Imágenes del fin. Narrativas de la crisis socioecológica en el Antropoceno

En medio de la crisis ecológica y el calentamiento global, se ha expandido el uso del concepto «Antropoceno» para caracterizar nuestra época. Al mismo tiempo, las imágenes del fin pueblan diversas advertencias, análisis y pronósticos referidos al devenir de la humanidad en un futuro más o menos próximo. En ese contexto, han emergido tres respuestas: la que pone el acento en el colapso civilizatorio, la que busca salidas capitalistas-tecnocráticas y la que impulsa diferentes formas de resistencia antisistémica.

Imágenes del fin  Narrativas de la crisis socioecológica en el Antropoceno

Al designar un nuevo tiempo en el cual el ser humano se ha convertido en una fuerza de transformación global con alcance geológico, la categoría «Antropoceno» se ha revelado central para hacer referencia a la actual crisis socioecológica. En términos de diagnóstico, el Antropoceno instala la idea de «umbral» frente a problemáticas ya evidentes como el calentamiento global y la pérdida de biodiversidad1. El concepto, acuñado por el químico Paul Crutzen en 2000, pronto fue expandiéndose no solo en el campo de las ciencias de la tierra sino también en las ciencias sociales y humanas, e incluso en el campo artístico, razón por la cual devino una suerte de «categoría síntesis», esto es, un punto de convergencia de geólogos, ecólogos, climatólogos, historiadores, filósofos, artistas y críticos de arte, entre otros. Para las visiones más críticas, la evidencia de que estamos asistiendo a grandes cambios de origen antrópico o antropogénico, a escala planetaria, que ponen en peligro la vida en el planeta, se halla directamente ligada a la dinámica de acumulación del capital y a los modelos de desarrollo dominantes, cuyo carácter insustentable ya no puede ser ocultado.

Para no pocos especialistas y científicos, entre ellos el citado Crutzen, habríamos ingresado en el Antropoceno hacia 1780, esto es, en la era industrial, con la invención de la máquina de vapor y el comienzo de la era de los combustibles fósiles. Para otros, como el Anthropocene Working Group del Servicio Geológico Británicointegrado por un grupo de científicos de la Universidad de Leicester bajo la dirección de Jan Zalaslewicz, el planeta habría atravesado el umbral de una nueva era geológica hacia 1950, pues las marcas estratigráficas que determina ese cambio son los residuos radiactivos del plutonio, tras los numerosos ensayos con bombas atómicas realizados a mediados del siglo xx. Finalmente, para el historiador ecomarxista Jason Moore, habría que indagar en los orígenes del capitalismo y la expansión de las fronteras de la mercancía, en la larga Edad Media, para dar cuenta de la fase actual, que él denomina «Capitaloceno»2.

El concepto mismo de Antropoceno se instala pues en un campo de disputa, no tanto ligado al alcance de la crisis socioecológica –cuya gravedad es subrayada de manera amplia– como a la cuestión de dilucidar cuáles son las vías de la transición o los mecanismos de intervención propuestos para superar esa crisis. En razón de ello, en este artículo quisiera explorar algunas de las narrativas3 contemporáneas en torno de la crisis socioecológica: la «colapsista», la tecnocrática y la de las resistencias antisistémicas, con el objetivo de explorar sus alcances, a la vez políticos y civilizatorios. En un segundo momento, me detendré a dar cuenta de cómo, al calor de la crisis socioecológica, se ha afianzado la crítica a los paradigmas dualistas asociados a la Modernidad occidental, cuya contracara es la revalorización de los enfoques relacionales en el vínculo sociedad/naturaleza, humano/no humano.

