiene antecedentes. AsÃ, en 2011, cuando el gobierno de Evo Morales generó el conflicto en el Territorio IndÃgena Parque Nacional Isidoro Secure, por la construcción de una carretera, GarcÃa Linera escribió el libro GeopolÃtica de la AmazonÃa (2012), donde criticaba el “ambientalismo colonial†y demonizaba las ONG y las agencias de cooperación (situándolas en el mismo plano,) asà como a diversas organizaciones indÃgenas históricas que se habÃan opuesto a dicha carretera.
5 http://alencontre.org/laune/bolivie-paradis-perdus-ou-ruses-de-la-modernisation.html
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