La narrativa del colapso

Existe una profusa bibliografía acerca del colapso civilizatorio, un campo que desafortunadamente en la actualidad revela una gran potencialidad explicativa. No son pocos los especialistas que postulan que el ecocidio es la mayor amenaza que pesa sobre la sociedad mundial, incluso mayor que la hipótesis de una guerra nuclear o de una pandemia. Las narrativas del colapso constituyen un relato del fin del mundo, pero a diferencia del pasado, no se nutren de creencias religiosas sino de datos duros y finas argumentaciones que proveen las diferentes ciencias de la tierra (geofísica, paleontología, climatología, hidrografía, oceanografía, meteorología, geomorfología, biología, entre otras), a las que hay que sumar las ciencias ambientales (ecología política, economía ecológica, historia ambiental, entre otras). Son nuestras nuevas y modernas teorías sobre el fin del mundo, ahora con sustrato científico.

Para ilustrar esta visión quisiera tomar tres textos diferentes. El primero es el conocido libro de Jared Diamond, geógrafo y ambientalista de renombre internacional, quien en 2004 publicó Colapso. Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen4¿Qué es lo que hace que una determinada cultura, otrora una sociedad pujante, llegue a desaparecer? ¿Cuáles son los factores que hacen especialmente vulnerable a una sociedad?, se pregunta Diamond. Por colapso, este autor no entiende la desaparición de un día para el otro de una cultura o una determinada civilización, a la manera de las películas apocalípticas del cine hollywoodense. El colapso presupone un «drástico descenso del tamaño de la población humana y/o la complejidad política, económica y social a lo largo de un territorio considerable y durante un periodo de tiempo prolongado»5. Entre los factores que llevaron al colapso a sociedades del pasado están la deforestación, la erosión del suelo, la mala gestión del agua, la sobrepesca, la caza excesiva, la introducción de especies alógenas, el aumento de la población y el impacto humano sobre su entorno. Todos estos factores de riesgo están presentes en nuestra civilización y a ellos se suman otros agravantes, como el cambio climático y la quema de combustibles fósiles. Pero a esto hay que añadir la mayor amplitud de los impactos, esto es, la gran escala, el nivel planetario que tendría un desastre en nuestros días.

El segundo texto sobre el colapso es del notable ecologista español, ingeniero de profesión, Ramón Fernández Durán, fallecido hace unos años, quien dejó una obra inconclusa en dos tomos en la que analiza el declive y hundimiento del capitalismo global. En un texto más breve, publicado en 20116, Fernández Durán sostiene que el colapso no sería repentino, sino «un lento proceso con altibajos, pero con importantes rupturas», un largo declive de la civilización industrial que podría durar 200 o 300 años. Sus causas: los límites ecológicos del planeta y el agotamiento de recursos, muy especialmente debido a la (in)capacidad de aprovisionamiento de combustibles fósiles. El gran problema del capitalismo global es que no cuenta con un plan b energético para sustentar la actual civilización industrial. Ninguna fuente energética podrá sustituir el «tremendo vacío que dejarían las energías fósiles en su declive, debido a su intensidad energética». Nadie quedaría al margen de este declive, ni siquiera las elites, lo cual no quita que habría –inevitablemente– ganadores y perdedores. Durán tampoco descartaba que la ambición por conservar a cualquier costo la glamorosa sociedad hipertecnologizada actual pudiera llevarnos a un colapso más brusco, a una crisis sistémica sin transición posible.

El tercer texto nos sumerge en una ciencia ficción de carácter posapocalíptico, cargada de datos duros. Escrito por dos historiadores de la ciencia, Naomi Oreskes y Erik Conway, se trata de un libro publicado en 2015 bajo el título The Collapse of Western Civilization [El colapso de la civilización occidental]7. La historia nos sitúa en un tiempo lejano, en 2393, bajo la Segunda República Popular China, época en la cual un historiador de esa nacionalidad se pregunta acerca de las razones del hundimiento de la civilización occidental, conocida como la «Edad de la Penumbra», ocurrido a mediados del siglo xxi.Los tres relatos aquí evocados están recorridos por consensos básicos: el primero es que el derrumbe es leído como una reducción importante de la complejidad en diferentes planos (económico, social, político, cultural). Cuanto más compleja es una sociedad, más expuesta y vulnerable deviene; es decir, es más dependiente de esa complejidad y de los recursos (energéticos) que la mantienen en funcionamiento. Segundo tópico en común: pese a que Diamond habla de «la sociedad mundial» y Durán del «capitalismo global», ambos coinciden en que el derrumbe civilizatorio implicaría también la desaparición de valores políticos democráticos que creíamos fundamentales. Se habla así de «nuevos capitalismos regionales», fuertemente autoritarios y conflictivos entre sí, lo cual conllevaría una «refeudalización de las relaciones sociales». Oreskes y Conway llegan a una conclusión similar, agregando que la posibilidad de sobrevivir a un gran desastre aumentaría si contáramos con un régimen centralizado y un fuerte aparato estatal (al estilo de China), aun si esto implicara una pérdida inevitable de valores democráticos. Por encima de la diferencia ideológica de los autores citados, hay otros puntos en común. Por un lado, a diferencia de las anteriores culturas que colapsaron y terminaron desapareciendo, no hay dudas de que el nuestro no es un problema de carencia de información; más bien, nuestra civilización sabeconoce, está al tanto de los efectos devastadores de su acción. La consecuencia de sus actos no solo es previsible, sino que ha sido prevista8. Por otro lado, como nos dice el paciente historiador chino imaginado por Oreskes y Conway, existen también obstáculos de orden epistemológico que explicarían la caída de la sociedad del siglo xxi, entre ellos, la «convención occidental arcaica» que imponía la división y el estudio separado del mundo físico y del mundo social; en otros términos, la persistencia de una ontología dualista respecto de la relación entre sociedad y naturaleza, expresada también en el ámbito del conocimiento. La posibilidad de repensar nuestra crisis y abrirnos camino exige, por ende, un enfoque posdualista y relacional.

La narrativa capitalista-tecnocrática

No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que los resultados de las últimas cumbres climáticas son muy desalentadores y parecen formar parte de la crónica de una muerte anunciada. Así, pese a que en 2017 el Acuerdo de París fue ratificado por 171 países entre los 195 participantes, implicó un retroceso, dado que se decidió que el cumplimiento de lo pactado y la forma de implementación –reducción de emisiones de co2 a fin de no sobrepasar el aumento de la temperatura media de 2 ºC– son voluntarios y dependen de cada país. A esto hay que sumar la salida de Estados Unidos, concretada por Donald Trump, reconocido por su negacionismo climático y por su fuerte apoyo a las industrias de combustibles fósiles, lo cual tuvo también un impacto negativo en la Unión Europea.

En este escenario, de cara a la cada vez más escasa credibilidad que despiertan los acuerdos globales para controlar las emisiones de co2, el capitalismo prepara su plan b para reciclar el proyecto de modernidad capitalista sin tener que salir del capitalismo. Ese plan b se llama «geoingeniería» y está basado en el principio de que es posible superar los riesgos del calentamiento global mediante una intervención deliberada sobre el clima a escala planetaria.

La geoingeniería provoca expectativa entre quienes buscan mantener los actuales patrones de desarrollo –el sistema de producción, circulación y consumo de mercancías– y evitar tener que reducir las emisiones de co2, es decir, es un camino que avala la visión dominante del progreso y el conocimiento científico apoyada, entre otros, por sectores ligados a la industria de los combustibles fósiles. El caso es que la hipótesis de la geoingeniería comenzó a dejar el ámbito de la ciencia ficción para formar parte de una agenda pro-establishment, un proyecto de continuidad del capitalismo y sus estándares de vida para las elites de poder mundial.

Los métodos de la geoingeniería pueden clasificarse en dos grupos generales: manejo de la radiación solar y secuestro de co2. Como nos dice Jordi Brotons, biólogo ambiental y miembro de la Plataforma por la Soberanía Alimentaria de Alicante,

la geoingeniería incluye tecnologías descabelladas tales como la cobertura de grandes extensiones de desiertos con plásticos reflectantes; megaplantaciones de cultivos transgénicos con hojas reflectantes; almacenamiento de co2 comprimido en minas abandonadas y pozos petroleros; inyección de aerosoles de sulfatos (u otros materiales, como el óxido de aluminio) en la estratosfera para bloquear la luz del sol y blanqueamiento de las nubes para reflejarla; desvío de corrientes oceánicas; fertilización de los océanos con nanopartículas de hierro para incrementar el fitoplancton y, así, capturar co2; enterrar enormes cantidades de carbón vegetal para eliminar co2; etc.9

Desde 1996, las discusiones sobre estas alternativas atraviesan las diferentes cumbres climáticas y vienen suscitando críticas y resistencias sociales. No se trata solo de un cuestionamiento a la tecnocracia o a la «razón arrogante». La geoingeniería supone una manipulación que entraña grandes riesgos y no pocos efectos colaterales, que han sido expuestos en diversos informes científicos que concluyen que las nuevas tecnologías de la geoingeniería son falsas soluciones. Ya en 2007, el Grupo etc (Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración) divulgó un informe titulado «Jugando con Gaia»10, en el que denunciaba el lobby del gobierno estadounidense en el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático para imponer una salida técnica, reestructurando el planeta Tierra a través de la geoingeniería. El etc sostiene que cualquier experimentación que alterase la estructura de los océanos o la estratósfera no podía realizarse sin un debate público profundo e informado sobre sus posibles consecuencias y sin autorización de la Organización de las Naciones Unidas (onu).

Entre 1993 y 2009, 11 gobiernos realizaron una docena de experimentos de geoingeniería en aguas internacionales, vertiendo partículas de hierro sobre el océano para ver si podían capturar y precipitar co2 en el suelo marino. Se vertió hierro en más de 50 km del océano y, como no hubo resultados, se aumentó la superficie experimental seis veces; hacia fines de 2009 el área «fertilizada» con hierro se extendía a 300 km2. Pero esto siguió sin dar resultados. La oposición de sectores de la sociedad civil terminó por forzar la cancelación de otros proyectos de fertilización oceánica y en 2010 condujo al establecimiento de una moratoria internacional en la Convención sobre la Diversidad Biológica de la onu y en el Convenio sobre la Prevención de la Contaminación del Mar por Vertimiento de Desechos y otras Materias, también llamado Convenio de Londres. Esa moratoria, que rige hasta la actualidad, no fue firmada por eeuu, entre otros países11.

Sin embargo, dados los endebles acuerdos de París, la geoingeniería va ganando cada vez más terreno entre las elites políticas y científicas de los países centrales. Esta es presentada cada vez más como un medio «esencial» para lograr la meta de que la temperatura no suba más de 1,5 o 2 ºC respecto de los niveles preindustriales. Un artículo firmado por Bjørn Lomborg, promotor del llamado Consenso de Copenhague, proyecto iniciado en 2004, afirma que gastando tan solo 9.000 millones de dólares en 1.900 barcos de pulverización de agua de mar, se podría impedir el calentamiento global que se prevé para este siglo. En contraste, afirma que las promesas del Acuerdo de París costarían un billón de dólares por año y se obtendría además una reducción de emisiones de carbono mucho menor. Desde su perspectiva, los acuerdos de París son tan débiles como costosos, lo cual abre la puerta a otras oportunidades, como la geoingeniería, que son vistas como «una póliza de seguro prudente y asequible» (frase atribuida a Bill Gates)12. Pero apelar a la geoingeniería no solo no ataca las causas de fondo, sino que implicaría además ceder el control del termostato del planeta a las grandes potencias globales, que son por otra parte las más contaminantes. Quienes apuestan por esta estrategia minimizan los impactos directos reales, que pueden incluir, según la tecnología desarrollada, desde sequías intensas y prolongadas en ciertas regiones del planeta (manejo de la radiación solar), hasta la generación de zonas muertas en los océanos (fertilización marítima) o devastación de millones de hectáreas (técnica de captura y almacenamiento de las llamadas «emisiones negativas»). Asimismo, pueden producir alteraciones metereológicas: por ejemplo, una de las intervenciones sobre el clima consiste en inyectar sulfato en la estratosfera, lo cual no disminuye las concentraciones de gases de efecto invernadero sino que las pospone. Esta técnica imita las erupciones volcánicas, que reducen la temperatura mediante la liberación de sulfato, tal como fue demostrado en 1991 tras la erupción del volcán Pinatubo en Filipinas, que disparó unos 20 millones de toneladas de dióxido de azufre y produjo una disminución de la temperatura global de 0,4 ºC; sin embargo, al año siguiente decayeron las lluvias y hubo una baja afluencia de aguas. De modo que el remedio podría resultar peor que la enfermedad. Y a esto hay que agregar que, una vez iniciado el experimento de geoingeniería a gran escala, toda cancelación de este –por ejemplo, a raíz de los impactos directos que podría causar en ciertas regiones del planeta y la ola de protestas que podría desencadenar– provocaría un recalentamiento fuerte y acelerado, debido a la concentración de emisiones nuevas en la atmósfera.

En términos antropológicos, el plan b está lejos de ser un llamado a la autolimitación. Más bien, a la manera de las corrientes ligadas a la «modernización ecológica», como lo es hoy la denominada «economía verde», la geoingeniería privilegia las soluciones tecnológicas que consideran la naturaleza como un ente completamente manipulable, lo que marca una continuidad agravada respecto del paradigma moderno antropocéntrico, aun si su promesa es la supervivencia de la especie. En realidad, su aspiración es a «rehacer» la naturaleza13, adaptándola al patrón de desarrollo vigente, con un horizonte poshumano14, sea en el lenguaje de las elites o en el de los minoritarios desvaríos aceleracionistas15.

En suma, como sostiene Clive Hamilton16, la geoingeniería es uno de los grandes dilemas éticos, geopolíticos y civilizacionales a los cuales la humanidad será confrontada en la década próxima. Pero queda claro que no hinca el diente en el modelo de desarrollo vigente; supone más bien su preservación. Implica intervenciones a gran escala, experimentos altamente riesgosos cuyas consecuencias son impredecibles y que, de hacerse, requerirían de un acuerdo global; sin embargo, en la práctica también pueden ser llevados a cabo unilateralmente, lo cual está lejos de ser una fantasía si tenemos en cuenta que, además de eeuu y la ue, existen otros países que manejan ya las técnicas de geoingeniería, entre ellos Rusia y China.

Las narrativas anticapitalistas y de transición socioecológica

Narrativas en clave ambientalista existen desde hace mucho tiempo y sus tópicos son variados, pero sin duda, al calor de la crisis socioecológica y el surgimiento de resistencias locales y nuevos movimientos ecoterritoriales, estas se han ido multiplicando para adquirir un mayor espesor discursivo y simbólico en nuestras sociedades. Desde el Sur, las consecuencias de la crisis socioecológica se conectan directamente con la crítica al neoextractivismo y la visión hegemónica del desarrollo, ya que es en la periferia globalizada donde se expresa a cabalidad la mercantilización de todos los factores de producción, a través de la imposición a gran escala de modelos de desarrollo insustentables: desde el agronegocio y sus modelos alimentarios, la megaminería y la expansión de las energías extremas hasta las megarrepresas, la sobrepesca y el acaparamiento de tierras17. Asimismo, plantean el desafío de pensar alternativas al desarrollo, como ya planteara Arturo Escobar, al introducir la categoría de «posdesarrollo»18.

En coincidencia con los planteamientos de Alberto Acosta y Ulrich Brand, la transición puede ser pensada mediante dos conceptos cada vez más arraigados en el campo contestatario a escala global: posextractivismo y decrecimiento19. Desde mi perspectiva, se trata de dos conceptos-horizonte de carácter multidimensional, que comparten diferentes rasgos: por ejemplo, aportan un diagnóstico crítico sobre el capitalismo actual, no solo en términos de crisis económica y cultural, sino también desde un enfoque más global, si se entiende esta como una crisis socioecológica de alcance civilizatorio. Al mismo tiempo, ambos conceptos conectan la crítica al paradigma productivista y el perfil metabólico de nuestras sociedades (basado en la demanda cada vez mayor de materias primas y energías) con la crítica al capitalismo. Ambos ponen el acento en los límites ecológicos del planeta y enfatizan el carácter insustentable de los modelos de consumo y alimentarios, difundidos a escala global, tanto en el Norte como en el Sur. Por último, se constituyen en el punto de partida para pensar horizontes de cambio y alternativas civilizatorias, basadas en otra racionalidad ambiental, diferente de la puramente economicista, que impulsa el proceso de mercantilización de la vida en sus diferentes aspectos.

Para revertir la lógica del crecimiento infinito, es necesario explorar y avanzar hacia otras formas de organización social, basadas en la reciprocidad y la redistribución, que coloquen importantes limitaciones a la lógica de mercado. En América Latina existen numerosos aportes desde la economía social y solidaria, cuyos sujetos sociales de referencia son los sectores más excluidos (mujeres, indígenas, jóvenes, obreros, campesinos), cuyo sentido del trabajo humano es producir valores de uso o medios de vida. Existe, así, una pluralidad de experiencias de autoorganización y autogestión de los sectores populares ligadas a la agroecología y la economía social y el autocontrol del proceso de producción, de formas de trabajo no alienado, otras ligadas a la reproducción de la vida social y la creación de nuevas formas de comunidad. Incluso en un país tan Â«sojizado» como Argentina se han creado redes de municipios y comunidades que fomentan la agroecología, proponiendo alimentos sanos, sin agrotóxicos, con menores costos y menor rentabilidad, que emplean a más trabajadores. Va surgiendo así un nuevo entramado agroecológico, un archipiélago de experiencias que crece al margen del gran continente sojero que hoy aparece como el modelo dominante, basado en el cultivo transgénico para la exportación. En suma, desde América Latina la transición tiende a pensarse desde nuevas formas de habitar el territorio, al calor de las luchas y las resistencias sociales al neoextractivismo. Estos procesos de reterritorialización van acompañados de una narrativa político-ambiental asociada al «buen vivir» y los derechos de la naturaleza, los bienes comunes y la ética del cuidado, cuya clave es tanto la defensa de lo común como la recreación de otro vínculo con la naturaleza.

Por otro lado, en Europa, hacia 2008, reapareció la idea de «decrecimiento», que fuera lanzada hacia los años 70 por André Gorz. Lejos de la literalidad con la que algunos asocian el concepto (leído simplemente como la negación del crecimiento económico), el léxico experiencial desarrollado en Europa en las últimas décadas profundiza el diagnóstico de la crisis sistémica (los límites sociales, económicos y ambientales del crecimiento, ligados al modelo capitalista actual) y abre el imaginario de la descolonización a una nueva gramática social y política en la que se destacan diferentes propuestas y alternativas: auditoría de la deuda, desobediencia civil, renta universal ciudadana, ecocomunidades, horticultura urbana, reparto del trabajo, monedas sociales20. Por ejemplo, en el marco de la transición energética, se vienen impulsando las transition towns, un movimiento pragmático en favor de la agroecología, la permacultura, el consumo de bienes de producción local y/o colectiva, el decrecimiento y la recuperación de las habilidades para la vida y la armonía con la naturaleza. Nacido en Irlanda en 2006, este movimiento apunta a crear sociedades más austeras, sostenidas en energías limpias y renovables, y con un fuerte aumento de la eficiencia energética21.

Resulta claro que el Antropoceno como diagnóstico hipercrítico conlleva el desafío de pensar alternativas a los modelos de desarrollo dominantes, de elaborar estrategias de transición que impliquen una descolonización del imaginario social y marquen el camino hacia una sociedad poscapitalista, en una época en la cual no existen modelos macrosociales ni tampoco socialismos realmente existentes. En los diferentes foros globales que reúnen a la militancia anticapitalista, suele resaltarse la capacidad de irradiación de las experiencias locales y se subraya su carácter ejemplar en términos de otra racionalidad social y ambiental.

Desafíos del Antropoceno y enfoques relacionales

Las tres narrativas reseñadas coexisten en la actualidad. Algunos podrán decir que el «realismo capitalista»22 hará que la humanidad opte por la hipótesis tecnocrática. Es probable que así suceda, aunque habrá que adjudicar tal decisión a las elites de los países del Norte, no tanto a los países del Sur, y mucho menos a los movimientos sociales antisistémicos, hoy decididamente opuestos a lo que consideran como una «falsa solución»23. Es probable incluso que, ante el agravamiento del calentamiento global y sus consecuencias, negacionistas como Trump terminen por apoyar la geoingeniería. Sin embargo, para los proyectos altercivilizatorios, no se trata de buscar engañosos atajos a través de la solución tecnocrática, como plantean los defensores del capitalismo verde, que conciben al ser humano como un demiurgo capaz de manipular y rehacer la naturaleza. Tampoco se trata de caer rendido a los pies de las narrativas «colapsistas», pues el riesgo más evidente es quedar atrapado en una lógica paralizante que anule la capacidad de acción colectiva, tan necesaria a esta altura de la crisis civilizatoria. Sin embargo, un detalle no menor que nos advierte esa visión es la certeza de que ya hemos cruzado un umbral de riesgo y como tal, la transición, cualquiera sea, ya ha comenzado. El giro antropocénico tiene hondas repercusiones filosóficas, éticas y políticas; obliga a repensarnos como anthropos, pero también, de modo central, nos lleva a replantear el vínculo entre sociedad y naturaleza, entre humano y no humano. El Antropoceno exige pensar las consecuencias de la gran separación –le grand partage– entre orden cosmológico y orden humano, como dice el antropólogo Philippe Descola24, y nos desafía a reelaborar desde otras coordenadas la relación entre sociedad y naturaleza, entre las ciencias de la tierra y las ciencias humanas y sociales.

Hace siglos que hemos abandonado la visión organicista de la naturaleza, Gaia, Gea o Pachamama, aquella que profesaban nuestros ancestros. Somos hijos de la Modernidad o vástagos colonizados por ella; nos hemos vinculado a la naturaleza a partir de una episteme antropocéntrica y androcéntrica, cuya persistencia y repetición, lejos de conducirnos a dar una respuesta a la crisis, se ha convertido finalmente en una parte importante del problema. En esta línea, la antropología crítica de las últimas décadas ha hecho avances interesantes al recordar la existencia de otras modalidades de construcción del vínculo con la naturaleza, entre lo humano y lo no humano. Dicho de otro modo: no todas las culturas ni todos los tiempos históricos, incluso en Occidente, desarrollaron un enfoque dualista de la naturaleza, que la considera un ámbito apartado, exterior, al servicio del ser humano y su afán predatorio. La crisis civilizatoria nos obliga a abdicar del pensamiento único, para asumir la diversidad en términos no solo epistemológicos sino también ontológicos. Existen otras matrices de tipo generativo, basadas en una visión más dinámica y relacional, tal como sucede en algunas culturas orientales, donde el concepto de movimiento, de devenir, es el principio que rige el mundo y se plasma en la naturaleza, o aquellas visiones inmanentistas de los pueblos indígenas americanos que conciben al ser humano en la naturaleza, inmerso y no separado o frente a ella.

Estos enfoques relacionales, que subrayan la interdependencia de lo vivo y dan cuenta de otras formas de relacionamiento entre los seres vivos, entre humanos y no humanos, toma diversos nombres: «animismo», para el ya citado Descola; «perspectivismo amerindio», para Eduardo Viveiros de Castro, quien en su ensayo La mirada del jaguar conceptualiza el modelo local amazónico de relación con la naturaleza.

Se trata de la noción, en primer lugar, de que el mundo está poblado por muchas especies de seres (además de los humanos propiamente dichos) dotados de conciencia y de cultura y, en segundo lugar, de que cada una de esas especies se ve a sí misma y a las demás especies de un modo bastante singular: cada una se ve a sí misma como humana, viendo a las demás como no humanas, esto es, como especies de animales o de espíritus.25

En contraste con la visión moderna, el fondo común entre humanos y no humanos «no es la animalidad, sino la humanidad»26.

Por ende, la humanidad no deviene la excepción, sino la regla; cada especie se ve a sí misma como humana, por ende, como sujeto, bajo la especie de la cultura. Estas formas de relacionamiento y apropiación de la naturaleza cuestionan los dualismos constitutivos de la Modernidad. Estas «ontologías relacionales», como las denomina Escobar27 siguiendo al antropólogo Mario Blaser, tienen el territorio y sus lógicas comunales como condición de posibilidad. En diversas latitudes, dieron origen a una profusa literatura antropológica sobre el «giro ontológico»28.

Por otro lado, a la hora de repensar nuestro vínculo con la naturaleza desde una perspectiva relacional, sin duda la ética del cuidado y el ecofeminismo abren otras vías posibles. Sus aportes pueden contribuir a cuestionar la visión reduccionista basada en la idea de autonomía e individualismo. Ciertamente, la ética del cuidado coloca en el centro la noción de interdependencia, que en clave de crisis civilizatoria es leída como ecodependencia. La revalorización y universalización de la ética del cuidado, vista como una facultad relacional que el patriarcado ha esencializado (en relación con la mujer) o desconectado (en relación con el hombre), como afirma Carol Gilligan, abre a un proceso de liberación mayor, no solamente feminista, sino de toda la humanidad29.

En la actualidad, esto aparece reflejado en la acción e involucramiento cada vez mayores de las mujeres en las luchas socioambientales, en sus diferentes modalidades. Los llamados feminismos populares se abren a una dinámica que cuestiona la visión dualista; proyectan una comprensión de la realidad humana a través del reconocimiento con los otros y con la naturaleza; van tejiendo una relación diferente entre sociedad y naturaleza a través de la afirmación de la interdependencia. Asimismo, la dinámica procesual de las luchas conlleva también un cuestionamiento del patriarcado, basado en una matriz binaria y jerárquica que separa y privilegia lo masculino por sobre lo femenino. No pocas veces, detrás de la desacralización del mito del desarrollo y la construcción de una relación diferente con la naturaleza, va asomando la reivindicación de una voz libre, honesta, «una voz propia», que cuestiona el patriarcado en todas sus dimensiones y busca recolocar el cuidado en un lugar central y liberador, asociado de modo indiscutible a nuestra condición humana30.

Así, al calor de las luchas se van afirmando otros lenguajes de valoración del territorio, otros modos de construcción del vínculo con la naturaleza, otras narrativas de la Madre Tierra, que recrean un paradigma relacional basado en la reciprocidad, la complementariedad y el cuidado, que apuntan a otros modos de apropiación y diálogo de saberes; a otras formas de organización de la vida social. Estos lenguajes se nutren de diferentes matrices político-ideológicas, de perspectivas anticapitalistas, ecologistas e indianistas, feministas y antipatriarcales, que provienen del heterogéneo mundo de las clases subalternas.

En suma, el Antropoceno como paradigma hipercrítico exige repensar la crisis desde un punto de vista sistémico. Lo ambiental no puede ser reducido a una columna más en los gastos de contabilidad de una empresa en nombre de la responsabilidad social corporativa, ni tampoco a una política de modernización ecológica o la economía verde, que grosso modo apunta a la continuidad del capitalismo a través de la convergencia entre lógica de mercado y defensa de nuevas tecnologías proclamadas como «limpias». Finalmente, la actual crisis socioecológica no puede ser vista como «un aspecto» o «una dimensión más» de la agenda pública o inclusive como una dimensión más de las luchas sociales. Esta debe ser pensada desde una perspectiva inter- y transdisciplinaria, desde un discurso holístico e integral que comprenda la crisis socioecológica en términos de crisis civilizatoria y de apertura a un horizonte poscapitalista.

Nueva Sociedad
https://nuso.org/articulo/svampa-crisis-ecologica-antropoceno-calentamiento-global/